Tirza. Arnon Grunberg. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Arnon Grunberg
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786079321970
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le pellizcó el brazo con suavidad, casi con ternura y preguntó:

      —¿Lo hueles ahora? ¿El olor? ¿Lo hueles? ¿Está ahí otra vez?

      Él negó con la cabeza, confuso e irritado. Se sentía acosado por su presencia, por sus preguntas, por su proximidad. Unas horas antes había empezado a preparar la cazuela de pescado, en realidad era feliz, pero sin ser consciente de ello. La felicidad es algo de lo que uno se da cuenta solo después: Vaya, entonces era feliz, ojalá me hubiese fijado mejor.

      —Estoy resfriado —dijo él—, además acabas de cepillarte los dientes. Huelo mi propio dentífrico. Tampoco es agradable.

      —Venga —dijo ella—. Huele bien.

      Acercó la boca a su nariz. Sopló. Él notó el calor de su aliento en la cara. Ella volvió a soplar. Ahora estaba muy cerca. Él podría haberlo visto todo. Pero ya no miraba.

      Hofmeester la agarró del cuello con la mano izquierda y apretó. Ella volvió a soplar una vez más. Él le apretó el cuello con la cara apartada. Hizo fuerza.

      —Sigue así —le susurró ella—, sigue así. ¿Tengo que llamar otra vez a la policía? ¿Como en los viejos tiempos, Jörgen? ¿Tengo que llamarlos otra vez?

      Entonces, él la apartó de sí. Ella fue a dar contra la pared junto a la bañera. Pero no necesitó mucho tiempo para reponerse. Apartó la cortina de la ducha y escupió varias veces en la bañera.

      —Ahora lo sé —dijo Hofmeester lentamente mientras abría y cerraba la mano con la que le había apretado el cuello. Como si estuviera en la consulta del fisioterapeuta e hiciera los ejercicios que este le había recomendado.

      —¿Qué es lo que sabes ahora?

      —Ahora sé por qué has venido. Porque no podías soportarlo. No podías soportar que yo fuera feliz. Te resultaba insoportable que hubiera construido una vida con Tirza. Que me las arreglara sin ti. La felicidad siempre te ha parecido insoportable. Si no tienes motivo para llorar y quejarte, tienes la sensación de que no vives. Si no puedes ocultar tu rostro detrás de un velo de lágrimas, crees que te has perdido lo mejor de la existencia. Sin tragedia, para ti la vida no es nada. Nada. Una...

      —¿A esto lo llamas vida?

      Lo señaló a él. Señaló la lavadora y el toallero.

      Él no le respondió. Abrió el botiquín y buscó la crema para las picaduras de mosquito. Tenía que quedarles algo del verano anterior. Había sido un verano con muchos mosquitos. También Tirza sufrió molestias. Él le compró un mosquitero, pero los mosquitos lo atravesaban milagrosamente.

      No encontró nada. Yodo, tiritas, aspirina. Nada de crema para las picaduras de mosquito. Desesperado, se clavó la uña del pulgar en el bulto.

      —Jörgen —dijo la esposa.

      —Sí —dijo él con la uña aún clavada en la picadura de mosquito.

      —¿Por quién te sientes atraído? No por mí. Ya lo sé. Lo sé desde hace mucho. Me alegro de que por fin me lo hayas dicho claramente. Es mejor decirlo todo. Es mejor sincerarse. Pero siento curiosidad por saber quién te gusta. Tiene que haber alguien por quien te sientas atraído. Me pregunto si quizá sean los hombres. Nunca he querido preguntártelo, porque tenía miedo de que la pregunta te pareciera demasiado ofensiva, que entonces ya no quedara nada de ti, nada en absoluto, aún menos que ahora. Temía que te sintieras desenmascarado, indefenso, que te derrumbaras, que te desmoronaras. Pero ahora que somos amigos, amigos y nada más, tal vez buenos amigos, pensé que podría preguntártelo, ¿deseas a los hombres? ¿A muchachos? ¿A chicos jóvenes? ¿Rubios, enfundados en pantalones vaqueros ceñidos? ¿O te gustan más los orientales?

      Volvió a acercársele. Él no se movió. Solo se pasaba la mano izquierda maquinalmente sobre la picadura de mosquito. Clavar la uña en la picadura no había servido de gran cosa. Como mucho había disminuido un poco la intensidad de la picazón.

      Ella se detuvo a dos pasos de él.

