–¿Tiene agua? –dice Juan Pino, resoplando–. El coche llegó muy embarrado.
–Cómo no lo ibas a embarrar tú, si tienes la manía de no pasar por los puentes y cruzar los ríos por abajo –dice ella, rezongando. Cuando habla, la nariz se le va para los suelos.
Es horrible, pienso.
Pero es verdad lo que dice. Conoce a Juan Pino.
Miro hacia arriba. Aunque es de solo dos pisos, la casa es muy alta. Veo la triple altura que sube hasta una claraboya. Hay una baranda aérea en lo alto, formando un corredor.
–¿Cuándo llega el Tata? –digo.
–Usted querrá decir el senador don Pedro Larraín Gandarillas –recita la Juana Rosa, digna, con una voz que es como piedras precipitándose cuesta abajo.
Me echo para atrás el pelo. Me lo he soltado en el camino y me molesta con el vestido. Se me enreda en los botones de adelante. Estoy rabiosa y cansada. No he comido nada desde hace siglos. No sé qué hago aquí, en realidad.
No me gusta la Juana Rosa.
Entonces me vuelvo altanera, como la Ita. La miro desde la cabeza hasta los zapatos.
–Yo le digo Tata y así le diré siempre –declaro–. Lo que le estoy preguntando es cuándo llegará. Llévame a mi pieza –digo después, sin mirarla.
–Sí, señorita Jerónima –dice ella, mostrando de inmediato una docilidad ratonil sorprendente–. Tengo que ir a la cocina a buscar la llave. El senador me ha encargado que las piezas que no se usan permanezcan cerradas. Le abriré de inmediato la suya. Se la barrí bien ayer y...
–Voy contigo –digo.
–Pero...
–Apúrate –repito, en voz más alta–. Quiero conocer la casa. –La Juana Rosa no dice nada.
Comenzamos a cruzar los patios. Y me sorprendo.
Por supuesto, la casa no es pequeña, sino gigantesca. Hay kilómetros de pasillos, corredores eternos, pisos de tablas lustrosas, anchas. Me podría perder en ellos. Los patios se abren de pronto, sorpresivos, adoquinados. Cuento cinco. En los primeros, hay pilas de agua en el centro, con un limonero a cada lado, que botan hojas en el círculo de agua sobre la piedra. Luego la galería, sostenida por pilares delgados, empotrados en piedras de moler y cubierta de baldosas. Las piezas rodean cada patio. Altas. Todo es alto. La luz llega indirecta, ensombrecida por la galería. Hace frío, aunque es verano.
Hacia el fondo, los patios van haciéndose más desordenados, se ven tarros vacíos, jaulas rotas, sin pájaro alguno, tablas, banquetas cojas. Parece que todo lo que hubiera sobrado de la Creación se hubiera amontonado aquí, más las cosas traídas de Europa por generaciones de Larraínes y Gandarillas.
La Juana Rosa camina adelante. Sus ojitos de guarén movedizos van palpando el aire desde la penumbra.
–La Gumercinda te manda saludos –miento de pronto, sin saber por qué.
La Juana Rosa me mira.
–Psh, qué me va a mandar saludos esa –dice, hablando desde un solo diente–. Su pieza, señorita Jerónima –y abre una puerta.
Quedo con la boca abierta. Es una pieza gigantesca. Se puede caminar por ella durante minutos. Hace un frío horrible adentro. Y huele a humedad. Algunos cuadros de santos en las paredes encaladas. El cielo, altísimo, lleno de molduras barrocas. Al centro más molduras y una gran lámpara. Al centro, hay una cama de bronce, alta, alta. La colcha es azul, tejida a mano. Las ventanas muestran el ancho de los muros, con asientos, para mirar.
La Juana Rosa abre las cortinas color rojo oscuro. Más ventanas con reja que dan al otro lado, al de la calle... No, no sé cuál calle es.
