Tirza. Arnon Grunberg. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Arnon Grunberg
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786079321970
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Las mujeres en tiendas y en bares. Qué más da. Las vendedoras de todo tipo.

      Ella emitió un silbido exageradamente largo.

      —Para ti, el sexo es sencillamente la lucha de clases —dijo.

      —Las negras.

      Ella lo cogió por la barbilla como hace la maestra con un alumno travieso: seria e irónica a la vez. El castigo iba incluido en el juego.

      —Racista —le dijo—. ¡Negras!

      No le soltó el mentón. Se acercó un poco más. Quería besarlo. Él lo notaba, lo veía por la expresión de sus ojos. Apretó los labios contra los de él. Y él le devolvería el beso, tenía que devolverle el beso, no podía ser de otro modo, aunque solo fuera para no avergonzar a la madre de sus hijas, la madre de Tirza. No podía rechazar su beso aunque lo quisiera, tenía que devolvérselo.

      Aunque no era fácil desde su posición, le dio una bofetada.

      Ella se tambaleó. Retrocedió. Se encogió.

      Y por un instante le pareció que ella bizqueaba. Seguramente se debía a la mala iluminación o a su propio cansancio.

      —¿Ves? —dijo ella, encogida como si le hubiese dado un puñetazo en el estómago— ¿Ves? No cuadra. La bestia en tu interior no está muerta, se ha despertado. Yo la he despertado.

      Con un trocito de papel higiénico, él se secó el labio que volvía a sangrar. Se lo había mordido. Era por culpa de la tensión y del estrés. Le sucedía a menudo. Se pasó el trocito de papel por los labios.

      —Te pido disculpas —dijo.

      Ella estaba en cuclillas junto a la lavadora y lo miraba.

      —Te pido disculpas —repitió él—. Intentaba responder a tu pregunta, porque insistías. Porque querías saberlo a toda costa. Intentaba responder con toda la franqueza posible a tu pregunta. No tendría que haberlo hecho.

      Ella se puso en pie con dificultad. El color de su mejilla lo enfureció. Pero no era una furia activa, sino una pasiva, tranquila y callada, que le llevaría a peinar el cabello, planchar las sábanas, preparar una cazuela de pescado.

      —¿Ves? —repitió ella—, la bestia está ahí, la bestia estará ahí mientras tú estés, Jörgen, solo yo puedo despertarla con un beso, admítelo.

      Él observó a su esposa casi desnuda con la mejilla roja, y por un momento creyó recordar algo, por un instante, el pasado parecía revivir, pero enseguida desapareció, como cuando sabes que querías decir algo, algo importante, pero no puedes recordar qué.

      —¿Qué más da? —susurró él, sobre todo para sí mismo—. ¿Qué más da? —y después, más alto—: Ya te he dicho que el placer no es lo más importante. Ya te he dicho que este hogar es un hogar de amor.

      —Sí —dijo ella—, te has esforzado mucho. Cada tienda te ofrece una nueva fantasía, las tiendas deben de ser un paraíso para ti. Pero ¿lo consigues de verdad? ¿O solo te lo imaginas? Una vida entera reducida a una fantasía con la que no puede compararse la realidad, o una fantasía que no puede hacerse realidad porque resultaría demasiado amenazante. Dios, cuando pienso cómo tenía que meterme dentro tu sexo medio empalmado, es un milagro que hayamos tenido hijos. Un milagro. Y solo Dios sabe a qué artificios tuve que recurrir. ¡Jesús, qué patético era todo! Y todo este tiempo pensé que se debía a que eras gay en secreto. Pero resulta que yo no te parecía lo suficientemente ordinaria. Era eso. No era lo bastante vulgar. ¿Y ahora? ¿No te parezco vulgar?

      Él apartó de la boca el trozo de papel higiénico. Se miró los pies. Después miró el papelito. Había una gotita de color rojo oscuro.

      —Eres vulgar —dijo suavemente.

      La esposa seguía teniendo la mejilla izquierda enrojecida, como si solo se ruborizara a un lado.

      Él sudaba cada vez más, con más fuerza e intensidad.

      —¿Por qué te quedaste si todo te parecía tan patético? —le preguntó.

      —Por las niñas.

      —¿Por qué quisiste tener hijos?

      —Ya te lo he dicho. Pero ¿tú me escuchas? ¿Escuchas lo que te digo?

      Estaba delante de él, muy cerca de él. Con un rápido movimiento le agarró la entrepierna. La apretó y no soltó.

      Está loca, pensó él. Pero no hizo nada. Se quedó allí con el trozo de papel de inodoro en la mano.

      —¿Hay una sola mujer que no se haya reído a carcajadas? —peguntó ella—. ¿O están tan hastiadas que ni siquiera pueden reírse cuando están contigo? ¿Existe una sola mujer que haya tenido tanta paciencia como yo? Porque hay que ver cuánto tardas en empalmarte. Media noche, a veces más. ¿O es que ahora tomas pastillas? Mujeres vulgares. Me reiría si no fuera porque dan ganas de llorar. ¿Te las encuentras por casualidad o tienes que buscarlas? ¿Tienes que ir al centro? ¿O a barrios donde viven los negros?

      Él volvió a agarrarla por el cuello. No podía hacer otra cosa. Ella lo tenía cogido y no lo soltaba. Y él no podía tolerarlo.

      —Hazlo —le dijo ella—. Demuestra que la bestia no está muerta. Admite que la he despertado, como siempre la he podido despertar en tu interior. Venga, Jörgen. Dame otra bofetada. Pero no tan suave. Dámela como hacías antes. Es la única manera en que lo consigues. No puedes hacerlo de otra forma. Solo cuando golpeas dices: «Te quiero». ¡Dilo!

      Con la misma certeza que sabía que Tirza era su hija, con la misma certeza que sabía que en el trabajo le habían dicho que era demasiado viejo para ser despedido, supo en aquel instante que la odiaba. Con el dorso de la mano le golpeó la otra mejilla. Con fuerza y precisión. Tan fuerte que ella lo soltó y se cayó al suelo.

      Se hizo un silencio. Un silencio sepulcral. Como si estuvieran en las montañas. En altitudes donde no había otras personas, solo nieve y rocas.

      Y entonces lo vio. Tirza estaba en el vano de la puerta con su peluche en la mano. Seguía durmiendo con un peluche. Un burrito azul, o al menos un burrito que en otro tiempo fue azul.

      Miraba fijamente a sus padres. La esposa se arrastró en bragas por el suelo hasta que llegó al lavabo al que se agarró para levantarse. Tenía una mejilla de color rojo y la otra rojo oscuro, tirando a azul.

      —No pasa nada, Tirza —dijo Hofmeester.

      Dio un paso en su dirección. Ella lo observaba con una mirada impasible, casi se diría que neutra, con el burro en brazos.

      —No tengas miedo, Tirza. No tengas nunca miedo. Mamá y yo estamos jugando. image

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