Los visigodos. Hijos de un dios furioso. José Soto Chica. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: José Soto Chica
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788412207996
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target="_blank" rel="nofollow" href="#ulink_7d8d81e6-f2d9-565a-955a-d97de7746fa4">48 Historia Augusta, El divino Claudio, 25.7.4-6.

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      De los tervingios a los visigodos (337-378)

      Como un rayo que se precipita entre las montañas.

      Amiano Marcelino, Historia, 31.12.17e

      LA REVOLUCIÓN DE «LOS NUEVOS GODOS»

      La cita con que se inicia el capítulo propone una imagen muy potente, con la que el historiador Amiano Marcelino, contemporáneo de los hechos, trata de hacernos entender el devastador efecto que causó el ataque de la caballería goda y alana sobre las legiones, cohortes, alae y vexillationes del emperador Valente durante la apocalíptica batalla de Adrianópolis, el 9 de agosto del año 378. Fue una gran victoria para los bárbaros y cambió para siempre las relaciones entre Roma y los godos.

      Roma, desde los días de César, había establecido siempre sus relaciones con los bárbaros sobre un principio de fuerte desigualdad. Es decir, no toleraba vecinos fuertes en sus fronteras y si algún pueblo bárbaro trataba de establecer una posición hegemónica sobre los demás, Roma no tardaba mucho en destruirlo. Tal ocurrió, por ejemplo, con los dacios que, demasiado poderosos y demasiado amenazantes, fueron derrotados y anexionados por Trajano. Esa idea romana de lo que debían de ser sus relaciones con los bárbaros casi se quiebra en el siglo III. Si los ataques sufridos por el Imperio en el reinado de Marco Aurelio habían sido formidables, los que soportó a partir del 251 fueron casi imparables y en esos ataques, ya lo hemos visto, los godos fueron un actor determinante. Y, sin embargo, pese a todo, el Imperio se alzó con la victoria. ¿Del todo? No, pues el esquema tradicional de relaciones entre bárbaros y romanos, la total e incuestionable superioridad romana, se hallaba en cuestión.

      En efecto, Roma había logrado rechazar a los godos y a los pueblos que con ellos participaron en las grandes invasiones del siglo III, pero, al firmar el foedus del 332 y al intervenir contra los godos no adscritos a la confederación tervingia, reconocía que esta última era no solo su aliada, sino también su único «interlocutor válido» entre los pueblos godos y, de facto, el poder hegemónico al norte del Danubio. ¿Qué había pasado? ¿Cómo era posible que las bandas y grupos godos que se abalanzaban de forma anárquica una y otra vez sobre territorio romano estuvieran ahora constituyendo una poderosa confederación justo en las fronteras del Imperio?

      Las invasiones del siglo III siempre han sido poco valoradas por los especialistas, que solo las abordan como una suerte de antecedente o «ensayo» de las del siglo V. De hecho, a estas últimas se las suele adjetivar como «grandes» como queriendo resaltar que lo vivido antes, en el siglo III, solo había sido un bárbaro «aperitivo». Pero cuando uno se detiene en las invasiones del siglo III, cuando se las pone sobre el mapa y evalúa los recursos que el Imperio movilizó para detenerlas y hacerlas retroceder, cuando se constatan las formidables fuerzas desencadenadas y los interminables años de guerras y luchas necesarios para frenarlas, uno comienza a sospechar que lo vivido por Roma en la segunda mitad del siglo III fue tan grande o incluso mayor que lo que tuvo que afrontar en el siglo V. ¿La diferencia? Del lado romano la inquebrantable voluntad de resistir, de sobreponerse y vencer y del lado bárbaro y muy en particular del de los godos, la capacidad para reinventarse y aprender.

      En efecto, el Imperio de la segunda mitad del siglo III, fragmentado y empobrecido, no era en modo alguno más rico o poderoso que el de finales del siglo IV, pero al contrario que este último encajó mejor la avalancha bárbara. Y es que hacia el año 265 el Imperio se hallaba en quiebra técnica, económica, política y militarmente hablando, pero tan solo una década después, hacia el 275, había frenado a bárbaros y persas, recompuesto su unidad política y fortaleza militar y se hallaba en el buen camino para restablecer su economía. Si comparamos la situación del año 265 con la de, por ejemplo, el 421, tendríamos que convenir que en ese último año el Imperio se hallaba en mejor situación que en 265 y, sin embargo, mientras que a partir del 265 el Imperio no hace sino avanzar, a partir del 421 no hizo sino retroceder.

      Los bárbaros de la segunda mitad del siglo III eran tan fieros y numerosos como los del V. La diferencia estaba en el grado de organización y, aunque resulte paradójico, de romanización: los del siglo V y, en especial, los godos, eran mucho más «romanos» que sus antepasados del siglo III y por eso mismo eran mucho más peligrosos, tanto que resultaron mortales para el occidente romano.

      Por su parte, los romanos del siglo III contaban con una fuerte voluntad de resistencia, recuérdese por ejemplo la capacidad combativa de los ciudadanos de Atenas que se organizaron en milicias para defenderse de los saqueadores hérulos y godos, o la habilidad del Senado romano para poner en pie un formidable ejército de voluntarios y reclutas a fin de ahuyentar a los merodeadores bárbaros. Pero, además de con esta capacidad combativa de sus ciudades y ciudadanos, el Imperio romano de la segunda mitad del siglo III contó con la brutal energía de emperadores soldado como Claudio II o Aureliano. En el siglo V, por el contrario, la resistencia ante el empuje bárbaro es menos firme y, sobre todo y si se me permite la expresión, menos popular. De hecho, podríamos concluir que, en lo militar, Roma