–Una doncella personal se encargará de usted, señorita –dice la Juana Rosa–. Se llama Aurelia Vivar. Se la presentaré en un momento más. Estará para cuidar de su ropa, aseo, y cualquier cosa que usted necesite. Le traerá el desayuno en las mañanas, se encargará de vestirla y acompañarla en cualquier salida que haga, ¿me entiende? En Santiago, las señoritas de familia no salen solas –agrega, con los labios tan delgados que me convenzo de que solo tiene un tajo en vez de boca.
En ese momento oigo voces fuertes dentro de una de las piezas contiguas. Se interrumpen unos a otros. No puedo creerlo. Son ellos.
–Todavía podemos recuperarnos esta noche –oigo hablar lento, a Estéfanos–. Todo es cuestión de seguir jugando. Tenemos que volver hoy.
–¿Quién firmó los documentos anoche? Lo que es yo, no; no me acuerdo –se oye a uno.
–Me, neither –ríe otro.
Risas desvaídas. Voces blandas, lacias.
–¿Los Gatos Plomos duermen en este patio? –digo, mirando a la Juana Rosa.
Ella levanta su cabeza horrorizada con el sobrenombre. Estira su cogote lo que más puede.
–Usted se referirá a don Estéfanos, a don Constantino y a don Estanislao Larraín Alcalde, ¿no es cierto, señorita Jerónima?
–Me refiero a los Gatos Plomos –digo.
No sé por qué, la Juana Rosa me da tanta rabia.
Entonces, los veo salir. Vienen de una sala que está entre los dos patios.
Tienen cara de sueño y caminan envueltos en grandes batas de raso. Tienen la piel pálida como una hallulla cruda. Creo que Tefo se pinta los ojos con khol.
Sin embargo, se parecen al Tata en algo indefinible. Tal vez en el mentón, levemente salido.
Los Gatos Plomos me miran de hito en hito. No pueden creer que yo haya aparecido en sus territorios.
–Voici la petite fille préférée de notre père. Comment allez vous? –dicen.
Odio cuando hablan francés. Tiran saliva en cada palabra y no se les entiende lo que dicen.
No les contesto. Los miro sin parpadear hasta que dan vuelta la cabeza.
Entran a otra pieza, que está al frente del patio, abriendo la puerta con la llave. La Juana Rosa se precipita hacia ellos.
–¡No, esa pieza, no, jóvenes! Pero por Dios santo, ¿por qué tienen la llave? Es la pieza de don Pedro...
–Ay, mujer –dice Constantino, haciéndola a un lado y abriendo–. No molestes, ¿quieres?
–Pero es que don Pedro tiene estrictamente prohib...
–Ya, ya –dice Constantino bostezando–. Es que me corté un dedo y necesito algo para ponerme encima.
Abren los armarios y la cómoda. Es una habitación gigantesca la del Tata. Dos camas de caoba oscura navegan en la oscuridad, como barcos. Una es la de la Ita, que no vendrá jamás. Abren un armario y de un cajón caen varios pares de guantes.
–¡Estos son! ¡Los de cabritilla francesa! –dice Constantino.
Toma una tijera del velador, acerca el guante, le corta limpiamente un dedo y se lo pone en su dedo herido. La Juana Rosa se persigna.
–Hizo tira el guante, don Constantinito –dice, demudada–. Qué voy a hacer ahora cuando me pregunte su papá.
–Inventas, pues, Juanita Rosa –le dice Estéfanos.
–¿Supieron lo que me dijo hoy Fuenzalida en el bar? –dice Talo–. Que el papá va a comprar un palco permanente en el Municipal para cuando el teatro se inaugure en septiembre. Y afírmense: será palco completo.
Luego me vuelven la espalda. Ya han olvidado el tema. Pelean por quién va a ocupar primero el baño en la tarde cuando comiencen a arreglarse para salir de noche. Cierran la puerta de su pieza y ya no los oigo más. Quedo