Jerónima. Ana María del Río. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ana María del Río
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789561234536
Скачать книгу
recuerda que estás castigada por haberte arrancado a caballo al cerro –agrega la Ita, en voz alta–. No podrás salir a caballo durante cuatro semanas. ¿Oíste?

      –Sí, Ita –digo.

      Maravilloso. Ella elige este momento para castigarme delante de todos. Salgo lenta, con movimientos calculadamente indiferentes, moviendo el pelo de lado a lado. Odio a la Ita por siempre jamás.

      No me importa, no me importa, no me importa, voy repitiendo mentalmente, caminando por la alfombra del corredor, camino a mi pieza.

      Pero me importa. Me importa ferozmente. Veo los ojos de Carabantes sobre mi cara. Estoy rabiosa.

      –Señora Sara –lo oigo decir entonces–. Le ruego que esta vez haga una excepción. Si no fuera por Jerónima, nos habríamos caído barranco abajo. Ella nos ha salvado la vida, literalmente. Nos enseñó cómo atravesar la saliente y nos guió por ella. Se lo ruego encarecidamente: suspenda el castigo esta vez.

      El silencio se sienta en todos los sillones del salón al mismo tiempo. Se oyen las respiraciones y las miradas. Finalmente, oigo, lejana, como dentro de una caja, la voz de la Ita, tensa, saliendo por entre sus labios comprimidos:

      –Muy bien. Lo suspendo esta vez. Y conste que lo hago solo por usted y sus amigos y amigos de Gonzalo –dice.

      Veo a Carabantes inclinándose y besándole la mano pequeña y arrugada. La Ita frunce más aún la boca, sin sonreír.

      Gonzalo atraviesa el salón y se sienta en la banqueta del piano. Sus dedos corren súbitos sobre las teclas. Suena un vals.

      Los jóvenes se miran unos a otros. Y como si se hubieran dado una señal secreta, se dirigen hacia donde las tías y las sacan a bailar. Benjamín baila con la tía Adela. Manuel Antonio Matta, con la Pita. A la Cleme la saca Miguel Amunátegui. Con el rabillo del ojo veo que Carabantes se dirige a mí. No. No. Por favor, no, Dios. Si la Ita me ve, me encerrará, lo sé.

      –No sé bailar –le espeto cuando lo veo cerca.

      –No pensaba en sacarla –me dice, con los ojos llenos de risa–. Soy un desastre. Recién Vicuña me está enseñando a bailar vals. Además, ya fue bastante con haber logrado que le suspendieran el castigo. Creo que no hay que tirar más la cuerda por hoy. ¿No cree?

      –No creo en nada –digo. Pero sonrío. Me cae bien Carabantes. Me cae demasiado bien. Es como si hubiera estado con él toda la vida. Me siento a mis anchas con él. Despide un aire acogedor, como nunca he visto en nadie.

      Cuando estoy sola, en mi pieza, abro la ventana y huelo la noche. Oigo pasar, eléctricos, los zumbidos de los últimos murciélagos rezagados hacia su refugio en los aleros. Y me llega intenso a las narices el olor a quemado de los potreros en roza.

      Quiero irme, pienso. Pero no sé adónde.

      27

      Cuando despierto, corro hacia la ventana. Un loco apuro gozoso se agita dentro de mí, como un animal recién nacido.

      Los cerros derraman sus primeras sombras azules sobre el valle. Desde mi pieza se ve una gran parte de la casa. Parece una gran magnolia ajada, algo pútrida, llena de ruidos, olores, susurros, secretos.

      Veo a Carabantes. Es muy alto, en realidad. Delgado, pero fuerte. Tiene manos grandes, qué bien. Camina por el parque mirando los árboles. Se inclina a recoger pequeñas cosas, que no alcanzo a ver: piedritas, semillas de eucalipto. La brisa oscura y fría de la mañana le toca la cara.

      En ese momento aparece Gonzalo. Hablan en voz alta. Carabantes está impresionado. Le cuenta que cuando venía por el cerro, presenció la escena de la Isabel Mairena y las demás embarazadas abortando sobre la acequia.

