Tirza. Arnon Grunberg. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Arnon Grunberg
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786079321970
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con el paso del tiempo tuvo que admitir que sus suposiciones eran incorrectas, pues ella no volvió. Ni siquiera se tomó la molestia de ponerse en contacto con él o de volver por el resto de sus cosas. Se había ido y no regresaría. Él aprendió a vivir con el silencio que ella había dejado, tal como antes había vivido con su presencia.

      Al principio, su esposa tenía contacto esporádico con su primogénita, Ibi. Se reunían en la ciudad, en un bar donde se encontraban las personas que no querían ser vistas. Pero más tarde, ni siquiera eso. Hofmeester no se enteraba de gran cosa sobre esos encuentros y tampoco interrogaba al respecto a Ibi, que en realidad se llamaba Isabelle, pero a la que, desde su nacimiento, todos llamaban Ibi. No, lo que Ibi hablaba con su madre era secreto.

      Tirza no quería tener nada que ver con su madre, y desde su partida, la esposa no había intercambiado una sola palabra con él, el padre de sus hijas. Ni siquiera por carta o por correo electrónico. Hofmeester sabía que estaba viva, que después de la casa flotante se había ido al extranjero, pero poco más. En el extranjero se iniciaba el agujero negro. Y él lo lamentaba.

      A medida que se prolongaba el silencio, más lo lamentaba él. Descubrió que el tiempo no cura las heridas, sino que las abre, provoca intoxicaciones e inflamaciones. Tal vez la muerte pusiera fin a todo el dolor, pero el tiempo no.

      Por supuesto, Hofmeester podría haberla llamado o podría haberle enviado una postal, pero no hizo ninguna de las dos cosas. Tenía su orgullo, esperó en silencio a que ella se diera cuenta de su error. Un amor de juventud en una casa flotante, eso tenía que ser por fuerza un error. No podía ser de otro modo. De hecho, la propia casa flotante era una equivocación. Él siguió viviendo tranquilamente, a la espera de que su esposa recapacitara.

      Al principio, él continuó viviendo con sus dos hijas. Pero después de medio año, la mayor hizo lo que había visto hacer a su madre y se fue de casa.

      En los primeros meses, cuando sonaba el timbre por la noche, él se sorprendía pensando: es ella, mi esposa ha vuelto. Pero paulatinamente, la espera se convirtió en un ritual, una costumbre sin contenido, y junto con la espera desapareció la esperanza. La madre de sus hijas se había marchado. Era un hecho y los hechos se llaman así porque suelen ser inmutables.

      Pero ahora ella estaba allí, en todo su esplendor, con o sin hecho. En el vestíbulo. Con la misma maleta con la que se fue. Una maleta roja con ruedas. Se había ido sin aspavientos, su marcha no se había convertido en un drama, su marcha no.

      Ver a su esposa le afectó más de lo que habría podido sospechar cuando dejó la cazuela sobre la encimera de la cocina. ¿Por qué? Se preguntó Hofmeester. ¿Por qué esta noche? ¿Qué había pasado? No comprendía esta visita, y él era un hombre al que le gustaba comprender las cosas. Detestaba lo irracional, al igual que otras alimañas.

      Aquello no saciaba en absoluto su necesidad de consideraciones racionales que conducían a comportamientos sensatos. Le asaltaron pensamientos indeseados. Tenía que reconocer que ya se había puesto nervioso cuando su hija pronunció la palabra que había dejado de existir en ese hogar. Mamá.

      Lo que Dios era para los ateos, lo era mamá para la familia Hofmeester. Nadie hablaba de la madre que se había largado. Nadie pronunciaba la infame palabra. Nadie decía: «Cuando mamá aún vivía con nosotros...» Ni siquiera en las reuniones de padres, a las que él asistía con fanatismo, se hacía ya referencia a la mujer que era la madre de sus hijas. Lo aceptaban como un padre soltero, hasta el punto de que su entorno fingía que Hofmeester no había sido otra cosa desde su nacimiento. Que desde niño estaba destinado a ser eso. Diseñado a convertirse en padre soltero. Y, todo hay que decirlo: él había crecido en su papel.

      No había mamá. De ese modo la palabra dejaba de tener legitimidad. Ahora, él era padre y madre en uno. El único y por ello también el auténtico, el que quedaba, y con el que todo sería mejor.

