Jerónima. Ana María del Río. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ana María del Río
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789561234536
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pequeño e inerme. Sobre él parece precipitarse una lluvia oscurecida desde un cielo enemigo.

      24

      Poco después, veo al Tata, que sube precipitadamente en el coche cerrado, el que tiene los mejores caballos. Juan Pino, el cochero del Tata, está vestido para ir a Santiago. Es muy divertido verlo. Tiene una chaqueta especial, producto de la creatividad de la tía Cleme, que tiene la extraña idea de que todos los sirvientes deben vestirse como personajes de opereta. Juan Pino, gordo genético, metido a presión en esa chaqueta verde, ajustadísima, llena de botones dorados, con esa gorra de chofer, parece a punto de sufrir una apoplejía. Pero sé que él está sufriendo, uno, por lo apretado de la chaqueta y dos, por el trayecto que deberá hacer. Tendrá que cruzar por el puente de Pelvín.

      Más bien, no pasará por el puente de Pelvín. Juan Pino le tiene terror a los puentes, desde el episodio de la extremaunción. Llegará al puente y vadeará el río, metiéndose en el agua con caballos y coche. El Tata, desde adentro, le gritará, lo amenazará, le dará una pataleta. Probablemente lo golpee. Pero Juan Pino no cruzará por el puente. Pasará por debajo. Lo hace desde que tuvo que pasar hace unos años ese mismo puente bajo una lluvia torrencial, con el Tata, y un cura que iba a darle la extremaunción a un pariente. Juan Pino le dijo al Tata que no se podía pasar, que el puente estaba cediendo. El Tata saltó al pescante, le arrebató la huasca de las manos y se largó a pasar el puente. Este se quebró cuando iban llegando a la orilla y los tres se precipitaron a las aguas, bajo una lluvia torrencial. Los Santos Óleos se fueron nadando por el agua, el coche se destrozó, murió el caballo, murió el cura y el Tata llegó a la orilla sosteniendo a Juan Pino, medio ahogado.

      Desde esa vez, Juan Pino se ha hecho a sí mismo una promesa de vida: él no cruzará un puente nunca más en su vida. Y así lo ha hecho hasta ahora.

      –Estás despedido –le dirá el Tata cuando lleguen al otro lado.

      Pero no lo despide nunca. Porque Juan Pino es el mejor cochero que el Tata haya tenido nunca. Mantiene a los caballos brillantes, alimentados, dóciles. Les habla al oído y los animales le obedecen hipnotizados por su voz brusca y chirriante.

      Cuando van partiendo, Gonzalo se acerca, galopando en su caballo.

      –Papá.

      –Es urgente, papá. Me ha llegado la noticia de que el presidente Montt ha dado la orden de que repartamos pan a la gente...

      –¡Sí, lo sé! ¡Por eso estoy yendo a Santiago! –grita el Tata, indignado–. ¡Para qué más! Era lo que nos faltaba. Darles pan y manteca diaria gratis. ¡Como si nadáramos en la abundancia!

      –Papá, pero yo puedo encargarme de...

      –¡Tú no te encargas de nada! –truena el Tata, sacando la cabeza por el coche–. No harás nada, ¿entiendes? ¡Nada! ¡El fundo sigue como está y sigue siendo mi tierra!

      Gonzalo corre junto al coche. –Papá, no quiero estudiar en Harvard. No quiero ser ingenie...

      –Nadie te está pidiendo tu opinión –dispara el Tata–. Te he dejado que vayas por tus caminos y has elegido las peores opciones. Y ahora, me sublevas a los campesinos con lo del comodato precario. Nadie me viene a mí con comodatos precarios, ni con repartición de tierras, ni con decretos sacados por debajo de la pierna.

      ¿Entiendes? Nadie.

      –Papá, es que...

      –¡Mi respuesta es no! –grita el Tata.

      Y se pierde en medio de una nube de polvo y gritos de Juan Pino, que va apurando los caballos para llegar al puente con luz de día.

      Me siento triste. Tanto que podría llorar. Monto mi yegua. La Amapola corre como el viento hacia el cerro.