      —¿Es por eso que eres feliz ahora? —le preguntó—. ¿Porque por fin puedes ser quien eres? Sin estorbos. Siempre en secreto, claro está, faltaría más, pero sin estorbos. ¿Vienen por la noche, cuando Tirza duerme o los fines de semana, cuando se aloja en casa de una amiga? ¿Vienen solos o varios a la vez? ¿Vestidos de cuero? ¿Con bigote? ¿Y el cabello peinado hacia atrás, todavía brillante del gel?

      Por un instante, él detectó en su rostro la misma emoción que había visto unas cinco horas antes, cuando estaba en el vestíbulo con su maleta de ruedas. Era una emoción que no conocía en ella. Entre toda la arrogancia, entre su impenetrable sarcasmo aparecía de vez en cuando algo en su rostro que le recordaba mucho a la desesperación. Una mirada, un tic nervioso con la boca. La manera en que miraba a través de él. El tono de su voz. La desesperación era algo nuevo y hacía que de repente se volviera frágil. Y, de rebote, él también. Él se rompía con ella.

      —Vete —le dijo—. Estás loca.

      —¿Loca? No es la primera vez que me lo dices. ¿Loca? ¿Porque lo sé? ¿Porque ya no participo en tu estúpido juego? Me he callado todos estos años para que te sintieras mejor, para que pudieras creer en tu propio engaño y pensaras que todo el mundo, incluida yo, también creía en él. Estaba loca porque te dejé tranquilo con tu autoengaño, porque nunca te dije: «Jörgen, es mejor para todos que lo admitas, admítelo ya, ya no vivimos en el siglo XIX. Hay cosas peores». ¿Pero ahora que te pregunto amablemente lo que te gusta, resulta que estoy loca, ahora que te pregunto, por curiosidad, por pura curiosidad, por amistad, quién te atrae, resulta que de pronto pierdo la razón?

      —Estas loca —repitió él—. Aún más loca que antes. ¿Qué necesidad hay de decirlo todo, por qué no puedes dejar las cosas en paz, por qué no respetas el silencio? ¿Por qué te resulta tan amenazador, tan insoportable el silencio?

      Ella se sacó el vestido por encima de la cabeza y lo tiró al suelo como quien se desviste con prisas. No con la urgencia del deseo, sino con el apresuramiento de la costumbre. Las prisas del sueño. A dormir ya. Rápido. Como se hace cuando no se ha pegado ojo durante toda una noche en un avión que además tenía retraso. No llevaba puesto el sujetador. Él apartó la mirada.

      —Jörgen —dijo ella en voz baja—, ¿es esto de lo que tienes miedo? ¿Es esto lo que te repele de mí? ¿El que sea una mujer? ¿Es ese el hedor al que te referías? ¿El hedor de la mujer? Que puedes oler a metros de distancia, puesto que cuanto más miedo tienes de algo, mejor lo hueles, esa es la ley del reino animal, ¿no? ¿Es esto lo que te repugna? Dilo sinceramente, quiero saberlo. No me dolerá. La verdad no puede dolerme. Lo que me resulta doloroso es el silencio. Las mentiras. El secretismo.

      —Vete —le dijo él con la cabeza gacha—. Por favor, vete. Vete a un hotel. Esta misma noche. Te daré dinero.

      —¿Para qué?

      —Para el hotel.

      Ella se levantó ligeramente los pechos. Tenía un bronceado uniforme, seguro que no podía evitar seguir haciendo toples.

      —¿Los ves —preguntó—, te atreves a mirar? Estos son los pechos de los que han mamado tus hijas. ¿Los ves? No cuelgan ni están estriados como los de otras mujeres. Nada es tan funesto para la piel como contraerse y dilatarse, contraerse y dilatarse, pero mis pechos no se han contraído. Están como estaban. ¿Los has mirado bien alguna vez? ¿Los has echado de menos? O la sensación de asco que te provocaban. Eso también se puede echar de menos, ¿no? Pero gracias a Dios hay algo todavía más grande que el asco, ¿verdad?, tu deseo de respetar los convencionalismos.

      Él ignoró sus pechos. La miraba a los ojos y cuando ya no pudo más, miró a través de ella.

      —Lo lamento —dijo por fin. Porque no sabía qué más decir. Porque ella estaba delante de él, tangible y a la vez irreal, pero sobre todo desnuda.

      Una esposa desnuda. Entrada en años.

      Él se llevó la mano a la cabeza, se tocó el pelo,