Tirza. Arnon Grunberg. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Arnon Grunberg
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786079321970
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ese frutero por el resto de nuestras vidas? ¿Es realmente necesario?».

      —¿A quién? ¿A Tirza?

      El paño de cocina seguía colgado de su brazo.

      —Sí, a Tirza. Se ha vuelto guapa.

      —Está hecha una mujer —dijo Hofmeester.

      Sin embargo, se arrepintió enseguida de haberlo dicho. ¿Una mujer? ¿Qué era una mujer?

      De acuerdo, le había crecido el pecho y se intuían sus caderas. Pero ¿cuándo se convertía una chica en una mujer? ¿Qué hacía de él un hombre? ¿Los genitales que le colgaban entre las piernas?

      No sabía qué debía decir sobre Tirza, no sabía qué quería decir sobre ella. Por eso dijo:

      —Siempre ha sido guapa. De bebé estaba arrugada, como todos los bebés. Ibi estaba menos arrugada, pero tenía otros defectos. ¿Te apetece beber algo?

      Ella negó con la cabeza.

      —Ya me serviré. Por ahora estoy bien como estoy.

      Él se la quedó mirando. La mujer que nunca había estado bien en el pasado, a pesar de todas las naturalezas muertas que había pintado. Pero ahora estaba bien. En algún punto de la historia se escondía un final feliz, solo que él no había estado allí.

      Acto seguido, Hofmeester se fue a la cocina, seguro que ella se entretendría sola en el salón. Volvió a meter la cazuela en el horno. Después descorchó una botella de vino blanco y ajustó el minutero de cocina a media hora. Hofmeester no sabía cocinar sin minutero. Después volvió a colocar el libro de cocina en la pila de libros de cocina.

      Se quedó cerca del horno. Deslizaba las manos sobre la encimera como si fuera un ciego que estuviera leyendo braille. Cuando la cena estuviera sobre la mesa, seguro que se le ocurriría algo que decirle a la visita: «¿Has viajado mucho?». O: «¿Tu madre vive aún?». Cuando ella se fue de casa, su madre estaba gravemente enferma.

      Hofmeester pensó sobre su trabajo, sobre Tirza y sobre el viaje que iba a hacer. En algún lugar había leído que Botsuana era una zona de malaria.

      El minutero sonó y él llevó la cazuela de pescado con innegable amor al comedor. La esposa se había tumbado en el sofá. Se había quitado los zapatos y había cerrado los ojos. El cuarto apestaba a humo de cigarrillo.

      —Iré a buscarte cubiertos —dijo él dejando la comida en la mesa.

      Ella no se movió. Se la veía cómoda y satisfecha, como si nunca se hubiese ido. Como si solo hubiese salido a comprar buñuelos y se hubiese visto retenida por el camino. Un embotellamiento, su ausencia de tres años no había sido más que eso, un embotellamiento de carne humana.

      En el pasillo él gritó:

      —¡Tirza, a cenar!

      Se fue a la cocina a buscar los cubiertos y una copa para la invitada, y la botella de vino.

      —¿Dónde me siento? —preguntó la esposa después de que él sirviera el vino.

      Todas las copas igual de llenas. Había que cuidar los pequeños detalles. Él se entregaba a su papel de camarero, de criado.

      Ella se levantó lentamente del sofá. Se fue descalza hasta la mesa.

      —Aquí a la cabecera de la mesa —dijo Hofmeester—. Es donde se sientan siempre las visitas. Bonitos zapatos. ¿Son italianos?

      —Franceses.

      Ella se sentó. Hofmeester sirvió la cena. Volvió a llamar a su hija una vez más, un poco más fuerte:

      —¡Tirza, a cenar!

      La comida estaba en los platos, pero nadie comía. Esperaban a la niña.

      —Un regalito —dijo la esposa, con el tenedor en la mano.

      En el anular de la mano izquierda llevaba una joya que él no conocía.

      —¿Qué?

      —Los zapatos. Son un regalito.

      —Qué bien. Aquí también tienes unos diez pares. ¿Lo sabías? Quería enviártelos, pero no sabía adónde.

      Cogió un trozo de pan de la cesta que ya llevaba unas horas en la mesa.

      —Pensé que los regalarías.

      El pan estaba seco.

      —¿Regalárselos a quién? ¿Te refieres a tus zapatos?

      —Mis zapatos, sí, pensé que te desharías de ellos. Que te desembarazarías de todas mis cosas. Tampoco es tan raro, ¿no? Me lo compré todo nuevo.

      —¿Y quién tiene tu talla? No conozco a nadie con tu talla. Tienes una talla difícil. ¡Tirza, a cenar! Todo está igual que lo dejaste en el armario. Podías volver en cualquier momento.

      Ella se lo quedó mirando, como intentando averiguar si lo decía en broma.

      —Me han dicho que mis pies son una joya —dijo entonces tras una breve pausa.

      Esbozó una amable sonrisa. Se esforzaba, eso estaba claro. Pero él también. En eso se habían convertido: en dos personas que se esforzaban. Quién sabe, tal vez lo hubiesen hecho siempre.

      —¿Los has observado? He conservado bien mis joyas.

      Se movió un poco en la silla y levantó los pies junto a la mesa. Llevaba las uñas pintadas de rosa. Rozó la pierna de Hofmeester con la punta de los dedos.

      Él se paralizó.

      Mientras sostenía un trozo de pan seco, lanzó una mirada a los pies descalzos y las piernas desnudas de su esposa. Los dedos que rozaban su pantalón. Entonces se metió el trozo de pan seco en la boca y empezó a masticar.

      —¿No me dices nada después de todos estos años?

      —¿Decirte qué?

      —Algo agradable. ¿Te gusta volver a verme?

      —¿Te refieres a algo agradable sobre tus pies?

      El pan estaba muy seco, pero no le apetecía levantarse para tostarlo.

      —Ya sabes lo importantes que son algunas cosas para mí. Después de todo este tiempo, podrías decir algo amable. No eres de piedra.

      Movió varias veces los dedos de los pies y Hofmeester volvió a echarles un vistazo.

      Amabilidad, eso era lo que se esperaba de ti cuando tu esposa llamaba a tu puerta después de tres años.

      —Tus pies no han cambiado —dijo él.

      —¿Eso es todo?

      —Creo que sí.

      —Mis pies son una joya, Jörgen. Muchos los han mirado. Me lo han dicho a menudo.

      Entonces volvió a poner las piernas debajo de la mesa.

      Hofmeester miraba fijamente las flores. Era un ramo caro. Quizá de treinta euros. ¿Quién se lo habría regalado a Tirza? Ella no había mencionado ningún nombre. Casi nunca le decía los nombres de los chicos. En la mesa hablaban de cosas cotidianas. De las noticias, de la comida, del tiempo, de sus amigas, de las pruebas de aptitud, y alguna que otra vez salía el tema de su viaje por el mundo. Aunque evitaban las conversaciones sobre política y sobre África no estaban de acuerdo.

      —Me parece que... —empezó a decir Hofmeester.

      Como no sabía qué le parecía, hizo una pausa y en aquel instante oyó que Tirza bajaba por la escalera y decidió que ya no era necesario acabar la frase. Decidió que, si era necesario decir algo cordial, cosa que, por cierto, se podía discutir, le tocaba a Tirza decirlo.

      —¡Qué asco, menudo pestazo hace aquí! —exclamó Tirza.

      Llevaba una blusa blanca, se había cambiado de ropa. Normalmente no se cambiaba nunca de ropa para la cena.