–Mucho gusto –dice él. Sonríe con los ojos.
Entonces, se saca el sombrero y el pañuelo del cuello y se lo pasa por la cara, sacándose un poco el polvo.
No es lo que yo llamaría un buenmozo, pero tiene algo. En las manos, en los hombros, en la manera como aprieta la mandíbula. La voz es ronca, un tono más bajo que la de los hombres de acá.
Su boca es lo más suave del rostro. Algo gruesa, extendida. No mucho.
–Jerónima, necesitamos pasar –dice.
–Pero...
–Sé que nos hemos metido por el camino equivocado –me interrumpe él. Tiene una voz que domina sobre los otros ruidos del paisaje–. Pero no nos atrevemos ni a retroceder ni a dar vuelta. Nos caeríamos. Nuestros caballos están rendidos. Y no están acostumbrados. ¿Puedes ser tú la que se vuelva, por esta vez? –agrega–. Así nosotros podremos avanzar sin caernos.
Quedo en silencio. No sé qué decir. Miro hacia la caída vertical.
Lo que me faltaba, pienso.
–Por favor –vuelve a decir él–. No conocemos estos cerros y son muy altos.
Uno de sus caballos comienza a asustarse y a retroceder espantado con el viento que silba entre las rocas.
El jinete pierde los estribos y empuja a los otros caballos, que se acercan a mi yegua. Están muy nerviosos.
–¡Apúrese! ¡Dé la vuelta de una vez, niña! –grita alguien desde la comitiva.
–Torpes –digo fuerte.
Tiro fuertemente las riendas a la Amapola y doy, muy brusca, la vuelta, empujándola, fuerte, contra el cerro. Es la única manera. Rápido y de una vez. Las ancas de mi yegua chocan fuertemente contra la pared de roca y ella queda un segundo con las patas en el aire. Le doy el último giro, fuerte. La Amapola da la vuelta en redondo y logra aferrarse con media pezuña a la orilla de la saliente. Dos o tres peñascos caen. El grupo me mira, horrorizado.
Qué se creen estos idiotas. Me lanzo a galope de vuelta por la saliente. Mi yegua es la única que puede galopar por aquí. Sus herraduras finas sacan chispas contras las piedras del borde.
–¡Afuerinos de mierda! –les grito, haciendo bocina con las manos.
Y me lanzo en galope furioso hacia la casa. Es tardísimo. Voy a galope tendido por el atajo del cerro. Tengo que llegar luego.
En ese momento, casi choco con Gonzalo, que viene subiendo.
–Dónde estabas –dice–. Te andan buscando todos. Mi mamá está furiosa. Te ha buscado toda la mañana para que fueras a pelar membrillos. Dice que va a tomar medidas definitivas contigo...
–Sí sé –le digo–. Me encontré con unos imbéciles en la quebrada, en la saliente. Me hicieron dar la vuelta. Parece que venían de lejos. No se atrevían a devolverse ellos y no me quisieron dejar pasar. Tuve que devolverme por donde había venido. Les grité no sé qué.
Gonzalo me detiene el caballo.
–Para, para, para. Qué imbéciles. Qué quebrada. No entiendo.
–No sé. Dijeron que venían desde Copiapó. El que viene al mando se llama Alvar Ca...
–¡Carabantes! –exclama Gonzalo. Me mira alborozado. Luego me mira, risueño–. ¿Les dijiste imbéciles? –dice–. ¡Es lo mejor que he oído! ¡Tienes la lengua de pólvora, Jerónima! ¡Son todo lo contrario a unos imbéciles! ¡Son los hombres de Pedro León Gallo, unos héroes en el norte! Es el grupo de mi amigo Benjamín Vicuña Mackenna, los liberales del norte. Han llegado, por fin –dice, después–. Benjamín es mi amigo. A Carabantes lo conocí en el norte. Es un gran tipo, el mejor amigo de Gallo. Les ofrecí la casa para que descansaran antes de que llegaran a Santiago. Vienen a buscar apoyo y dinero para su revolución. Corre, adelántate –dice–. Avísale a la mamá... no, dile a la Gumercinda, mejor, que aumente la comida. Los llevo a la casa. Son mis invitados. Voy a salir a encontrarlos –dice.
