Figura 17: Reconstrucción de un arco de tipo huno, conforme a los hallazgos del yacimiento de Viena-Simmering (Austria). Pertenece a la tipología de arco compuesto: asimétrico, con la pala superior mayor que la inferior, lo que facilita su empleo a lomos de un caballo, con doble curvatura y empleo de distintos materiales en su factura, a fin de conseguir la flexibilidad y fuerza necesarias. Se han documentado restos de arcos hunos que debieron alcanzar los 130 e incluso 160 cm, lo que les confería una gran potencia.
Figura 18: Lote de puntas de flecha de perfil trilobulado, es decir, con tres lóbulos o aletas, tal como se aprecia en la vista cenital. Fabricadas en hierro, proceden todas ellas del yacimiento de Novohryhorivka (Ucrania), de influencia cultural huna o alana.
Figura 19: Reconstrucción de la silla de montar distintiva de la estepa póntica, empleada tanto por hunos como por sármatas y alanos. Consiste en dos láminas de madera que se apoyan sobre los lomos del animal. Sobre estas se yerguen dos arzones, uno delantero y otro trasero, entre los que se encaja la cadera del jinete para minimizar el riesgo de caída.
En tan solo cinco años, 370-375, armados con tan demoledora y revolucionaria arma, los cur y shan yu hunos llevaron a sus bandas guerreras a una espiral salvaje de expediciones de saqueo y guerras anárquicas en las que, ora luchando entre sí, ora aliándose con los alanos, ora alistándose como mercenarios de grupos godos, fueron aterrorizando y empujando a docenas de miles de tervingios, greutungos, taifales y otros grupos hacia el limes romano, donde se iba a desencadenar una crisis de grandes proporciones.
Ambrosio de Milán, contemporáneo de estos hechos, los supo concretar a la perfección: «Los hunos se han lanzado sobre los alanos, los alanos sobre los godos y los godos sobre los taifales y los sármatas; los godos, expulsados de su tierra, se han lanzado sobre nuestra Iliria y todavía no se atisba el final».58
Algunos autores modernos sostienen que la aparición de los hunos no fue tan traumática ni tan decisiva como nos trasladan las fuentes de la época. Ponen el acento en que, al fin y al cabo, hunos y godos solo deseaban asentarse en tierras fértiles y prosperar en ellas. Es cierto, pero la historia no es el relato de nuestros deseos, sino de cómo se materializan y, en este caso, los hunos y los godos trataron de llevarlos a cabo desencadenando una oleada imparable de violencia que provocó una tremenda crisis y conmovió el orden romano que había imperado a ambos lados del limes desde los días de Constantino el Grande.59
Pero hablarle de crisis en el otoño del año 376 a Atanarico, el último juez de los godos tervingios, debía de ser como hablarle de lluvia a Noé. Con sus huestes guerreras derrotadas, dispersas o pasándose a otros jefes tervingios como Alavivo y Fritigerno, Atanarico debía de ser muy consciente de que su reino estaba deshecho. Pero ¿por qué no fue capaz de ponerse al frente del grueso de su pueblo para llevarlo al lado romano de la frontera y dejó que Alavivo y Fritigerno le robaran la autoridad? Esta pregunta, que me parece clave, o no se plantea, o se contesta sin reflexión. Se sugiere que Atanarico, atado por un supuesto juramento a su padre, se negaba tozudamente a entrar en territorio romano. Esta explicación es absurda si no se atiende al matiz introducido por Amiano Marcelino que muestra a Atanarico esperando cruzar el Danubio junto a sus fieles justo después de que Alavivo y Fritigerno lo hicieran con sus seguidores y a la par que lo intentaban los jefes greutungos Alateo, Viterico, Sáfrax y Famobio. Amiano aclara, además, que fue la negativa de las autoridades romanas a que grupos godos que no fueran los de Alavivo y Fritigerno cruzaran el limes lo que descorazonó a Atanarico, pues el juez de los tervingios consideró que sus antiguas disputas con Valente no lo dejaban en buen lugar para negociar con los romanos. Si algo demostró el juez de los tervingios antes y