Ya estaba todo dicho y la decisión tomada.
Resultaba obvio que, de entrada, ambos, se habían causado una buena impresión.
La señora presidenta supo de inmediato que la persona que estaba sentada frente a ella era el candidato ideal y que cumpliría con sus obligaciones de la mejor manera posible.
Sabía reconocer a los sujetos valiosos para la empresa de una sola ojeada.
No obstante, extrajo unos papeles de una carpeta situada sobre la mesa, consultó las anotaciones detenidamente y no tuvo más remedio que llegar a la misma conclusión que su jefe de personal.
No podían dejar escapar a Rodrigo Díaz de Vivar.
Y no lo hizo.
Firmaron todos los papeles necesarios esa misma mañana.
Los años siguientes fueron un continuo ir y venir a lugares de nombres a menudo impronunciables, trabajando en condiciones límite.
Sofocando incendios accidentales o provocados, siempre bajo presión y la mayoría de las veces arriesgando la vida.
Rodrigo cumplió con creces con su deber.
Nunca defraudó las expectativas que sus superiores habían puesto en él.
Cuando llegó el momento de la jubilación se retiró en la cúspide de su profesión.
Y apenas unos meses más tarde, de modo inesperado y de un día para otro, su vida dio un vuelco de ciento ochenta grados.
El eminente oncólogo, Fernando, su amigo de infancia, fue el emisario elegido por la Parca.
El encargado involuntario de notificarle el inminente final de su paso por este mundo.
Y un descerebrado terrorista, desalmado e hijo de puta había acabado con la vida de Mr. Miau.
Con el fin de evitar las continuas llamadas con las que Fernando no dudaría en atosigarle a diario, envió un último mensaje a su amigo por WhatsApp informándole de que estaría ilocalizable durante las próximas semanas.
Pensaba viajar por las islas y atolones de la Polinesia Francesa, especificó sin saber exactamente el porqué de esta aclaración.
Fue lo primero que le vino a la cabeza y de hecho era uno de los viajes que tenía previsto efectuar en lo que se suponía iba a ser una jubilación dorada.
En cuanto a este último punto, por desgracia, los idílicos periplos planeados con tanta ilusión tendrían que esperar a otra vida.
Y eso, solo en el caso improbable de creer en la reencarnación.
A continuación, desmontó el móvil pieza a pieza para evitar ser localizado.
En el fondo, sabía que no lograría confundir al matasanos.
Se conocían demasiado bien, dependiendo el uno del otro en esa etapa de la vida en la que se forjan las verdaderas amistades.
Por esa misma razón, entre ellos, sabían diferenciar la franqueza del engaño.
Compartieron a lo largo de los años en el internado una inmejorable alianza de intereses, en la que ambas partes salían beneficiadas.
Pactaron un «quid pro quo» ecuánime, estable y ponderado.
Cuando Fernando sufría el acoso de los matones de la escuela, allí estaba Rodrigo para arreglar las cosas a su manera.
Un par de certeros puñetazos acompañados de algún que otro doloroso puntapié en la entrepierna de los acosadores y asunto solucionado.
En contrapartida, Fernando siempre se mostraba dispuesto a echar una mano en época de exámenes.
Se habían vuelto expertos en deslizarse notas aclaratorias al amparo del pupitre sin que los profesores tuvieran la más mínima sospecha.
Por lo que, teniendo en cuenta estos antecedentes, el mensaje, lejos de tranquilizar al oncólogo, logró exactamente el efecto contrario.
«¿La Polinesia Francesa? ¿A quién quieres engañar?» pensó, notando cómo le asaltaba un atisbo de inquietud. «¿Qué estarás tramando?» se preguntó, respondiéndose él mismo a continuación: «Supongo que nada bueno».
Por supuesto, continuó llamando y enviando mensajes al móvil de su amigo a pesar de que el dichoso contestador automático respondiera una y otra vez «el número al que llama no está disponible en estos momentos…».
«Bueno, ya darás señales de vida cuando lo creas conveniente» acabó admitiendo el galeno, dándose por vencido.
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A raíz del atentado terrorista, Rodrigo se vio obligado a instalarse de manera provisional en un pequeño estudio de alquiler mientras reparaban los destrozos causados en su apartamento.
Por suerte, su nuevo domicilio se encontraba ubicado en el mismo barrio.
En un edificio de fachada señorial de principios del siglo XX recientemente restaurado.
La constructora, ávida de beneficios, había conseguido dividir los espaciosos apartamentos originales en un sinfín de minúsculos cuchitriles.
En su afán por multiplicar su inversión, estos últimos carecían de recibidor.
Al abrir la puerta de entrada te dabas de bruces directamente con la sala de estar. Otra puerta corredera, transparente por más señas, separaba el cuarto de baño, en el que apenas podías moverte sin chocar contra algo, del resto del diminuto habitáculo.
La cocina tampoco es que fuese mucho mejor.
Funcional a la vez que pequeña.
Muy, muy pequeña.
Una mesa y cuatro sillas, un par de estanterías así como un sofá cama, todo de diseño sueco, de la «prestigiosa» empresa Ikea por más señas, según le informó sin ruborizarse el arrendador, componían el limitado mobiliario.
El incómodo sofá cama ocupaba la pared del fondo de la habitación, con lo que si tenías la habilidad necesaria para poder desplegarlo sin lesionarte antes de perder la paciencia, la estancia se convertía por arte de magia en algo parecido a un dormitorio.
Por suerte un amplio y luminoso balcón que daba a una arbolada avenida compensaba con creces todo lo anterior.
El piso se adaptaba a sus nuevas necesidades y el precio, contra todo pronóstico, no resultó desorbitado.
Rodrigo hizo un cálculo por encima del estado de sus finanzas.
¿Qué sentido tenía ahorrar a estas alturas?
Podía permitirse alquilar la suite presidencial del mejor hotel de la ciudad sin que se resintiera su economía.
Por desgracia, tendría que vivir furtivamente lo que le quedaba de vida.
En un mundo predominantemente digital tiranizado por la ciberseguridad y la ciberdefensa, las escuchas telefónicas y todo tipo de controles electrónicos, él permanecería anclado en un confortable entorno analógico.
Y continuaría ilocalizable, evitando cualquier contacto con el pasado.
«Bueno, supongo que a partir de ahora soy lo más parecido a un fugitivo» pensó con un suspiro de resignación.
Tomó asiento.
Comprobó que la pluma estilográfica tenía tinta, retiró el capuchón y se dispuso a escribir.
En primer lugar, apagón digital total.
Ni móvil, ni tablet, ni ordenador, ni tarjetas de crédito.
Prescindir