Tirza. Arnon Grunberg. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Arnon Grunberg
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786079321970
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barrio de categoría. Eso era esencial para Hofmeester. Las ambiciones tenían que desembocar en algún lugar, ¿no? Casi siempre era una dirección. Siempre que mencionaba su calle sentía cierta vehemencia. Como si su identidad, todo lo que era y lo que representaba, se sintetizara en una calle, un número y un código postal. Lo que revelaba quién era él y lo que quería ser —más que el propio apellido Hofmeester, más aún que su profesión o el título de licenciado que a veces anteponía a su nombre sin faltar a la verdad— era su código postal.

      Ahora comprende que ya no necesita vivir en un barrio de categoría. Esa idea se le presenta como una liberación mientras cubre el arroz con un trozo de atún.

      Le dijeron que era demasiado viejo para despedirlo. Y si eres demasiado viejo para que te despidan, también lo eres para vivir en un barrio de categoría. Eso deja de tener importancia cuando el asilo está a apenas diez años vista. Conoce a gente de su edad que ya sufre demencia. Aunque hay que decir que era gente que había bebido mucho.

      Tiene que irse de esta casa, de este barrio, de esta ciudad, es lo único que puede pensar mientras busca el contenido de la palabra «solución». Hay personas que se despiertan por la mañana pensando: tiene que haber una solución para todo esto, así no puede seguir. Hofmeester es una de ellas.

      Las niñas se han ido o se están yendo de casa, su trabajo ha quedado reducido a un pasatiempo vacío que ya nada tiene que ver con la productividad, solo con esperar. Podría irse al este. En otro tiempo, cuando estudiaba alemán y emitía opiniones sobre poetas expresionistas como si los hubiera conocido personalmente, tenía previsto irse a vivir a Berlín y escribir el gran libro sobre la poesía expresionista. Podría hacerlo ahora. Nunca es demasiado tarde para escribir un libro así. Podría pasarse sin su código postal, sin la impresión que causa su dirección en algunas personas ni la sugerencia de que vivir allí significa haber tenido éxito. El olor del éxito. Ahora que su hija menor se marcha a África, él tiene que desprenderse de su código postal. Ya no hace falta que asista a las reuniones de padres, ni que estreche la mano de ningún profesor. ¿A quién tiene que seguir impresionando?

      Ha de admitir que lo único que le ata a este lugar son el sentimiento y el miedo al cambio. Dado que ha llegado a un punto de su vida en que necesita, sobre todo, dinero en efectivo y una vía de escape, una salida, Hofmeester decide olvidarse del sentimiento y del miedo.

      Corta el atún con fanatismo. Así lo hace el maestro de sushi, chac, chac, chac. El pescado debe acoger al cuchillo como un amigo. Se mete un trocito de atún en la boca. Las gambas esperan su arroz en un cuenco.

      Esta mañana, Hofmeester ha ido en automóvil a Diemen para hacer la compra en el mayorista. El atún crudo en la boca le resulta agradable. Fresco. Es esencial en la preparación del sashimi.

      Su esposa entra en la cocina; lleva bata y chanclas. Le pregunta:

      —¿Ha llamado Ibi?

      Hofmeester todavía no se ha acostumbrado a la presencia de su mujer. Ella se marchó de casa hace tres años. Hace ya más de tres años. El curso «Cómo hacer sushi y sashimi en casa» no había servido de nada.

      Pero en contra de todas las expectativas, regresó. De eso hace seis días. Sería en torno a las siete de la tarde.

      Hofmeester estaba en la cocina. Pasaba mucho tiempo allí desde que su esposa lo había dejado, aunque en realidad también antes. Los fogones eran su verdadero lugar de trabajo. Su esposa nunca sintió la necesidad de dedicarse a la cocina. Sus talentos iban más allá de la lasaña, eran más urgentes que la educación. Algo en su vida había pesado siempre más que alimentar a su familia.

      Seis días antes sonó el timbre y Hofmeester gritó:

      —Tirza, ¿abres?

      —Papá, estoy hablando por teléfono —le contestó ella.

      Tirza habla mucho por teléfono. Es normal, le han dicho otros padres. Hablar por teléfono puede convertirse en un pasatiempo. Él apenas habla por teléfono. Cuando suena el teléfono, es para Tirza. Y entonces él dice, como un empleado modélico y un padre excelente:

      —Puedes llamarla a su móvil. Este es el número.