      Cuando se encontró frente a ella, Jörgen Hofmeester se dio cuenta de que estaba excitado. No solo en el sentido sexual de la palabra, sino también excitado como se está antes de un examen, aunque se sepa que se ha estudiado bien. Muchas cosas podían salir mal. Eso le contaba la adrenalina, eso le susurraba la concentración con la que él la observaba: muchas cosas pueden salir mal.

      La observó, primero su cara y luego su maleta. Por un instante sintió la tentación —en su caso incomprensible— de estrecharla en sus brazos y mantenerla así durante minutos enteros. Sin embargo, lo único que hizo fue apoyarse con la mano derecha a la pared, en una pose casi despreocupada. El paño de cocina le colgaba de la mano izquierda. Hofmeester era un hombre que se había pasado la vida buscando una actitud, y ahora que esa vida estaba casi acabada, todavía no la había encontrado. Un hombre sin actitud, aunque con un paño de cocina.

      Lo único que podía pensar era: siempre sucede cuando menos te lo esperas. Como si solo sucediera porque no te lo esperabas.

      ¿Cuánto tiempo no había deseado esto? Que ella llamara a su puerta. A lo largo de los años, ella se había ido otras veces, pero siempre había vuelto. Al cabo de unos días o de unas semanas, pues sus caprichos nunca duraban más de dos meses. Un buen día, regresaba a casa. Sin vergüenza, sin una palabra de arrepentimiento, altiva, un pelín agresiva, pero allí estaba frente a su puerta. La última vez no pasó eso, la última vez fue distinta a todas las anteriores. La última vez fue definitiva.

      Y ahora, ahora que él ya no lo esperaba, ahora que él ya no necesitaba esperar, porque las niñas eran lo suficientemente mayores como para arreglárselas sin ella, y él lo suficientemente viejo para poder pasar por un joven viudo, ella había llamado a su puerta como si fuera lo más normal del mundo. Y quizá lo era. Ella seguía siendo la madre de sus hijas. Había vivido años en esa casa, primero solo con él y después con él y las niñas. Tal vez solo quisiera controlar cómo estaban sus cacharros de cocina o tal vez solo venía para admirar el manzano de su marido que, de hecho, había crecido mucho.

      Hofmeester contempló a la mujer que en un momento dado afirmó que él le había arruinado la vida, no solo arruinado, sino arrebatado. Él no la dejaba vivir. Como un mago, había soplado tres veces y ya está: la vida de su mujer había desaparecido. Ella quería que se la devolviera. Por ello se había ido. Había salido de la casa, como los señores de la comisión de vivienda: con calma y sin rencores. Él le había preguntado:

      —¿Te pido un taxi?

      Pero ella le había contestado:

      —Iré en tranvía.

      Después, él cerró la puerta y fue a sentarse en el salón, con el diario de la tarde en el regazo.

      —Pensé venir a ver cómo te iba —le dijo ella mien­tras se apartaba algunos cabellos de la cara.

      Aunque todo en ella indicara lo contrario —sus movimientos, su presencia, su seguridad y su convencimiento de que era el momento perfecto para volver a comprobar cómo le iba a su familia, de que no podría haber elegido un mejor momento, mientras esbozaba una débil sonrisa, con las gafas subidas a la cabeza—, él detectó en su voz que también ella estaba nerviosa. Tan nerviosa como él. Quizá había pasado tres veces delante de la casa antes de decidirse a llamar. Seguramente hacía semanas que había vuelto a Ámsterdam y lo había espiado mientras iba al trabajo, cuando cargaba con las compras y de noche, mientras acompañaba a Tirza hasta la bicicleta, cuando ella salía de casa para visitar a su novio. Y seguro que su esposa lo había visto quedarse allí de pie mirando cómo Tirza se iba en bicicleta y permanecer allí después mirando la calle y el parque.

      Un hombre delante de su casa. Eso era él en esas noches. No, un hombre entrado en años delante de su casa. Frente al espejo del cuarto de baño se familiarizó con la sensación de mirar algo que había acabado. Y era un alivio. Lo que lo consolaba de su existencia era lo que quedaba a sus espaldas. Si buscaba lo suficiente, seguro que volvería a encontrar su vida en su pasado.

      Su esposa también debería saber eso. Debería saberlo todo, opinaba Hofmeester. Y por ello le asombró aún más que esa noche ella hiciera lo que debería haber hecho antes o dejado para siempre: llamar a la puerta, presentarse en su casa con