Jerónima. Ana María del Río. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ana María del Río
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789561234536
Скачать книгу
al living. Las visitas se sientan y se consultan con los ojos. Deben partir en un rato más.

      La tía Mercedes abre la tapa del piano.

      –Tóquenos algo, Gonzalito –dice–. Algo alegre. Para consolarnos de esto tan horrible que ha pasado allá afuera con esa gente.

      Esa gente. Allá afuera. Dios, pienso. No entenderán nunca nada.

      La Ita levanta las cejas.

      –Jerónima, anda a ordenar tu pieza –dice–. He entrado recién y está el cochambre. No es posible que dejes todo tirado como un nido de pájaros.

      Inicio la marcha hacia la puerta. Entonces, Gonzalo cierra la tapa del piano. Todos reclaman.

      –O toco con Jerónima dándome vuelta las páginas o nada –dice, firme.

      Las tías le hablan todas al mismo tiempo a la Ita.

      –Ya, ya, ya, que se quede por hoy –dice la Ita, finalmente–. Pero deberá hacerlo después. –Y me mira con los ojos fulminadores bajo sus cejas oscuras, típicas de los Alcalde.

      –Esta niñita es increíble. Ni siquiera ha tenido la regla y se las arregla para que siempre se esté hablando de ella –dice una tía cuando me adelanto hacia el piano.

      Pongo la partitura en el atril y me paro junto a Gonzalo.

      La regla. La Rosario Mairena, una de las hijas de la Isabel, me dijo que las mujeres sangraban cuando se daban un beso con un hombre. Es bien asqueroso. A mí no me va a pasar. No pienso besarme con nadie, nunca. No quiero la regla. Tienes que estar sentada, como empollando, durante días. No puedes galopar ni bañarte en el tranque. Horrible. Ojalá no me venga nunca, pienso.

      Los Gatos Plomos conversan como descosidos con los amigos de Gonzalo. Los tapan a preguntas sobre el norte. Han oído que allá se juega fuerte. ¿Dónde? ¿Cuánto es la postura máxima?

      Los liberales hablan del juego, dan detalles de las apuestas en las peleas de gallos. Y de las partidas interminables de póker, en casas particulares, en las que se juegan minas enteras en una sola noche. Hasta se cuenta la historia de un minero que desesperado por no tener ya más dinero, apostó a su mujer y la perdió. Las tías elevan los brazos al cielo.

      –No puede ser, eso es pecado –exclaman.

      –Será pecado, pero sucede –dice Benjamín–. La belleza de la historia comienza después. Cuando la noticia llega a oídos de la esposa, ella se pone de pie, hace su maleta y llega esa misma noche a la casa del ganador, un rico minero de la zona. Este, perturbado, le dice que deja nula la apuesta y le pide disculpas. La mujer del perdedor insiste: usted me ha ganado, usted debe tenerme. Resultado: el minero, un caballero, le asigna un ala completa de su suntuosa vivienda y ahí ella vivirá hasta su muerte, sin que el ganador haya insinuado jamás un solo acercamiento.

      Las tías suspiran extasiadas.

      –¡Ese es un verdadero caballero! –dicen.

      Las tías van al bargueño y sacan botellas y copas de coñac grandes, redondas. Los hombres las sostienen entre los dos dedos de una mano, acunándolas en la palma, mientras el licor se entibia.

      Gonzalo pone sus manos sobre el piano y comienza a tocar. Tiene unas manos grandes, sorpresivas para él, mucho más fuertes que su cuerpo, llenas de venas. Las notas de un estudio de Chopin llenan el salón. Es una polonesa. No sé cuál. Gonzalo la toca maravillosamente y sus manos galopan, una manada fina sobre el teclado. Lo miro. Tiene los ojos ausentes. Está a mil kilómetros de aquí.

      Después de la pieza, todos aplauden, las tías entusiasmadas comienzan a pedirle canciones. Gonzalo toca, distraído, sin partitura alguna, dejándose resbalar por las notas.

      Me acerco a Carabantes.