      Aquella noche, Hofmeester estaba preparando una cazuela de pescado al horno. Había sacado la receta de un libro de cocina. A partir del día en que su esposa lo abandonó, Hofmeester fue acumulando una impresionante colección de libros de cocina. La improvisación no le parecía un signo de creatividad, sino de pura pereza. Para él, la receta era sagrada. Una cucharita de café es una cucharita de café. Ahora tenía que quedarse en la cocina. El horno se había precalentado lo suficiente. Acababa de meter la fuente dentro.

      —Tirza, ve a abrir —gritó una vez más—. Yo no puedo. Debe de ser el vecino. Dile que pasaré por su casa más tarde. ¡Abre ya, Tirza!

      El vecino es un joven no tan joven, pero que oficialmente está soltero y que ocupa el piso superior de la casa que Hofmeester adquirió tan ventajosamente a finales de la década de los setenta. El joven, que estudia para notario, se queja con regularidad de todo tipo de cosas, casi siempre de las mismas: los malos olores en el cuarto de baño. Al menos una vez por semana, llama a la puerta para quejarse y lamentarse.

      Hofmeester le promete una y otra vez que lo arreglará, pese a que dos fontaneros de confianza le han explicado que poco puede hacerse al respecto, salvo que renueve todas las tuberías, algo que le costaría una fortuna. Y él no tiene una fortuna, y si la tuviera, no se le pasaría por la cabeza gastársela en tuberías nuevas.

      Aparte de todo lo demás, Hofmeester también es casero.

      Oyó que Tirza maldecía, la oyó dirigirse a la puerta de la calle. Después se hizo un silencio y él se concentró en su cazuela de pescado al horno convencido de que el inquilino estaba en la puerta dando consejos no solicitados y profiriendo amenazas apenas encubiertas.

      Que si la protección de los inquilinos, que si abogados de renombre, que si comisiones de vivienda. ¿Con qué no lo habrán amenazado aún? En su vida de casero, Hofmeester ha visto de todo, pero nunca han conseguido hacerle morder el polvo. Hofmeester el depredador ha contraatacado a las autoridades, a los inquilinos, y a la ley, cuya única finalidad se diría es acabar con él. Hofmeester el depredador es duro de pelar.

      Un minuto más tarde, seguro que no fue más, Tirza entró en la cocina. Le pareció que su hija estaba pálida y desconcertada. Aunque seguramente, eso se le había ocurrido más tarde y ella siempre tenía ese aspecto. El desconcierto había aparecido en su cara sin que él se percatara de ello, y nunca se volvió a ir.

      —Es mamá —dijo.

      Intuitivamente, él sacó la cazuela del horno y apagó el gas. Se la quedó mirando. Bacalao con patatas. Un plato sencillo, pero delicioso. Sabía que aquello duraría mucho. Aquello no era un mal olor en el cuarto de baño del inquilino. Por una vez, aquello no eran las alcantarillas, sino la madre de sus hijas.

      Aunque las esposas no pagaran alquiler, se quejaban igual que el inquilino, con quien el casero estaba, por definición, en pie de guerra. Lo que tienen en común las esposas con los inquilinos es la queja, el reproche. La amenaza. El incordio. Y detrás de todo eso se esconde, como una enfermedad, la dependencia.

      Él se había sacado de encima a comisiones de vivienda, inspectores y abogados, y los había mandado a paseo, pero la mujer que se escondía detrás de la olvidada palabra «mamá», la madre de sus hijas, nunca había dejado que alguien la mandara a volar. Era más peligrosa que la comisión de la vivienda, más lista que el inspector de salubridad.

      Hofmeester se dirigió a la puerta sin soltar el paño con el que había sacado la cazuela del horno. Le sorprendió que ella hubiese venido precisamente esa noche. A la hora de la cena.

      Durante los primeros meses tras su desaparición, en realidad durante todo el primer año, él contaba casi cada día con la posibilidad de que regresara. A veces, llamaba desde el trabajo a casa para ver si ella descolgaba el teléfono. A fin de cuentas, ella seguía teniendo las llaves y él no había cambiado las