–Mándale saludos a la Carmencita –dice.
–Por supuesto –dice Benjamín.
No sé por qué ese sabe el idioma de las tías.
Más tarde, bajo corriendo a las caballerizas.
Llego justo cuando Gonzalo está terminando de revisar los caballos de la comitiva y de ajustar las cinchas.
–Váyanse por la parte más ancha –les está diciendo–. No busquen los atajos. Son muy difíciles. Este cerro es difícil. Muy alto. Adiós –dice. Tiene la voz quebrada.
–Gracias, amigo –dice Benjamín–. Le haremos caso.
Carabantes se acerca. Le pone la mano en el hombro. Lo mira de cerca.
–Qué te dijo tu padre, Gonzalo –dice.
Gonzalo permanece en silencio un instante.
–Sí, Gonzalo. Qué te dijo tu padre –dice Benjamín.
–Me inscribió en la Universidad de Harvard –responde Gonzalo, casi inaudible–. Ya es un hecho. Me sacó pasajes para Estados Unidos. Estudiaré en la Facultad de Ingeniería. Deberé convertirme en un ingeniero civil industrial y especializarme en hidráulica. Obras de riego y construcción de túneles. Son siete años de estudio. Parto en dos o tres meses más.
Sonríe dolorosamente. Le cuesta respirar. Nunca lo he visto así. Quedo en suspenso. Su piel tiene un color cristalino medio sonámbulo y parece próxima a estallar en el aire, como un vidrio en fundición.
–Lo más gracioso es que yo mismo le iba a pedir que me permitiera salirme de Derecho –dice después–. Mi sueño era estudiar piano en el Conservatorio de París. En el Conservatorio de Música y Danza. Por supuesto, se negó. Para él, todos los que estudian arte son maricones. Pero ahora... ahora ya es definitivo –dice–. Ahora ya estoy inscrito en una carrera que no quiero, en un país al que no quiero ir y tengo pasaje para un barco al que no quiero subir.
Se hace un silencio. Los de la comitiva no dicen una sola palabra.
–Adiós, amigos –dice Gonzalo–. Tal vez nos veamos antes de que parta. En Santiago. Considérenme como uno de los del grupo de liberales.
El grupo desmonta y lo van abrazando, uno por uno. El último es Carabantes.
–Es una promesa –le dice–. Nos veremos en Santiago. Ahí pensaremos qué hacer y le daremos vueltas a esto.
–No hay muchas vueltas que darle a algo que ya ha decidido mi padre –dice Gonzalo–. Pero sí. Nos vemos en Santiago. La revolución tiene que triunfar.
Carabantes sube a su caballo y me ve. Me acerco. Se ve gigante. Me gusta su capa. Le miro la bota.
–Se puso al revés el estribo –le digo–. Saque su pie.
Me obedece. Le arreglo el estribo. Luego, rodeo el caballo y lo hago con el otro.
–Ahora sí –digo.
Benjamín lo mira.
–Carabantes, hazle caso –dice–. Ella sabe más que nadie de monturas. Tienes suerte. Te podrías haber desnucado en el galope. Si es que tuvieras nuca, por supuesto –ríe.
Carabantes está muy confuso. Mira al suelo. Parece un niño.
–Gracias, Jerónima –dice, en voz baja–. Y adiós.
Eso último lo dice tragándose la palabra hacia adentro, guardándola dentro de él. Nunca he oído algo que me conmueva más.
Me gusta que diga mi nombre. Suena bien en su boca.
–Adiós –le digo.
Comienzan a marchar al trote y luego, cuando van llegando al portón, ya van galopando. Tienen justo el tiempo para pasar el cerro con la luz de la tarde.
Siento una mezcla extraña de tristeza y felicidad.
En ese momento, siento la mano de hierro de la Gumercinda.
–Venga, niña –dice–. En esta casa todo lo quieren urgente, no hay tranquilidad ninguna –rezonga.
–¡Pero, Gumer! –digo–. Me estaba despidiendo...
–¡Qué despedida ni nada! Tiene que ser hoy y ahora. Son órdenes de misiá Sarita, ¿oyó?
–¡Orden de qué, Gumercinda, por favor! –Trato de soltarme, pero ella me pesca con su mano de hierro.
Me lleva casi arrastrando.
–Vamos –dice–. Es importante, niña.
–Ya, Gumer, suéltame –digo–. Me gustaría acompañarlos al cerro. No van a saber cuál es el sendero correcto.
–Ni lo piense –ordena ella–. A su pieza, ahora ya.
–¿Qué te pasa, Gumer, linda, mi sol? –me acerco a ella e intento darle un beso. Ella me quita la cara.
Ahora qué, pienso. Siempre en esta casa está pasando algo trágico.
Entramos a mi pieza. La Gumercinda cierra la puerta, abre los cajones y los tira todos sobre mi cama. Luego abre el armario y hace lo mismo.
–Usted no se me mueve de aquí hasta que armemos su baúl –dice–. Quiero que se pruebe toda la ropa. Lo que no le quede bien se queda aquí.
–Gumer, ¿qué pasa, por favor?
La Gumercinda parece encorvarse todavía más.
–Se me va a Santiago usted, mi niña, hoy mismo –dice. Pero su voz sale como desde debajo de la tierra. Se mira la pechera del delantal–. Son órdenes de misiá Sara. Debo hacerle su equipaje completo. Usted no vuelve.
Me detengo. Abro la boca y no me sale ningún sonido. La cierro y la vuelvo a abrir.
–¿Qué? –digo, después de un rato. La voz me sale ronca.
–Lo que oye, niña. Se me va a Santiago. Misiá Sarita dio orden de empacarle toda la ropa decente que tuviera. Los pantalones de don Gonzalito, no –me advierte.
No puedo dejar de mirarla. Estoy ahí, parada, como una tonta, en el centro de mi pieza.
–¿Qué? –vuelvo a decir.
La Gumercinda se sorbe las narices, como un grifo.
–¿No le dije, mi niña? –dice–. ¿No le dije yo que usted estaba estirando mucho el hilo con misiá Sarita? Bueno, ahora se rompió –afirma–. Dice que ella ya no se puede seguir haciendo responsable de usted. Que deberá irse a Santiago con su abuelo. Que allá otros se ocupen de que crezca y se eduque como corresponde.
Quedo como tonta, mirando al vacío.
–Tú –digo, mirando a la Gumercinda, apretándome contra ella–. Tú, tú eres la que se ha hecho responsable de mí. Tú, Gumer...
Tengo ganas de vomitar. La guata me sube y me baja. El corazón me late a diez mil latidos por minuto. Me mareo. Me siento en la cama sobre la ropa.
La Gumercinda me estrecha entre sus brazos. Me pongo a llorar con sollozos. Tengo un miedo intenso. Como si me estuvieran empujando al vacío desde un globo aerostático.
–¿Por cuánto tiempo? –le pregunto.
La Gumercinda me mira.
–No sé nada yo... Pero parece que es para harto...
No se atreve a decir la palabra “siempre”.
Ella se sienta en la banqueta tapizada, en desolación.
–Juanito Pino la va a ir a dejar en el coche grande, el de don Pedro.
Y entonces, la Gumercinda se pone a llorar con unas lágrimas