30
Parto. Gonzalo llega por detrás y me abraza. Sigue muy pálido. Su piel está helada, translúcida. Lo abrazo muy fuerte.
–Adiós, ratoncita –me dice–. En un día o dos estoy allá. Allá hablaremos.
–Odio esto –le susurro al oído–. Odio esta manera de hacer las cosas.
–Yo también –me contesta, en voz baja.
Bajo, vestida de viaje. El traje no es mío, por supuesto. Es uno viejo de Consuelo. La Gumer me lo ha arreglado. Odio heredar trajes. Me aprieta de todos los lados. Odio los vestidos.
Juan Pino carga mi baúl y lo pone atrás en el coche.
La Ita se acerca, con las tías. Me mira de arriba abajo. Me abrocha el botón del cuello.
–Me aprieta –digo.
–No importa –dice–. Ahora tienes que aguantar las cosas de la vida. Ya no podrás hacer lo que quieras. Comienzas una nueva vida. A ver si ahora empiezas a comportarte normalmente, para variar –agrega.
Era infaltable. No podía faltar ese agregado, pienso.
El Tata se acerca y me abraza, cariñoso.
–Llego en unos días más, después de organizar los turnos para el túnel. Ahí veremos varias cosas. Habrá que comprarte ropa y otras cosas. Te recibirá la Juana Rosa en Santiago –dice en voz alta, después–. Cuando no estoy, ella queda a cargo de la casa.
La Ita se acerca. Me pone cerca su cara tirante para que la bese. No lo hago.
–Adiós, Ita –digo, mirándola fijo.
–No mires de esa manera –dice nerviosa–, como si quisieras pegarle a la gente. Y, por lo que más quieras, trata de peinarte bien todos los días, por Dios –dice–. Que no parezcas una leona escapada del circo. Por supuesto, dejas esos pantalones viejos aquí, ¿no? Servirán para trapear el suelo. Allá deberás ponerte vestido, como la gente. Y no andar contestando insolencias. Adiós.
Se da media vuelta y entra a la bodega, con las llaves que le tintinean en la cintura. Se pone a sacar lentejas y a pesar azúcar.
Eso es todo, pienso. Se me ponen los ojos brillantes de lágrimas y me da rabia. No lloraré, por la mierda, pienso.
La Ita es de fierro enlozado, pienso.
La Pita y la Consuelo vienen a despedirse. Las dos han llorado. Se les nota. Tienen los párpados rojos, hinchados. Es la primera vez que me dan un poco de pena. Lo único que quieren ellas en este mundo es irse a vivir a Santiago. Y resulta que yo, la que no quiere irse, se va castigada a la capital.
Las dos se acercan.
–Adiós, Jerónima. –Y luego, me susurran, al oído–: Muérete, imbécil, en Santiago.
Pero lo dicen en voz tan baja que solo yo las oigo.
Subo al coche. El traje cruje. Los asientos como de un hule negro resbalosos, heladísimos, crujen también.
La Gumercinda me mira. Me abrazo a ella, llorando con hipo, sintiendo que la vida se me va lejos, que toda mi infancia ha sido cortada de cuajo. De un hachazo.
Vuelvo a subir al coche. Juan Pino huasquea a los caballos. La Gumer sigue al coche un rato, medio corriendo, teniéndome de la mano por la ventanilla, hasta que los caballos alcanzan velocidad y tiene que soltarme. Saco la cabeza por la ventana y me quedo mirándola, yéndose hacia atrás, hacia el pasado, viendo cómo se va volviendo más y más pequeña, mucho más de lo que es.
Y entonces, siento fuerte que yo ya no soy yo.
