Tirza. Arnon Grunberg. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Arnon Grunberg
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786079321970
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haber sido qué?

      —El hombre que deseabas.

      —No, no lo eras.

      Se soltó los pechos.

      —Pero yo tampoco lo era —dijo ella después de unos segundos—. Yo tampoco era la persona que tú deseabas.

      —No —dijo él y volvió a sentir la herida en el labio—. Tal vez sea una manera de verlo. Si es preciso. Así estamos en paz.

      Tenía la sensación de que sangraba.

      —En paz, sí. Esa también es una manera de verlo. En paz. Y sin embargo ha habido tipos buenos en mi vida. No te sientas culpable, no te sientas mal.

      Lo dijo en tono soñador y a la vez práctico. Ya que estaba aquí, enumeraba los hechos. Le presentaba el balance de su vida.

      —¿Tipos buenos?

      —Tipos buenos. Alguno con rastas.

      —¿Es así como los llamas? ¿Es así como se llaman ahora?

      La expresión «tipos buenos» le parecía más algo para sus hijas. Y si hubiese podido reír, se habría reído a carcajadas. Durante un buen rato y golpeándose el muslo. Madre e hija en busca de tipos buenos.

      —El hombre que deseo es un tipo bueno, sí. Mis amigas me decían: «No es un tipo que esté bueno, pero cuidará bien de tus hijos». Decían: «Es lento, pero te cocinará y te hará la compra, no lo olvides». Mis amigas me decían: «Es viejo, pero cuando muera tendrás toda una vida por delante». Mírame y dime: ¿qué tengo delante de mí? Hace unos días fui a ver a un adivina. «Este año van a cambiar muchas cosas. Todo será diferente —me dijo—. Espera y verás que todo va a cambiar». Mírame, Jörgen. ¿Qué va a cambiar?

      Él se frotó el pelo que había perdido su color original. Ahora era blanco. Por primera vez sintió algo de compasión por ella, era la primera vez en años que no era la mujer que los había abandonado a él y a sus hijas para buscar la felicidad viciosa en una casa flotante.

      —Has tenido dos hijas conmigo —le dijo.

      —Sí, ¿y? ¿Tiene que ser eso mi consuelo y mi salvación? ¿Qué es una mujer sin hijos? Una puta. Menos que eso. Una puta puede tener hijos. Y ya lo he dicho: pensé que me irías muy bien para tener hijos. No podía encontrar a nadie mejor, Jörgen. Al menos, nadie que quisiera. Pero las niñas no me han salvado. El desesperado deseo en los ojos de un hombre me ha conmovido más que la mirada suplicante de mis hijas. Otras madres creen que es amor, pero es hambre, Jörgen, simplemente hambre. Y esos berridos, a veces durante noches enteras, sí, a veces tú te ponías tapones, y más tarde los berridos ya ni te molestaban, te gustaban, te daban algo que hacer, pero para mí la vida era algo más que escuchar los berridos de mis sedientas hijas.

      Él se esforzaba por no verla. Volvió a frotarse la cabeza. Si el color lo envejecía, siempre podía teñirse el pelo. Pensó que el pelo blanco tenía su aquel. Tenía algo de distinguido, le parecía que iba con él. Creía que irradiaba autoridad gracias al color de su cabello. Pero tal vez se equivocara.

      —No sé qué quieres de mí —dijo en voz baja—. No lo sé y tampoco me importa, pero no soy gay. Ni nunca lo he sido.

      Entonces se acordó de que había soñado sobre eso, que lo había vivido todo en un sueño, que había estado con ella en el cuarto de baño y que ella estaba desnuda. Estaba a menudo desnuda. En verano ella había organizado fiestas para las niñas en las que se presentaba con un desnudo parcial o a veces total, hasta que otros padres se quejaron de su comportamiento y Hofmeester tuvo que prometer que llamaría al orden a su esposa y se aseguraría de que en los días tropicales no se pasearía desnuda entre los niños cuando estos jugaran a indios debajo de su manzano. Tampoco semidesnuda, había añadido él, pues conocía a su esposa. Pero en el sueño en el que había vivido este momento, la conversación había sido distinta. No iba de gais.

      —Entonces, ¿qué eres?

      —¿Qué soy entonces?

      —Si no eres gay. ¿Qué eres entonces? ¿Qué demo­nios eres?