      –Fue en el mismo momento en que nosotros veníamos bajando –dice–. Las divisé en una de las vueltas del cerro. Estaban como locas. Con la mirada perdida. Yo me había adelantado al grupo, para avisarles por si encontrábamos algún atajo para pasar. Nos había dado bastante miedo atravesar por el sendero de la saliente. Y en una de las vueltas, me encontré con ella, frente a frente. Estábamos muy cerca. Aullaban roncas, silenciándose el dolor. Ella, la que dices que se llama Isabel Mairena, estaba a horcajadas sobre la acequia. Detrás de ella había otras mujeres más allá. Se habían metido una vara de coligüe entre las piernas y bombeaban para adentro. Ni un grito. Lanzaban gruñidos ahogados. Puro dolor. Las varas salieron ensangrentadas. Y poco después, comenzaron a caer coágulos en la corriente. Hasta que cayó el feto entero. Entonces, grité. Ella alzó la cabeza y me vio mirándola. Me acerqué. Ella, rápida, tomó la escopeta que tenía junto a ella. Me ahuyentó con gruñidos, como los de un animal. Me fui. Di un rodeo y desvié al grupo. Dejamos de seguir el agua y nos internamos en el cerro, entre los cactus y los espinos. No puedo sacarme de la cabeza a esa mujer con la vara sangrienta –termina Carabantes, con voz ahogada.

      Quedan en silencio un rato.

      –Es la desesperación –dice Gonzalo, luchando con las lágrimas–. No tienen qué comer. Nada que darles a los hijos. Menos van a tener para las guaguas. Yo tengo la culpa –agrega–. Debería haber conseguido que mi padre hiciera algo con esta situación. Que les diera algún trabajo, aunque fuera absurdo. Los conozco desde chico, Carabantes. Ellos me vieron crecer, me enseñaron a pescar en el río, me hicieron sandalias, me enseñaron a andar a caballo, a tirar con honda. Hablé con mi padre acerca de darles un poco de tierra y me echó a gritos destemplados. Pero igual, yo...

      –Tú no tienes la culpa –dice Carabantes, tomándolo por los hombros y remeciéndolo.

      –Al revés –dice Gonzalo sonriendo triste–. Todos tenemos la culpa. Los dueños de fundos, las familias. Todos los que comemos cuatro comidas diarias. Toda la clase terrateniente de este país.

      Carabantes se pasa la mano por el pelo.

      –Las cosas de esta envergadura son siempre inexplicables –dice–. Realmente, no puedes intervenir en algunas cosas. En verdad, uno puede intervenir muy poco en la marcha del mundo. Solo hay que vivirlo. Y duele. Todo debería ser distinto. Pero es como es.

      Gonzalo mira a Carabantes.

      –Gracias –dice–. Es bueno saber que uno no está tan solo. Volvamos –agrega–. Deben estar esperándonos para almorzar.

      En ese momento el sol sale por detrás del palomar del último piso e inunda violentamente el frente de la casa.

      La Gumercinda llama con el gong. El almuerzo está servido. Las provisiones se acaban. Los garbanzos están recocidos, los tomates, verdes. Las tías se miran unas a otras. Se nota que el Tata no está. Cuando él sale, la Ita manda a hacer todas las comidas que a él le cargan.

      Después de almuerzo, las tías se miran unas a otras. Cuchichean interminablemente. No pueden olvidar lo de ayer con la Isabel Mairena. Hablan de que alguien debería llevar este asunto a la justicia. Pero nadie lo hará, por supuesto.

      –Yo no sé por qué esa gente hace esas cosas atroces –dice una de las cuñadas, sonándose.

      –Tal vez porque les pasan cosas atroces, tía –dice Gonzalo.

      –Es que este asunto es espantoso –dice la tía Pelagia–. Me tiene sumamente...

      Y guarda silencio.

      –Sumamente qué –dice la Pita, mirándola con sus grandes ojos fijos, sin pestañas.

      La tía Pelagia abre los ojos grandes y después los entorna. Es miope.

      –Sumamente, linda. Solo eso, sumamente –dice.

      –No. Está mal. Hay que decir qué. Tan sumamente qué –dice Pita–. Hay que terminar las frases cuando uno habla. ¿O no?

      –Ay, linda, por el amor de Dios, no te pongas agresiva ahora conmigo, en este minuto, que no lo puedo soportar –dice la tía Pelagia. Y se pone a llorar de inmediato, como si abriera una llave.

      La Ita mira a su hija y la manda a su pieza, castigada.

      La Pita mira hacia