después de su derrota ante los hunos, fue que era un político pragmático y realista. Sabía que había fallado como federado del Imperio. Había sido incapaz de sujetar a sus gentes y de salvaguardar su lado de la frontera ante el empuje de los hunos y alanos, pero también había fracasado ante la avalancha de refugiados greutungos y de otras tribus que huían ante los invasores llegados del este. Y lo que es peor, con su política anticristiana propició una suerte de guerra civil dentro de su reino en la que las autoridades romanas tuvieron que intervenir realizando auténticas «operaciones de comandos» como la que llevó a un contingente de soldados romanos a cruzar el Danubio e internarse en territorio tervingio para apoderarse del cuerpo del martirizado san Sabas y con las que Valente jugó la antiquísima, útil, pero peligrosa carta del «divide y vencerás» que propició la consolidación de Fritigerno y Alavivo como adalides del partido godo procristiano frente al pagano Atanarico. Con estos fracasos y antecedentes en su haber, Atanarico juzgó que le convenía no pasar todavía al lado romano y que era mejor internarse en lo más fragoso de los bosques de las montañas, abrirse paso entre los sármatas y carpos y esperar allí a ver como se desarrollaban los acontecimientos.60 ¿Hubo, entonces, una guerra civil tervingia? ¿O fue una intervención romana? La respuesta a estas preguntas ha quedado reflejada en la Pasión de San Sabas el Godo y en un apunte, por lo general ignorado, de san Isidoro de Sevilla. Como ya señalamos más arriba, Atanarico salió debilitadísimo de la firma del foedus de enero del año 370. Su prestigio como jefe guerrero estaba seriamente dañado y las penalidades sufridas por su pueblo durante la guerra contra Roma y el consiguiente endurecimiento de las condiciones del tratado con el Imperio, socavaron aún más su prestigio y autoridad, lo que alentó a los nobles poderosos a tratar de usurparle el poder.
Atanarico trató de compensar su pérdida de prestigio y autoridad mediante dos iniciativas: mostrar que no era un mero títere de Roma y aplastar militarmente cualquier amago de resistencia a su autoridad, aunque eso llevara a la guerra civil. Primero trató de probar que su derrota ante Valente no lo había convertido en un mero y sumiso vasallo del Imperio, llevando a cabo una política agresiva contra los cristianos que habitaban en su territorio. Es en este contexto cuando el ya citado san Sabas el Godo fue martirizado y, en verdad, no fue el único. De hecho, esta faceta de Atanarico como perseguidor del cristianismo es la que más largamente se conservó y de ella se hace todavía poderoso eco hacia el 626 san Isidoro que condensa el reinado de Atanarico en dicha persecución para, a continuación, indicarnos que en el 376 los godos se hallaban divididos entre aquellos que aún seguían a Atanarico y los que se habían puesto bajo la autoridad de Fritigerno; añade, además, que ambas facciones combatían entre sí y que el emperador Valente intervenía en la contienda apoyando a uno de los partidos. Dejando de lado los errores de contexto y la inexactitud cronológica del relato de san Isidoro, que coloca en la década del 70 y bajo Valente la traducción al gótico de la Biblia efectuada por el obispo Ulfilas, lo cierto es que el historiador hispano guardaba el recuerdo de que la separación de los tervingios en facciones diversas fue violenta y que los godos que cruzaron el Bajo Danubio en el otoño del 376 no solo lo hacían como refugiados que huían de los ataques de hunos y alanos, sino también como exiliados de una guerra civil que habían perdido pese a contar con el apoyo romano. Esto último es muy importante, pues nos aclara la trayectoria y papeles desempeñados en los siguientes y cruciales años por Fritigerno y Atanarico y, asimismo, resalta el equívoco juego que Valente se traía con los tervingios y su erróneo cálculo, pues al debilitar y disgregar el poder tervingio, este facilitó el derrumbamiento del sistema