      —¿Es eso lo que quieres saber?

      —Sí. Quizá sí. Ahora que lo mencionas. Creo que podré aceptar lo que ha pasado, todo lo que ha pasado, si por fin sé lo que eres. ¿Quién eres, Jörgen. ¿Quién eres?

      Hofmeester tomó aliento, ya no tenía la mano en la coronilla. Vio que ella tenía un moretón en el muslo. Se había dado un golpe o lo había recibido.

      —No soy nadie —dijo él—. Tenía un gran ego, pero lo reduje a la mitad y tú hiciste picadillo con lo que quedaba. Soy el padre de Tirza y de Ibi. Sobre todo eso. Eso es lo que soy, sí eso y poco más, pero tampoco menos. El padre de Ibi y de Tirza. Soy padre.

      —Lo sé —dijo ella lentamente, como si le costara encontrar las palabras adecuadas, como si hablara un idioma extranjero—, pero me pregunto: ¿nunca has pensado: caramba, qué raro?

      —¿A qué te refieres? ¿Caramba? ¿Qué tendría que parecerme raro?

      —¿Que a qué me refiero? Venga ya, Jörgen, no te hagas el tonto.

      —No lo sé. No tengo ni idea de lo que estás hablando. Ya hace un rato que no tengo ni idea de lo que estás hablando.

      —¿Nunca has pensado: qué curioso que jamás le haya provocado un orgasmo a mi mujer? Qué curioso. Tal vez vaya siendo hora de que lo haga, o aprenda a hacerlo. Hay libros enteros sobre el tema, en casi cualquier tienda de productos naturales se pueden adquirir vídeos explicativos. Nunca te has dicho: tengo que hacer algo al respecto, aunque solo sea una vez. Nunca te has dicho: qué desagradable para ella. ¿Qué pensará de mí? Quizá deba ponerme a estudiar. Quizá deba practicar hasta conseguirlo.

      Él la miraba como quien mira a un ratón en una ratonera, después de haberse pasado veinte años intentando en vano atrapar ratones en la cocina. Y una mañana, de pronto, se encuentra a un ratón. Es increíble. Cree que es una alucinación. Un error.

      No, en el sueño todo era distinto. No es que fuera un sueño agradable, incluso era bastante desagradable, pero aquello era peor.

      —¿Acabamos ya con esta conversación? —propuso él—. Vístete. Vámonos a dormir. Ponte una pijama. O una camiseta. Y vayámonos a dormir. Como si no pasara nada. Aquí hay suficientes camisetas tuyas. También están tus pijamas. Todo sigue aquí. Todo te ha esperado.

      Volvió a deslizar la mirada hacia el moretón en el muslo de ella. Era temeraria y torpe. Se golpeaba a menudo. Llevaba bragas de color rosa, un rosa agradable, rosa salmón. No era demasiado intenso, no un rosa chillón que, a pesar de hacer daño a los ojos, tenía un algo. Algo excitante, precisamente porque hacía daño a los ojos.

      —Quiero saberlo —dijo ella—. Hay algunas cosas que quiero saber ya que estoy aquí. Y esa es una de ellas.

      Él asintió.

      —Quieres saberlo —dijo—. Tú quieres saberlo. Ahora, lo que recuerdo, pero tal vez me falle la memoria, tal vez empiece ya a tener demencia, pero lo que recuerdo es que te he provocado alguna vez un orgasmo, no periódicamente, pero sí de tarde en tarde. No todos los meses, no cada trimestre, sino de tanto en cuanto. Sea como fuere me parece ridículo hablar de esto, en este momento, me parece absurdo. No indecente.

      —Nunca —dijo ella—. Tú no, Jörgen. Otros sí. El hombre con las rastas casi cada día. Tú nunca. Jamás, ¿me oyes? Nunca.

      Él dio un paso en su dirección, por un momento sintió la tentación de agarrarla por el cuello, empezó a subir el brazo, pero se controló.

      —Te he dado dos hijas —gritó—. ¿No es mejor que un orgasmo, acaso no es mil veces mejor? ¿Por qué te alteras tanto? Dos hijas, dos hijas sanas, ¿acaso eso no pesa más que todos los orgasmos del mundo?

      Hofmeester retrocedió un paso.

      —Así