      25

      El camino pasa enloquecido por mis ojos. El corazón me salta en el pecho y siento también el de mi yegua latiendo a mil.

      El camino se hace empinadísimo. Comienzan las piedras desnudas a aparecer. Es el cerro en su parte más dura. Hay una saliente y el camino es muy estrecho. Apenas cabe un caballo. Abajo está la parte más profunda de la quebrada. El fondo, de un verde inquietante.

      De pronto, desde la curva cercana, enfrente de mí, se siente un ruido de piedras cayendo a la quebrada con estrépito. Un grupo de jinetes desconocidos aparece bruscamente detrás de la curva.

      –Mierda –dice uno de ellos–. Que nadie se mueva.

      Me quedo mirándolos.

      Son muchos. Una comitiva. Se ven cansadísimos. Nunca he visto hombres más polvorientos. Casi no se les distinguen las caras. Y tienen los caballos a punto de cortarse, resoplando, mojados enteros por el sudor. Se ve como si vinieran desde muy lejos. Sus ropas son distintas. Traen pantalones anchos, enrollados a la cintura. Las caras, envueltas en pañuelos.

      Nunca los he visto. Obvio, no son de aquí. Se ve que no conocen el camino. Se han metido, todos en fila, por la saliente equivocada del cerro, por el lado del regreso. Les hago señas de que se devuelvan. No se mueven.

      Los miro. Tienen miedo de caer. En realidad, la caída es vertical. Por lo menos seiscientos metros. La senda ahí es demasiado angosta.

      Miro los caballos. También ellos tienen miedo. Mueven sus patas en el aire, sin querer avanzar.

      Algunos están a punto de desplomarse. Llevan unas especies de ropas de viaje. Extrañas. No son como las vestimentas de acá. Todos están tostados por el sol.

      Freno bruscamente frente a la nariz del caballo del que va delante.

      Él no retrocede. Avanzo un poco más, impaciente.

      Tiene que devolverse. Cómo no se da cuenta. Viene por el lado equivocado. Son las reglas del cerro.

      Lo miro. Es alto. Muy delgado. Debajo del polvo veo su cara delgada, de nariz grande. Y los ojos. Se le ven desde debajo del sombrero. Brillan. Ojos delgados, extendidos, intensos, oscuros, como cuchillos envainados.

      Me mira como si mirara un animal salvaje.

      Tienen algo esos ojos. Como si supieran las cosas desde antes, no sé. Siento algo raro cuando lo veo.

      No me importa, pienso. Tengo la preferencia. Voy subiendo.

      Pero ellos no se mueven.

      –Hola –digo–. Voy subiendo yo.

      Me miran. No dicen nada.

      El hombre alto me mira y tampoco dice nada.

      ¿Qué está esperando? ¿Que yo retroceda? Ni en sueños. Yo comencé a pasar primero, pienso. Llevo más de la mitad del camino recorrido.

      Adelanto mi yegua. La cabeza de la Amapola toca la de su caballo. Los animales se remueven, inquietos.

      Veo que eso le da miedo a él. Qué raro. Y a los demás también. Además, me miran como si nunca hubieran visto un ser humano por estos lados. Me están dando rabia, pienso. ¿Qué esperan para dar media vuelta? Parecen petrificados.

      Entonces, el alto levanta la mano y le hace señas a los de atrás.

      –Quietos –dice, volviendo la cabeza–. No hagan ningún movimiento. Sujeten los caballos.

      Yo avanzo más con mi yegua. Me acerco a él. Siento el ruido del viento silbando con rabia. Los árboles verde oscuro del fondo se mueven inquietos.

      –Tienen que devolverse ustedes –digo, echándome el pelo para atrás–. No se puede bajar por esta pendiente. Solo subir.

      No sé por qué estoy nerviosa.

      Él me mira.

      –Buenas tardes –dice.

      –Hola –digo–. Quién eres.

      –Me llamo Alvar Carabantes –dice. Muestra con la mano hacia atrás–. Estos son mis compañeros. Venimos desde Copiapó.

      Desde Copiapó.

      Ah,