En diciembre del 369 o en enero del 370, Víctor y Ariteo rindieron sus informes a Valente y se acordó que Atanarico no acudiría a suplicar la paz a Marcianópolis, lo que hubiera evidenciado su derrota y humillación de una forma contundente, sino que negociaría la paz en mitad del río, en la frontera entre ambos estados. Era una buena salida para Atanarico y que Valente aceptara muestra que había llegado a la conclusión de que no le convenía socavar en exceso el poder del juez tervingio.
Peter Heather ha concluido que la paz del 370 y el consiguiente nuevo foedus evidencian que los intentos de Temistio por mostrar que el triunfo romano había sido completo, no podían ocultar que Valente no había sido capaz de meter en cintura a los tervingios. No estoy del todo de acuerdo con Peter Heather. Creo que Valente se limitó a ser pragmático: había mostrado su poder a los tervingios y los había obligado a aceptar, una vez más, la incuestionable superioridad romana. Pero no eran los godos, sino Persia, la que lo inquietaba y ante esa desazón, por así decir, necesitaba tener las manos libres y eso se lo garantizaba mejor un Atanarico agradecido y lo bastante fuerte como para sujetar a sus bandas guerreras, que una confederación tervingia deshecha en la que el caos y la anarquía impidieran a un debilitado juez tervingio imponer a su díscolo pueblo los términos de un acuerdo de paz con los romanos. De ahí que consintiera en entrevistarse con Atanarico en mitad del Danubio. De ahí que le concediera términos que, aunque duros y empeorando los acordados antes por Aorico y Ariarico, los antecesores de Atanarico, todavía eran aceptables. Guy Halsall es de la misma opinión y señala con acierto que la entrevista en el río, una circunstancia muy señalada por Peter Heather, tampoco constituyó nada excepcional, pues casi a la par que Valente se entrevistaba en medio del Danubio con Atanarico, su imperial hermano, Valentiniano, hacía otro tanto en el Rin con un rey de la confederación alamana sin que ello desmereciera su victoria sobre dichos bárbaros.39
En una liburna magníficamente acondicionada, rodeado de su estado mayor, de su corte y de una delegación constantinopolitana en la que figuraba el filósofo, panegirista y político Temistio, y mostrándose con toda la pompa y dignidad del poder romano, Valente recibió a Atanarico y a sus reyes subordinados. Tras un artificial tira y afloja, se firmó el acuerdo en los términos que, semanas atrás, ya habían negociado los magistri Víctor y Ariteo con Atanarico y sus reyes menores. Mientras tanto, para darle un toque dramático a aquella cuidada representación, docenas de miles de godos, guerreros, campesinos, siervos, esclavos, mujeres y niños, llenaban las riberas norteñas del Danubio suplicando la paz y clamando por recibir alimentos, mientras que, en el lado romano del río, las tropas romanas formaban una disciplinada y rutilante línea de acero y cuero. Temistio lo describe así: «Se podría exclamar al contemplar en aquel momento las dos orillas del río, la una resplandeciente por los soldados que atendían en orden a los acontecimientos con calma y serenidad, la otra llena del confuso griterío de hombres que suplicaban postrados en tierra».40
En efecto, los godos suplicaban la paz. Tenían hambre y esa era la prueba de que, pese a que su juez había logrado no tener que ir a echarse a los pies del emperador, su derrota era inapelable.
Se ha querido ver en las excusas de Atanarico para no cruzar el río y firmar allí la paz, no sé qué limitaciones religiosas y políticas de los jueces tervingios. Lo único que se debe ver tras los pretextos de Atanarico, recogidos por Temistio y Amiano Marcelino, es su desesperada situación política.
