Jerónima. Ana María del Río. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ana María del Río
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789561234536
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Tiene un tono casi tan autoritario como el del Tata.

      Siempre ha sido así: sorpresiva, nunca se sabe con qué va a salir.

      –Sí. Pero si no llueve, Isabel, el campo se va al carajo –dice el Tata, mirando por la ventana–. Llevará años en ponerlo de pie de nuevo. Yo lo voy a hacer, pero tienes que tener paciencia.

      –¿Y por mientras? –dice la Isabel Mairena. Y se mira su guata, con el embarazo número quizás cuánto.

      –Voy a tratar de que Forster contrate a tus cabros aunque sea de medio tiempo –dice el Tata–. Es lo único que te puedo ofrecer por ahora.

      –¿Va a tratar? ¿O va a hacerlo de una vez, como usted hace las cosas? –dice la Isabel Mairena, mirándolo sin pestañear.

      Nadie le habla así al Tata, en todo el valle. Nadie.

      –Voy a hacerlo, Isabel, no me jorobes más –dice el Tata–. Y que tus hijos dejen de ser insolentes, ¿estamos? Casi todos tus críos nacieron con la pluma parada. Me pregunto de dónde les vendrá –sonríe, irónico, mirándola.

      Entonces, la Isabel Mairena se acerca mucho a la cara del Tata, y mirándolo fijo, le susurra, a quemarropa:

      –Yo también me lo pregunto, senador, ¿no se acuerda?...

      El Tata se pone muy nervioso y comienza a ordenar y a mover papeles de las carpetas del escritorio, desordenándolas todas.

      Luego ella, escueta, poniéndose de pie, acercándose a él, tomándole la mano y encerrándola entre las suyas, muy calientes, le dice:

      –Gracias, don Pedro.

      Ahí me doy cuenta de que es muy alta. Casi de la altura del Tata.

      –De nada –dice él.

      Y se aparta, nervioso.

      Ella parte, caminando lenta, majestuosa. Me acerco en mi yegua.

      –Isabel, sube. Te llevo al anca hasta tu casa, de un galope –le digo.

      Me mira. Casi sonríe. Se mira su guata.

      –Mala cosa para mí, galopar ahora, Jerónima –dice–. Pero gracias, niña, de todos modos. Eres... –se queda mirándome y ladea la cabeza–. Eres... distinta a todos estos de aquí. Me gustas –dice.

      Y se aleja, caminando, balanceándose como un barco, llena de dignidad y desolación.

      22

      Han encontrado muertos a unos campesinos en el cerro. Entre ellos, una mujer. Ha venido el juez y un médico a levantar el acta y a extender el certificado de defunción para el Registro Parroquial. Ha dicho que han muerto de hambre y de frío. Forster no ha parpadeado cuando escucha la noticia.

      –Unos se la pueden; otros no –dice, por todo comentario–. Lo detesto.

      Hemos ido con Gonzalo al funeral que les han hecho en la parroquia. El Tata también ha asistido. Es el primer funeral de campo en que no he visto llorar a nadie. Las caras están vacías, como dibujos silenciosos. Todas las bocas selladas, tensas. La vibración de la violencia se siente en el aire, como un pájaro a mil revoluciones. Nadie dice nada.

      Por orden del Tata, los han enterrado en el cementerio de la familia Larraín, atrás de la gruta.

      –Un homenaje tardío, demasiado tardío –murmura Gonzalo, con los ojos llenos de lágrimas–. Un gesto que no sirve para nada.

      Al día siguiente salgo muy temprano, casi a oscuras. Voy en puntillas hasta las caballerizas, saco a la Amapola, le pongo la montura y las cinchas.

      El sol ya se está terminando de ocultar cuando llego, de vuelta. Día perfecto, pienso. Me bajo de un salto, entro a la casa. Me castigarán. Que lo hagan, pienso. Todo tiene un costo y lo pago.

      Qué raro. En la casa no hay nadie. Tampoco están los hombres, que han pasado el día en otros fundos. Ni siquiera está el Tata. Qué raro.

