Se hace un silencio helado. La Ita tose.
–Sí –dice–. Es lo que Jerónima mejor hace. Arrancarse a caballo.
–Es yegua –digo, mirando el suelo.
La Ita me lanza una mirada de piedras y fuego.
Pienso que ya lo paso mal, así es que qué diferencia hay.
La Gumercinda llega con las niñas de mano detrás, en procesión, trayendo las fuentes. Comienzan a servir. Por la izquierda, las cejas de la Ita llamean en advertencia.
Benjamín habla todo el tiempo. Cuenta la vida en Copiapó, en las minas, la pobreza, el abandono en que los tiene Santiago. Habla de la Hacienda Chamonate, de los Gallo. Habla de Candelaria Goyenechea. De los mineros, de las vetas, de los pirquineros, de los que han tenido suerte y de los que no.
Alvar Carabantes habla también, pero no mucho. Se ve distinto con la ropa escobillada. Es alto. Y sus ojos. Los inquietantes ojos oscuros, estirados en la cara. Parecen dos cuchillos que te dividen, lentamente, cuando te miran.
Habla del desierto.
–El desierto es el laberinto más complicado del mundo –dice–. No cuesta nada perderse. Si uno se pierde allí, no vuelve. Mi padre se fue un día a buscar una veta. Y no volvió más.
Se hace un silencio sobrecogedor. Una tía, nerviosa, le ofrece pan.
Luego Benjamín habla de la pobreza del norte, del abandono de Montt.
El Tata se aclara la garganta e interviene.
–Montt tiene grandes problemas aquí –dice–. Tan grandes que no le ha quedado espacio para atender a las provincias. Supongo que ustedes habrán calibrado la intensidad de la sequía de la zona central durante su viaje.
–Sí, don Pedro, por supuesto –responde Benjamín–. El problema es la distancia. Estamos demasiado lejos. Y los mineros saben que lo dieron todo por Montt. Y ahora se sienten traicionados. Santiago sigue siendo el centro. Nada se puede hacer si no viene el permiso de la capital. Y Copiapó, todos sabemos, es una región que tiene perfecta capacidad de gobernarse por sí misma y de autoabastecerse.
–Chañarcillo es el banco de Chile –dice Benjamín.
–Eso es cierto –conviene el Tata–. Cobre, plata, salitre, sí. Chile es minero en el norte. Algún día –agrega, soñador– será un huerto paradisíaco en el centro. Algún día.
–Brindo por eso, senador Larraín –dice Benjamín.
Todos brindan, levantando sus copas. Levanto la mía. Alvar Carabantes me mira. A través del cristal le veo los ojos enormes.
Sí, pienso. Tiene ojos especiales.
Sigue la conversación. Las tías preguntan cómo es encontrar una mina de plata. Benjamín explica todos los sudores de los mineros, de los pirquineros, las infinitas veces en que se halla una veta que no sirve para nada. Y la emoción cuando se halla una verdadera. Habla de los cientos de hombres que sueñan con encontrar una. Y luego vuelve a salir la cuestión del abandono de Copiapó por la zona central.
–Lo que es mi amigo Pedro León Gallo, él ya se cansó de esperar más –dice Benjamín.
Se hace un silencio.
El Tata pregunta si Gallo es el hijo de Candelaria Goyenechea.
–Sí, don Pedro –toma la palabra Carabantes–. El tercero de los hijos. El preferido de la tía Candelaria Goyenechea. Después de la muerte del tío Miguel, él quedó a cargo de Chañarcillo. La tía Candelaria ayuda a mucha gente allá. Dice que el tío Miguel Gallo hubiera sido igual de pobre si no hubiera hallado Chañarcillo. La tía Candelaria ha hecho incontables gastos por la zona norte. Hasta ha mandado a hacer de su propio bolsillo un ferrocarril que vaya de Caldera a Copiapó para el embarque del mineral. Ella misma llamó a Wheelwright y se lo encargó. Ahora las exportaciones son mucho más expeditas.