Y sale galopando hacia el cerro.
26
Mierda. Tres veces mierda. No puedo creerlo.
Llego a la casa. La Ita está parada en la escalera de la entrada. Acompañada de todas mis tías, cuñadas, primas, de toda la parentela de la creación. Por qué serán tantos los Larraín, pienso. La Ita echa chispas por los ojos.
–Me cansé de tus rebeldías e insolencias –dice la Ita–. Esta es mi casa y aquí se hace lo que yo digo. Te arrancas de madrugada, te mandas cambiar sin decirle nada a nadie y llegas a esta hora. Yo llego hasta aquí. No me haré más cargo tuyo –dice–. Pedro verá qué hace contigo. Y esto va en serio.
La miro. Pienso que jamás se ha hecho cargo de mí. Sus palabras me resbalan.
–Ita, Gonzalo dice...
–No me hables más, Jerónima –replica ella.
Me da vuelta la espalda y entra en la casa, seguida de todos.
Corro a las cocinas. Le aviso a la Gumercinda.
–Ay, este Gonzalito, tan atarantado para sus cosas –dice ella. Pero echa un kilo de arroz a la olla y comienza a revolverlo con el aceite.
Subo a mi pieza. Estoy muy nerviosa. Me miro el pelo. Qué horror. No puedo estar más chascona. Parezco un animal salvaje, en verdad. Me lo escobillo y me hago una trenza atrás. Me queda chueca. La deshago. Trato de desenredarme, sin resultado. Mi pelo es demasiado crespo. Finalmente me lo tomo con un lazo grueso. Ahí se aplaca un poco. Busco frenética entre mis cajones. No tengo nada, nada decente que ponerme.
Por primera vez en mi vida siento que no puedo bajar a comer vestida con los pantalones de montar viejos de Gonzalo. Abro mi armario. Me meto como puedo en el vestido gris, lleno de botones. Odio heredar ropa. Este traje es de la Consuelo. Me miro al espejo. No está tan horrible. Por lo menos, el lazo de terciopelo azul le viene.
Cuando bajo, los de la comitiva del cerro van entrando a la casa por el portón. Con Gonzalo a la cabeza. Saludan a la Ita, al Tata. Piden perdón por sus ropas. Agradecen la hospitalidad. Saludan a las tías. La Cleme se pone roja, los mira sin mirarlos, de reojo. La Pita, en cambio, los contempla descaradamente, disecándolos con su mirada de ojo fijo.
Benjamín Vicuña Mackenna toma a Gonzalo por los hombros.
–Qué gusto volver a verte –dice.
Hablan del viaje. Han galopado por el desierto durante cuatro días.
Gonzalo presenta a todo el mundo. Las tías achican los ojos para ubicarlos. Buscan desesperadamente en su bolsa de apellidos conocidos.
–¿Este niño no es el hijo de la Carmen Mackenna? –dicen, cuando ven a Benjamín. Él sonríe.
–Soy el hijo, todavía, sí, gracias –dice.
–Ah, qué bien, salúdame a la Carmen cuando la veas –dice la tía Rosario, que no tiene sentido alguno del humor.
Los viajeros suben a arreglarse y, un rato después, bajan, en tropel. Ahora se les ven las caras. Parecen menos amenazadores de lo que se veían en el cerro.
El alto se detiene ante mí.
–Irreconocible –dice sonriendo y mirándome.
Me toma la mano y se inclina, sonriendo solo con los ojos. No sé cómo lo hace.
–Yo soy el afuerino de mierda que viene a cargo de todos estos otros afuerinos de mierda –murmura despacio para que solo yo le oiga–. Alvar Carabantes, a sus órdenes, Jerónima –dice después.
Se acuerda de mi nombre, pienso. Y me pongo roja como ciruela. Lo que me faltaba.
–Como está usted –digo.
Los otros también me saludan con inclinaciones