Tirza. Arnon Grunberg. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Arnon Grunberg
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786079321970
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nada más.

      —Cállate —gritó ella.

      Por un instante se hizo un silencio y entonces, Hofmeester dijo:

      —Nos estamos gritando.

      —Sí —admitió ella—. Es estúpido. Lo volvemos a hacer y ya no tenemos ningún motivo para gritarnos. No tenemos ningún motivo para hacerlo.

      Se fue al sofá, cogió los cigarrillos del bolso, encendió uno y volvió a la mesa.

      —¿Las gafas también son francesas? —preguntó Hofmeester señalando las gafas de sol con aquellos cristales ridículamente grandes que ella seguía llevando a modo de diadema.

      —Italianas. Los zapatos vienen de Francia, las gafas de Italia.

      Ahora, el humo también lo molestaba a él, pero no dijo nada.

      —¿La has puesto en mi contra a propósito? —preguntó ella—. ¿O sucedió de forma natural?

      —Sucedió de forma totalmente natural —le contestó Hofmeester—. No hizo falta que hiciera nada. image

      2

      —JÖRGEN, TE HE PREGUNTADO ALGO. ¿HA LLAMADO IBI?

      Hofmeester se limpia las manos con el delantal. Se le habían quedado adheridos algunos granos de arroz.

      —Ibi —dice él mirando fijamente a la madre de sus hijas que lleva puesta su bata—. Ibi. Ha llamado, sí. Pero yo no he hablado con ella. Tirza la tuvo al teléfono. Está de camino.

      La esposa sonríe, aunque no es precisamente una sonrisa de satisfacción, y le pasa el dorso de la mano por la mejilla. Le quita algo que le cuelga de la nariz. Él no puede ver lo que es. Un trocito de gamba, una escama de su propia piel, algo de un verde indefinido, tal vez wasabi.

      —Tienes que afeitarte —le dice ella—. Pareces un pordiosero.

      —Lo haré, pero primero quiero acabar esto —dice él señalando el pescado crudo.

      Ella se dispone a irse, pero Hofmeester la retiene agarrándola de la bata.

      —Deja que esta fiesta sea para Tirza. Déjaselo del todo a Tirza. Mantente todo lo posible en segundo plano.

      Ella lo mira sonriendo como si él le acabara de contar un chiste. Uno de sus viejos y consabidos chistes. Después se aleja lentamente, y él vuelve a concentrarse en el sushi con una entrega que ya no lo extraña. Esta es su vida y este es su arroz. A pesar de todo, le gusta. Le gusta desde hace más de tres años.

      Aquella noche, la primera de su regreso, seis días antes, Tirza no volvió a salir de su cuarto. Después de un tiempo, él subió por segunda vez y llamó a su puerta, pero ella no le contestó. Durante unos cinco minutos, él se quedó allí, sin saber qué hacer. Titubeando, considerando las distintas posibilidades, atemorizado. Así se quedó él delante de su puerta.

      En lo que respecta a Tirza, él siempre ha tenido miedo, incluso antes de que se pusiera enferma, ya desde su nacimiento. Es un miedo que nunca sintió por su hija mayor, al menos no en esa medida, un miedo que no lo ha abandonado desde el primer momento en que la sostuvo en sus brazos: el miedo de perderla.

      —Tirza —dijo en voz baja, pero al ver que ella tampoco respondía a su llamada, regresó al salón y abrió una segunda botella de vino blanco, también sudafricano. A eso de las once, la segunda botella estaba tan vacía como la primera.

      Él y su esposa se la habían bebido en silencio. No tenían mucho que decirse. El regreso de la esposa se produjo de manera silenciosa, calmada y conmovedora, precisamente por lo fácil que fue. Volvió a aparecer como si nada.

      Ella olisqueó.

      —¿Has vuelto a meter algo dentro? —preguntó.

      —¿Dónde?

      —En el horno. Huelo algo.