–Pero supongo y espero que ese niño, Pedro León, no estará pensando en hacer alguna tontería contra el poder establecido –se oye la voz de bajo profundo del Tata–. Las cosas se arreglan con el tiempo. Ustedes, los jóvenes, son demasiado impacientes. No saben esperar como es debido.
Una mirada de Gonzalo. Carabantes la pesca desde el otro lado de la mesa. Toca en el codo a Benjamín. Este capta.
–...Tiene usted toda la razón, senador, se lo aseguro: Pedro León Gallo no está pensando en hacer ninguna tontería –dice Benjamín. Y se concentra en su plato.
Ha captado a tiempo. El comedor del Tata no es terreno propicio para ideas liberales.
El Tata parte su pollo con ferocidad.
En ese momento, me comienza a caer bien Carabantes. Y no sé por qué, me da rabia conmigo misma.
Los miro. Han atravesado todo el desierto, reventando los caballos. Han venido a buscar apoyo económico a Santiago. Y creen. Creen intensamente en lo que van a hacer, en la ola que van a armar en el mar. Se me encoge el corazón. No veo de dónde van a sacar el apoyo, y menos, el dinero. Gonzalo dice que los santiaguinos son una sociedad terrible.
–Lo que pasa es que muchas cosas del norte no llegan a saberse en Santiago –dice otro de los jóvenes–. Chile es demasiado largo. Y digámoslo de frente. A Santiago no le importa el norte. Ni el sur. No le importa nada que no sea Santiago.
–¿Cómo se llama usted, joven, que habla tan bien? –dice la Ita, de pronto, sacando la voz.
–Manuel Antonio Matta.
–¿Matta? ¿Su papá es...?
–Un señor de apellido Matta –ríe Manuel Antonio.
Largo la carcajada y todos me miran. Me pongo roja de nuevo.
–Era una mala broma, perdón, tía Sara –dice Manuel Antonio–. Mi papá es Eugenio Matta. Casado con una Goyenechea. Soy primo de Pedro León.
–Ah –dicen las tías, como si se tranquilizaran.
En ese momento, Gonzalo levanta su copa.
–Salud. Por tenerlos aquí –dice.
–Salud –corean todos levantando su copa.
El Tata bebe en silencio.
Apenas comido el postre, saluda a los jóvenes y se retira a su escritorio.
El grupo de los liberales se queda hasta muy avanzada la noche en el salón. Las tías les hacen infinitas preguntas. No sé cómo resisten esta lata después del viaje gigantesco que han hecho. Cuentan que vienen a un fundo cerca de aquí, la Hacienda del Monte, de propiedad de don Diego Barros Arana. Allí se establecerán como cuartel general para estar cerca de Santiago. Todas las tías dicen a coro:
–Ah, El Monte. Buen clima El Monte.
Muero de sueño.
Trato de levantarme de a poco e irme sin que me vean. Cuando voy saliendo, disimulada, oigo la voz de Carabantes, que dice, con voz fuerte y clara:
–Y quiero agradecer, por último, a Jerónima, por habernos dejado el paso libre en esa quebrada hace un rato. Nos salvó la vida. Estábamos aterrados y a punto de caernos. De hecho, casi nos caímos. Nunca habíamos pasado por un paso tan angosto. Pero ella es una amazona consumada y se dio el lujo de dar la vuelta en redondo con su caballo en el aire. ¿Dónde aprendió a montar así a caballo? –dice.
Todos me miran como con lupa, con los ojos saliéndoseles.
Mi abuela aprieta más todavía su boca. Ya no se le ven labios.
–No fue para tanto –digo, encogiéndome de hombros–. Es porque iba en la Amapola. En otro caballo no hubiera podido hacerlo. Es una yegua excelen...
–Jerónima, sube a tu pieza ahora –dice mi abuela, mirándose las uñas–. Es demasiado tarde ya.