Los términos de la paz, del nuevo foedus, no dejan lugar a dudas de que Atanarico estaba vencido: en primer lugar, los 10 000 guerreros que habían quedado cautivos de Valente tras la derrota de Procopio, no volvían con su juez, sino que serían alistados en el ejército romano. En segundo lugar, los tervingios se comprometían a no cruzar el Danubio bajo ningún pretexto y a cesar en sus incursiones de bandidaje lanzadas desde el delta del Danubio y aceptaban que los romanos levantaran allí una gran fortaleza en los pantanos para controlar cualquier posible correría goda al sur de la desembocadura del río. En tercer lugar, los godos renunciaban a los subsidios y «regalos» del Imperio. En cuarto lugar, limitaban su comercio con Roma, cuestión clave para ellos, a solo dos puntos, dos ciudades designadas para tal fin por el emperador y en donde los funcionarios imperiales velarían por el pago de los impuestos pertinentes.41
Amiano Marcelino, tan contemporáneo como Temistio, pero menos preocupado por lo conveniente, deja claro que la nueva relación de Atanarico con Valente lo convertía en un hombre del Imperio y, de hecho, como veremos, Atanarico terminaría sus días en Constantinopla en donde fue enterrado con todos los honores.42
Valente podía despreocuparse de su limes danubiano y centrarse en la frontera persa. Atanarico, por su parte y pese a sus esfuerzos por salvar su prestigio, vio seriamente comprometido su poder. Sin duda fue en ese momento, a partir del invierno de 370, cuando Alavivo y Fritigerno comenzaron a socavar el poder de Atanarico y de su clan real, los baltingos. Pues, aunque se había evitado la derrota completa, estaba claro que los sufrimientos que la guerra había impuesto a los tervingios no habían sido compensados y que el responsable de la hambruna y de la destrucción había sido Atanarico.
Así que fue con la división sembrada en su seno como los tervingios iban a afrontar la más terrible de las invasiones: la de los hunos. Pues ese mismo año del 370 un pueblo salvaje y todavía poco conocido por los godos, los hunos, surgía de Asia Central para atacar a los alanos y comenzar a inquietar a los godos greutungos del viejo rey Ermenrico.
LA TEMPESTAD HUNA Y EL DESASTRE DE ADRIANÓPOLIS (370-378)
Los siglos que se extienden entre el final de la Antigüedad y lo que podríamos llamar «Edad Media plena» están llenos de enrevesados debates historiográficos. Uno de esos debates eruditos de imposible solución es el referido al origen de los hunos. La controversia sobre la filiación étnica y lingüística de los hunos es un auténtico «campo de batalla historiográfico» desde el siglo XVIII. A los hunos se les han buscado orígenes turcos, mongoles, tibetanos, ugrofineses y hasta indoeuropeos al vincularlos con pueblos tocarianos o iranios. Esto último es poco probable y hoy, a tenor de las pruebas e indicios literarios, antropológicos, filológicos y arqueológicos, todo parece apuntar a una procedencia prototurca. En esta línea, la vinculación de los Hsiung-Nu o Xiung-Nu de las fuentes chinas con los hunos, sigue siendo la más fuerte y lógica de las posturas.43
La primera mención de los hunos en las fuentes grecorromanas podría ser la recogida por Ptolomeo hacia el año 160, quien menciona un pueblo de nombre khounoi, un vocablo griego del que en apariencia derivaría la forma latina del gentilicio «hunos». Ptolomeo colocaba a estos khounoi entre los pueblos de la Sarmatia oriental, es decir, entre los nómadas que habitaban al este del río Volga y hasta las fronteras del «país de los seres» que grosso modo parece corresponderse con las actuales regiones chinas de Asia Central.
No obstante, la primera noticia cierta que tenemos sobre los hunos nos la proporciona Amiano Marcelino, quien escribió su obra hacia 395 y que fue bien y directamente informado por un jefe tervingio, Munderico, el cual ocupó un alto puesto en el ejército romano y que en el 375-376 combatió a los hunos44 en los días en que estos últimos empujaron a greutungos y tervingios al sur de la frontera romana, a donde algunas bandas hunas los siguieron, participando junto a godos y alanos en los saqueos y devastaciones que siguieron a la gran batalla de Adrianópolis librada en agosto