      –Siento lo del cerro –le digo–. No quería ser antipática, pero me puse nerviosa al verlos. Pensé que eran de aquí y que conocían la regla del paso por las salientes de la quebrada. Después me di cuenta de que eran nuevos. Y después me dio un poco de rabia que alguien me gritara que me devolviera.

      Carabantes me mira sonriendo. Mueve la cabeza asintiendo.

      –¿Siempre es así, usted?

      –¿Cómo así?

      –Así. Decidida. Con la mente clara. Y rabiosa.

      –No soy rabiosa –digo, picándome.

      Él me mira y se ríe. Tiene una risa contagiosa. Termino riéndome yo también.

      –Bueno, sí, parece –digo–. Soy decidida, con la mente clara... rabiosa.

      –No es mala combinación –dice él.

      28

      Después de esa noche, quedo como suspendida en el aire. El tiempo pasa denso, como una inyección de aceite. Los minutos se quedan pegados a las paredes, como caracoles de invierno, estáticos. Nada se mueve, excepto yo, que no puedo más de inquietud. Salgo al alba. Galopo locamente hasta la saliente de la quebrada y avanzo hasta la quebrada donde me encontré con ellos. Estoy ahí mucho rato. Luego vuelvo, también al galope. Camino rápido, ando atarantada, hago miles de cosas, me muevo para todas partes, ando corriendo por los pasillos. No sé qué me pasa. No logro dormir por las noches. Salgo a escondidas al bosque en la noche y me paseo por la oscuridad entre los árboles. Siento el vacío. El vacío de algo. De alguien.

      El Tata está de regreso. Llega serio, reconcentrado. Días difíciles en el Congreso. Hay muchas críticas contra Montt y su indiferencia hacia la cuestión social. Con la sequía, la cuestión social está que arde aquí en el campo. Odio que le digan “la cuestión social”. Los campesinos tienen nombre, tienen estómago, tienen hambre, tienen alma, tienen rabia, pienso. Gonzalo me dice que me calle estas opiniones, por lo menos que no las diga en el comedor.

      El Tata habla del nombramiento de Courcelle-Seneuil como el nuevo profesor de Economía Política y Asesor del Ministerio de Hacienda. Encuentra que Courcelle-Seneuil es un imbécil.

      –Lo único que le importa es que vengan capitales extranjeros y vamos endeudándonos. Le importa un huevo la pobreza, la sequía, y le llena de pájaros y de sueños de empréstitos de dólares la cabeza a Montt –dice.

      Hoy, después de almuerzo, el Tata ha mirado a Gonzalo con cara de piedra.

      –Gonzalo, tenemos que hablar –dice–. Venga a mi escritorio, por favor.

      Veo, con el rabillo del ojo, cómo Gonzalo palidece. Se endereza y camina detrás del Tata. Se ve muy pequeño al lado de él. Como un niño. Un niño asustado. Me hace una mueca al pasar junto a mí.

      Esto se ve serio, pienso. Le aprieto la mano al pasar.

      29

      Después de mucho rato, la puerta del escritorio se abre y sale Gonzalo. Su palidez extrema me asusta. Le endurece la cara y lo hace mayor. Tiene los labios, sin color alguno, secos como la piel de una fruta dejada al olvido. Se acerca sonámbulo al piano. Levanta la tapa y comienza a tocar sin mirar las teclas.

      La música invade el salón. Gonzalo toca. Es un mundo entrando dentro de otro. Los sonidos del piano martillean clavos invisibles que van entrando en él mismo y luego rebotan y salen afuera, convertidos en acordes, arpegios, que dilatan los oídos y estallan dentro de ellos, como floraciones súbitas, como sones de una batalla con un héroe que ha perdido. Es una polonesa de Chopin, creo. Tocada al extremo, dolorosamente. El viento se detiene. Solo queda la música vibrante, un caballo magnífico, parado en dos patas, galopando fuera de su piel.

      Las tías, las cuñadas, las parientes suspiran desmayadamente, tiradas en los sillones.

      –Es sublime como toca –dicen.

      Otras se hunden en sus bolsos, buscando algo que no se sabe qué es.

      Todos tienen tanto tiempo, pienso, mirándolos. ¿Por qué Gonzalo y yo parecemos ser los únicos a quienes el tiempo muerde los talones?

      Vicuña