Cuando Rodrigo les presentó, supo enseguida que los dos eran almas gemelas, hechos el uno para el otro y que estaban predestinados a encontrarse.
Él fue un simple intermediario.
Desde el primer instante, pudo comprobar que ambos habían sentido una mutua e hipnótica atracción.
Con el paso del tiempo Isabel se había convertido en una investigadora de prestigio que no había dudado en arriesgar el patrimonio familiar heredado de sus progenitores para obtener fondos con los que poder investigar enfermedades raras.
Esas que no interesan a las grandes multinacionales farmacéuticas por falta de rentabilidad inmediata.
Isabel y Fernando, contrariamente a sus tocayos los Reyes Católicos, formaban una pareja bien avenida, altamente cualificada y comprometida en salvar el mayor número posible de vidas humanas.
Algo digno de respeto y admiración, que decía mucho a su favor y que por desgracia no suele abundar hoy en día.
Antes de separarse, los dos amigos dedicaron unos instantes a rememorar antiguas vivencias en común.
Puro compromiso social entre personas dotadas de una educación exquisita.
Poco después Rodrigo recuperó su chaqueta del sillón en el que la había depositado al entrar y se dispuso a iniciar una retirada estratégica.
Fernando también se levantó para acompañarle.
Al llegar a la puerta, justo antes de salir, Rodrigo giró sobre sí mismo y sin razón aparente se fundió con Fernando en un fuerte abrazo que sonaba a despedida definitiva.
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Obviando el flamante ascensor de cristal, Rodrigo decidió bajar por las escaleras.
Cabizbajo, atravesó el inmenso vestíbulo de la clínica.
Al llegar a la calle, indeciso, alzó la mirada al cielo y respiró hondo.
—Un día agradable para pasear —pensó, al tiempo que hurgaba en los bolsillos de sus pantalones en busca de un pañuelo con el que secarse el sudor que manaba de su frente.
Demasiadas emociones enfrentadas.
Para su asombro, notó cómo en algún lugar recóndito del cerebro sus congénitas defensas mentales comenzaban a levantar barreras destinadas a evitar que los traumas se instalaran a vivir en su mente.
Quién le iba a decir al salir de casa esta mañana que su vida sufriría un cambio tan drástico.
Camino de la clínica, recordaba haber deambulado unos minutos entre los tenderetes del mercadillo ecológico que tenía lugar una vez a la semana en la plaza en la que se encontraba su hogar.
Había intercambiado saludos con varios vendedores a los que solía comprar frutas, verduras o miel, así como una gran variedad de quesos artesanales.
Todos productos de proximidad.
Recién traídos de las huertas y vaquerías situadas en los alrededores de la ciudad.
Kilómetro cero.
Algunos de los comerciantes, además, llevando al límite su defensa del medioambiente, acudían pedaleando.
Orgullosos, transportaban su carga en vistosos triciclos eléctricos decorados como los famosos tuktuks y trishaws del sudeste asiático.
También de vuelta a casa, como hacía cada semana, tenía previsto adquirir un batido saludable de verduras recién exprimidas y un par de pasteles vegetarianos.
Parecía que había transcurrido una eternidad desde entonces.
Decidió regresar a su domicilio caminando.
A medida que avanzaba fue contando las palmeras zarandeadas por el viento de levante que bordeaban el paseo marítimo.
A continuación, y sin saber la razón exacta, también anotó mentalmente los pasos que separaban una palmera de la siguiente.
Al cabo de un rato, detuvo su caminar y se sentó en uno de los bancos del paseo.
Con la mirada perdida en el horizonte, encendió un cigarrillo mientras trataba de asumir los cambios radicales que se avecinaban en su existencia.
Las risas de un ruidoso grupo de adolescentes al pasar interrumpieron sus reflexiones.
Todos vestían camisetas blancas de la diseñadora británica Katharine Hammett con mensajes escritos en letras enormes en defensa del medioambiente o en contra de la proliferación de residuos plásticos.
Saltaba a la vista que, pese a su juventud, formaban parte de una generación que ya estaba concienciada con la ecología.
Y que provenían de familias adineradas, porque esas vistosas camisetas no resultaban económicas precisamente.
Dos de los chicos, seguramente con la intención de epatar a las jovencitas que les acompañaban, asumiendo más riesgos de los estrictamente necesarios, cabalgaban patinetes tuneados, saltando y caracoleando por encima de cualquier banco, bordillo o barandilla que se cruzase en su camino.
Sin ser conscientes de ello, ponían en peligro con cada acrobacia su integridad física como si fuera algo de lo más normal del mundo.
Inconscientes, con toda la vida por delante, desbordaban alegría de vivir.
Ellas, cosa rara para su edad, reían a mandíbula batiente mostrando sin complejos sus correctores dentales al tiempo que animaban a los chavales a superar sus arriesgadas proezas.
Nuevos tiempos, nuevas actitudes, nuevas maneras de enfocar la existencia.
«Bueno, esto es lo que hay. Supongo que así son las cosas hoy en día. Ni peor, ni mejor que en épocas pasadas, simplemente diferente», pensó para sí Rodrigo en un intento pueril por establecer comparaciones inadecuadas en las que él sin duda tenía todas las de perder.
Entonces, advirtió las miradas furtivas que le lanzaban las jóvenes.
Pensó para sí que no debía de lucir muy buen aspecto teniendo en cuenta que las mocosas le miraban como a alguien recién salido de algún afterhours de mala muerte.
Se limitó a sonreír y se encogió de hombros.
Reanudó la marcha.
Mientras esperaba a que el semáforo pasase a verde, lanzó una ojeada a su alrededor.
Comprobó que había cámaras de vigilancia en las cuatro esquinas de la intersección de las dos avenidas.
Cámaras en las tres sucursales bancarias cercanas.
Más cámaras en la fachada de la farmacia y en los principales establecimientos circundantes.
Cámaras, cámaras y más cámaras.
Alzó la mirada al cielo.
Como si implorara ayuda divina.
Entonces, atónito, acertó a divisar un punto negro que permanecía suspendido en el aire.
—Hay que joderse —se dijo para sí—, ahora también nos espían con drones —prosiguió, al tiempo que arqueaba las cejas—. Estamos rodeados, controlados, vigilados.
Se planteó un urgente cambio de domicilio.
Instalarse en el campo, lejos de las urbes masificadas.
Recluirse en una cabaña al borde de un lago y acabar lo que le quedaba de vida bucólicamente.
De repente, el peculiar sonido que indicaba a los invidentes que el semáforo estaba en verde para los peatones interrumpió sus pensamientos.
Se internó confiado por el paso de cebra.
En el momento en el que atravesaba vio llegar a toda velocidad a dos coches que parecían competir entre ellos.
Tuvieron