31
Es horrible. Voy sola, dentro de un coche cerrado como cárcel, helado, resbaloso, que salta como los mil demonios, irreconocible, vestida con un vestido horrible heredado, con un cuello inmenso, blanco. Parezco una huérfana y eso soy. Llevo un abrigo de viaje con capucha de piel, que tampoco es mío. Tengo el pelo desenredado hasta las lágrimas por la Gumercinda, y apretado con una cinta oscura de raso azul que me tira tanto que no puedo cerrar los ojos. Apenas pasamos la primera curva de la cuesta, me lo suelto y tiro la cinta azul por la ventanilla. Cae arriba de un cactus candelabro.
Esto es más grande que yo, pienso. No puedo. No podré irme sola a...
Entonces, los veo.
Los campesinos.
Ahí están, sentados en una de las laderas del cerro, junto a tarros humeantes, teteras rotas. Tienen mantas en la tierra. Han hecho un fuego. Veo a perros escuálidos, niños inflados, con la cara en punta. Se ven como distraídos, absortos, mirando fijamente a la lejanía. No hablan. No se mueven. Como si estuvieran paralizados.
Golpeo las paredes del coche.
–Juan Pino, para –digo–. Quiero despedirme de ellos.
–No puede bajar, niña, órdenes de don Pedro –vocea desde afuera, él–. Debemos llegar con algo de luz a Santiago.
Y le pega un huascazo a los caballos. Justo en el hocico, donde les duele.
–¡No los huasquees! –grito. Pero el viento apaga mi voz. Silba furibundo, lleno de rabia creciente y ráfagas heladas.
Vuelvo a ver a otro grupo de campesinos sentados. Esperan. Esperan algo. Pero nada llega. El silencio y el viento compiten en la cumbre.
Entonces, lo veo a él.
Es Carabantes. Más allá, veo a la comitiva. Se les ha adelantado. Acerca su caballo al coche. Me ve por la ventanilla. Mira mi cara manchada por las lágrimas. No quiero que me vea llorar. Vuelvo la cabeza. Se queda quieto, mientras el coche pasa, a toda velocidad, a su lado. Levanta levemente su mano grande al pasar. Ha visto mis lágrimas. Me mira fijo con esos ojos que parecen entender todo.
Me mira con esa especie de luz oscura que le hacen esas ojeras algo violeta que tiene alrededor de los ojos.
El coche se aleja.
En ese momento, me acuerdo.
–¡La Amapola! –grito–. ¡No me despedí de ella!
Me pongo de pie dentro del coche.
No me despedí de ella.
No puede haber nada peor, pienso. Nada de lo que venga puede importarme ya.
Y entonces me pongo a llorar sin consuelo.
TERCERA PARTE
1857
1
Llegamos. Es la última hora de la tarde. El coche se detiene ante un gran portón cerrado.
Es la casa del Tata. Ocupa toda la manzana. Calle de los Huérfanos con calle de los Baratillos Viejos. Parece una fortaleza de una cuadra por lado. Ventanas embarrotadas a la calle, por todo el muro. Junto al portón de entrada hay un alero con el espacio para el escudo de armas de los Larraín. Está vacío. Junto al portón de entrada hay otra puerta, más estrecha. Me asomo y es una tienda de velas de cera, cordobanes, lazos, riendas para caballos. Gonzalo me ha contado que ahí vive el maestro Larra, hijo natural de algún Larraín anterior, que lo han protegido permitiéndole vivir ahí como zapatero a cambio de achicar su apellido, convirtiéndolo en Larra, tan solo. Quién acepta algo así, pienso. También sé que le llevan almuerzo desde la cocina. O sea, las sobras. Yo no habría aceptado eso, ni muerta.
Entramos a un amplio patio de adoquines. En ese momento, alguien se adelanta chancleteando y abre la puerta de entrada a la casa.
–A la horita que me viene llegando, Pino –rezonga con voz ronca.
Es una vieja que tiene los ojos muy abiertos con la extrema tirantez del moño. Es muy baja, más que la Gumercinda, incluso, y tiene cara de acidez. No me mira de lo encorvada que anda. Se adelanta y abre las dos hojas de la puerta de la casa.
–Pase, no más, señorita