De pronto, siento una suave presión en el hombro. Levanto la cabeza y veo una mano grande, morena, que me tiende una naranja Thompson inmensa, recién sacada del árbol.
–¿Quieres? Son muy buenas –oigo.
Es una mujer joven. Algo maciza. De hombros anchos, vagamente militares. Firme, atlética, un poco más alta que el común de las mujeres. Y serena. Nunca había visto un óvalo de la cara más suave que el que tiene ella. Está vestida de un modo extraño. Como elegante, pero con género pobre. Falda larga de bayeta y chaquetilla corta, entallada. Su cara tiene algo que tranquiliza, que pone las cosas al derecho.
–No llores –dice, acariciándome el pelo–. No será tan terrible.
No sé cómo sabe que lloro por eso. Precisamente por estar ahí, sola, sentada en la pileta, sola en el mundo. O rodeada de gente horrible.
Vuelvo a llorar. Nadie me ha acariciado el pelo nunca. Solo lo he leído en novelas.
–Ya, ya, mi niña –dice ella, haciéndome cariño en la cara, en el cuello. Tiene la mano seca, cálida, grande, de buen olor.
–Quién eres –pregunto.
–Me llamo Aurelia Vivar –dice ella–. ¿Y tú?
Entonces aparece la Juana Rosa desde detrás de un pilar, como un guarén, acechando. Camina a pasos cortos, rápidos. Como los guarenes. Sostiene una bandeja con una taza humeando.
–Me la tratas de usted a la señorita Jerónima –dice, furibunda–. Cómo se te ocurre tutearla. No eres negra, ¿no? Porque los negros tutean a todo el mundo. Yo no los aguanto. Y cuántas veces te he dicho que te pongas el delantal –dice–. Los dos que te pasé. Primero el azul marino, ese es el base. Luego la pechera blanca, almidonada. En esta casa las cosas no andan al lote, ¿oíste?
En medio de su barbilla se balancea un inmenso lunar oscuro.
–Y no llegues diciendo tu nombre completo. Eres Aurelia y punto –dice–. Eres la doncella de la señorita Jerónima Larraín, nieta del senador Larraín, para que sepas. Estás para lo que se le ofrezca, ¿entendido? Para todo lo que necesite, aunque no te lo diga. Le cuidas, le lavas y le planchas su ropa blanca y la de color, mantienes su pieza impecable y la acompañas a todas partes, ¿me entiendes? A todas –agrega, dándose media vuelta y yéndose hacia la cocina con la bandeja, que aún humea.
Aurelia Vivar no dice nada. Se queda mirándola, balanceando un poco la cabeza. Sonríe.
–¿Vamos? –dice, mirándome.
La sigo. No sé por qué, pero me da confianza. Caminamos por los anchos pastelones color piedra. Pasamos varios patios. En mi mano, la inmensa naranja pelada comienza a entibiarse. No tengo hambre. Mi llanto se ha calmado.
3
Aurelia Vivar se pone un delantal azul marino que saca de un armario.
–Lo primero es lo primero –sonríe, abotonándoselo.
–Si no quieres, no te lo pongas –digo–. Esa vieja a mí me carga.
–Dejemos los enfrentamientos y las peleas para cosas más importantes –sonríe Aurelia, metiendo los grandes botones café en los ojales. Su cara se ilumina y veo sus dientes parejos y blancos.
–De dónde vienes –digo.
–De Ovalle –dice ella–. Pero hace tiempo que vivo en Santiago. En realidad, nunca he sido doncella –sonríe–. Pero no tenía trabajo y había que ponerle el hombro. Trabajaba en otra cosa antes de venir acá.
Me gusta Aurelia Vivar. Siento como si la conociera desde hace mucho.
–En qué –le pregunto.
–Era cobradora de carro –dice ella.
–¿Eras qué?
–Cobradora de carro. De los carros a tracción de sangre. ¿Nunca has andado en carro?
–No. ¿Dónde está la sangre?
Aurelia ríe.
–Sí, el nombre es horrible –dice–. La sangre es porque son tirados por seres vivos. ¿Te imaginas? Pesados carros de metal de más de una tonelada de peso, arrastrados por caballos.
–Pobres animales –digo.
–Sí –concuerda ella–. Yo también pensaba lo mismo. Aunque son percherones fuertes, robustos. Había algunos conductores que eran muy crueles. Pero, de todas maneras, es entretenido andar en ellos. Algún día iremos.
–¿Y por qué te saliste de ahí?
Aurelia se encoge de hombros y mueve la mano delante de sus ojos, como apartando algo.
–Cosas –dice–. Un hombre me perseguía. Me molestaba. Hasta que me aburrí.
La miro con admiración. Parece no tenerle miedo a nada. Y a tomar todo como viene. Sin aspavientos.
Aurelia comienza a ordenar la pieza. Saca sábanas del armario y hace la cama muy rápido, estirándolas con una sola mano. No sé cómo lo hace. Parece que no diera ninguna importancia a todo eso. Luego saca toda mi ropa del baúl y la mete en el armario, colgada y planchada.
–No tienes mucha ropa que digamos –dice–. Esos pantalones no te los puedes poner acá.
–Sí sé –digo–. Pero igual los traje, por si acaso. Y porque la Ita, mi abuela, no quería que yo los trajera. Para llevarle la contra.
Sonríe y me chasconea con su mano grande.
–Toda mi ropa es horrible y además, no es mía –digo–. Son vestidos de tías, transformados.
–Mmm, es cierto –dice, levantando los vestidos y mirándolos. Los sacude con su mano grande.
–En el campo yo andaba siempre con pantalones –digo–. Gonzalo me los prestaba. Son los mejores para andar a caballo.
–¿Gonzalo?
–Mi primo hermano. Es decir, no. Es mi tío, pero yo le digo primo hermano. Porque es casi mi hermano. Es el único que no... Es muy complicado de explicar –digo.
–Trata –sonríe ella. Y se sienta en la cama.
Y no sé por qué, comienzo a hablar.
–Es que soy huérfana. Mi mamá murió cuando nací. Mi papá no quiso verme. Ahora él también está muerto. La Ita no me quiere. Me mandó para acá... con el Tata, que es mi abuelo. No sé... me parece que sobro en todas partes –estallo en sollozos.
–Es muy, muy difícil. Pero es –oigo a Aurelia–. Te mandarán a hacer ropa nueva –dice–. Para tu estreno en sociedad.
–¿Mi qué?
–Tu estreno en sociedad. Vas a cumplir quince años, eres mujer y de familia conocida. Te estrenarás.
–¿Me... qué?
–¿Dónde vivías que no sabes nada de eso? ¿En una isla desierta? –sonríe Aurelia.
Siento que las lágrimas vienen de nuevo y las trago, desesperadamente.
Recuerdo a la Isabel Mairena. La veo a horcajadas sobre la acequia abortando a su último hijo, y a los grupos de campesinos sin trabajo, vagando por los campos, con la piel color de ostra y comiéndose el pasto. No hay caso. Me he puesto a llorar de nuevo.
–Llore, mi niña, llore –oigo a Aurelia–. Hay que llorar cuando hay que llorar.
Sale y vuelve al poco rato con una bandeja.
–Tómese esta leche caliente con vainilla y métase en la cama. Las sábanas están muy heladas –dice.
Luego me abraza y me da un beso en la frente.
Dios mío, eso no lo ha hecho nadie nunca. Un beso en la