      Camino hacia las cocinas. Entro. Hay una taza llena de azúcar blanca, rota, tirada en el suelo. Algo ha pasado. Esto es distinto a una jornada normal de dulce de membrillo.

      La mesa, desarmada. Varios caballetes están sueltos, tirados en el patio de adoquines. Los cuchillos, tirados en el suelo. Las cáscaras, desparramadas por todas partes. Una frazada tirada en el suelo. Al fondo, corre el canal, lleno de agua, tumultuosa, oscura.

      Las banquetas, dadas vuelta. El patio, en un desorden total.

      Entro a la cocina principal, oscura, sin ventanas. Los muros grises con el humo de la gigantesca cocina a leña que hay en el centro, prendida permanentemente.

      Adentro encuentro el griterío. La Ita, todas las tías, cuñadas, primas, empleadas, la Gumercinda, todas de pie, hablando al mismo tiempo. Algunas respiran ahogadamente. Se llevan a la nariz un pañuelo con colonia. No se entiende lo que gritan. Hay un grupo atendiendo a la hermana del Tata, la tía Rosario, desmayada. Canastos llenos de membrillos desparramados por todo el patio. Al centro, la acequia atraviesa todo el espacio. Después, el grupo se traslada y se va a mirar la acequia. Se inclinan a mirar el agua. Las tías se tapan la cara con las manos. Algunas hacen gestos de vomitar.

      Me acerco a la Gumercinda, que también mira la acequia.

      –Niña, váyase de aquí –dice–. Menos mal que se le ocurrió desobedecer a su abuela y escaparse. Este ha sido un día terrible.

      –Pero qué pasó, Gumercinda, por Dios, dime –me cuelgo de su brazo.

      Señala la acequia con su dedo de cuero. La voz le tiembla. Nunca he oído temblar la voz de la Gumercinda.

      –Un feto –dice–. Llegó flotando en la corriente. Después llegaron otros más. Ha sido la bestia de la Isabel Mairena, que convenció a las otras tontas embarazadas; ella no más fue la de la idea. Jamás lo confesará, ni aunque la corten en tiras. Váyase para arriba, niña.

      La Gumercinda se pasa la mano por la cara y veo que la mano le tirita.

      –Cómo pudo. Para más remate, todas las señoras estaban aquí pelando fruta. Váyase para su pieza, mi niña –repite–. Aquí todos están medio locos. La señora Rosario está desmayada.

      Me acerco al agua. Viene densa, oscura. No distingo nada. Obvio que deben haber sacado todo ya.

      Salgo de la cocina, lenta. Gonzalo viene entrando. Por su cara sé que sabe lo que pasó.

      –Por Dios santo, la Isabel –dice.

      Lo miro.

      –Gonzalo, Forster no ha movido un dedo. La Isabel Mairena se desesperó –digo.

      –No, Jerónima –dice, serio mirándome. Me pone las manos en los hombros–. Nadie se puede desesperar así. Nadie tiene derecho a esto. Voy a hablar con mi padre. Esto tiene que cambiar de una vez y para siempre. Deséame suerte –agrega, tocándome la nariz al pasar.

      Pero lo sigo.

      23

      El Tata está reunido en el escritorio a puertas cerradas con Gonzalo. Oigo voces airadas. De pronto, un golpe en la madera de caoba. Es el puño del Tata. A Gonzalo no se le oye. Después de horas, la entrevista termina. Gonzalo sale pálido, transido. Sale a caminar, por el camino que lleva al tranque. Lo sigo corriendo junto a él.

      –Qué te dijo.

      Gonzalo se demora mucho rato en hablar. Luego me mira, triste.

      –Cuando empecé a decirle que los campesinos habían muerto de hambre y que todos éramos responsables, pegó un puñetazo en la mesa. Y me dijo que él estaba haciendo todo lo posible y que no era un dios. Que me prohibía meterme y hablar con ellos. Luego salió el tema de mi futuro. Cuando le dije que quería ir a estudiar música al Conservatorio de París, otro puñetazo en la mesa. Me dijo que eso lo haría cuando pudiera malgastar mi propio dinero en tonterías de afeminados. Y luego me dijo que tenía otros planes para mí. Que había estado estudiando las