      —No he metido nada dentro, hueles cosas que no existen —le dijo él con agudeza.

      Hofmeester esperó unos minutos más, miró su reloj y dijo:

      —Es tarde, no sé dónde quieres dormir. ¿Tienes algún sitio donde quedarte? ¿En casa de amigos?

      —¿En casa de amigos? —preguntó ella mientras sacudía la cabeza y se reía como solía hacer antes.

      Él advirtió que se había dejado crecer la melena. Al principio no se había dado cuenta. No había mirado bien. Había tantas cosas que mirar. Sus zapatos, su maleta, su impermeable, su anillo, sus gafas de sol, sus labios. Tenía el cabello más largo que cuando se fue y no le quedaba mal.

      —¿Con qué amigos?

      Él no supo qué contestarle. No sabía qué amigos conservaba y cuáles había desechado.

      —No, no tengo ningún sitio donde quedarme —se contestó entonces a sí misma—. No tengo nada de nada.

      Sonaba orgullosa, como si hubiese desafiado al destino en persona. Era algo que siempre le había gustado hacer: recordar una y otra vez al destino que ella existía. Como si pudiese olvidarla.

      Él se llevó los platos, los cubiertos y las dos botellas vacías a la cocina y cuando volvió al salón dijo:

      —Si quieres puedes quedarte a dormir aquí.

      No había tenido que pensárselo mucho. No había alternativa, más bien lo contrario: una falta de alternativas.

      —Es muy amable de tu parte —le dijo ella—. Estoy bastante cansada. Ha sido un largo viaje.

      A él le quedaba media copa de vino. Volvió a sentarse.

      —Bueno —dijo.

      Hofmeester jugaba con los dos corchos que había sobre la mesa, los hacía girar, se quedó absorto en ello y cuando uno de los corchos cayó al suelo, dijo:

      —Bueno, pues entonces resuelto.

      Era demasiado tarde para encontrarle un hotel o una pensión, además resultaría maleducado, y gélido, también eso. Un hotel para la madre de tus hijas, eso iba en contra de todo aquello en lo que creía Hofmeester. No quería ser gélido, más bien cálido. Ardiente.

      El amor era una palabra que había perdido significado —casi todas las palabras habían perdido significado—, pero medio siglo de vida traía sus consecuencias, y Hofmeester tenía ya más de medio siglo de vida. Uno dejaba entrar a algunas personas, les daba comida y cama. La vida le había dejado un sentido de la responsabilidad, un profundo y omnipresente sentido de la responsabilidad.

      Se había acostumbrado a vivir con Tirza. A vivir en la gran casa vacía en la que podía pasearse sin tropezarse con otros. La ausencia de una pareja no había resultado ser una maldición, sino la libertad, una libertad dolorosa e incompleta, pero aun así, libertad. Él estaba con su hija. Y era como si tuviera que ser así, como si debiera ser así. Eran inseparables, la hija y él. A veces ella sabía lo que él iba a decir incluso antes de que hablara. Los novios que él se encontraba de vez en cuando en el cuarto de baño solo estaban de paso.

      Le costaría un poco acostumbrarse a un huésped. Aunque fuera su esposa. Dejó su copa, recogió el corcho y se fue arriba. Pasó delante de la maleta roja con ruedas, que seguía esperando valientemente en el pasillo. Se preguntó qué habría dentro. Pasó delante del impermeable azul, y a continuación delante de la habitación de Tirza y vio que había apagado la luz. Al llegar a su dormitorio, se percató de que su esposa lo había seguido a una discreta distancia.

      Ella se sentó en la cama. En su lado de la cama. El lado donde siempre había dormido y donde ahora había libros y periódicos. La esposa cogió los libros y los periódicos, y los dejó en el suelo. También echó al suelo el polvo que había debajo de los libros y los periódicos. Así, la cama de matrimonio volvió a ser una cama de matrimonio.