La señora dio un respingo sobresaltada al tiempo que enarbolaba un bastón en actitud amenazadora.
—Lo siento, no pretendía asustarla —dijo él, con voz pausada mientras sonreía afablemente.
—No pasa nada, pensé que era uno de esos ladrones drogadictos —exclamó la anciana, tratando de adivinar las intenciones del intruso.
Así que interpuso en todo momento su cuerpo entre el carrito y Rodrigo por si este pretendiera arrebatárselo.
—¿Qué hace por estos andurriales, se ha perdido? —inquirió ella, preguntándose a qué venía ese súbito arrebato de generosidad.
—Me he equivocado de calle —respondió él.
—Pues debería prestar más atención por dónde camina, este no es un buen lugar para pasear —advirtió ella.
Escrutando la cara de Rodrigo con atención, al cabo de un momento llegó a la conclusión de que este último no representaba un peligro inminente, incluso parecía una buena persona.
Por desgracia, hacía mucho tiempo que ella no se había cruzado con ninguna buena persona.
Estaba rodeada de maleantes y de gente dañina para sus semejantes.
La gran mayoría sádicos de manual, el tipo de persona que siendo testigo de un accidente de tráfico opta por disfrutar del dolor ajeno y robar las pertenencias del accidentado en lugar de llamar a una ambulancia.
Cosas del barrio.
—Ya he notado que no hay demasiados blancos por la zona —comentó él.
—Solo quedo yo —informó ella—, y eso es porque no puedo marcharme —añadió.
—¿Marcharse adónde? —se interesó Rodrigo.
—A mi pueblo, de donde nunca tendría que haber salido —declaró la anciana, resignada, al tiempo que se enderezaba para recomponer su postura.
—¿Y por qué no lo hace?
—Porque con la miseria de pensión de viudedad que cobro no me daría para poder vivir y además sentiría mucha vergüenza de que me vieran llegar allí en estas condiciones .
—¿Y no recibe algún tipo de ayuda?
—Los servicios sociales me visitan a menudo —comentó ella antes de añadir —aunque estoy convencida de que vienen con tanta asiduidad con la esperanza de encontrar mi cadáver y así quitarse el problema de encima.
—Aparte de la vergüenza, ¿qué le impide irse a su pueblo?
—Ya se lo he dicho, la falta de dinero.
—¿De cuánto dinero estaríamos hablando?
—Pues ahora que me lo pregunta, no sabría contestarle. Nunca se me ha ocurrido hacer cálculos.
—¿Treinta mil serían suficientes? —ofreció él.
—¿Pesetas? —inquirió ella.
—No, señora, las pesetas ya no existen desde hace mucho tiempo, le estoy hablando de euros —puntualizó él.
—¿Treinta mil dice usted? ¿Me toma el pelo? Me conformaría con la mitad o incluso con menos —manifestó ella estupefacta, poniendo los ojos como platos.
Saltaba a la vista que no alcanzaba a comprender.
—Pues en ese caso prepare las maletas —dijo él—, mañana por la mañana pasaré a buscarla con un taxi para llevarla a la estación y le entregaré el dinero —añadió.
—No tiene gracia —le recriminó ella—, no está nada bien reírse de una pobre vieja como yo —gimoteó, pensando hasta dónde podía dar crédito a la inesperada oferta.
La expresión de su cara venía a decir: ¿dónde está la trampa?
—Le aseguro que no es ninguna broma —la tranquilizó él, antes de confesar cuando comprobó que había captado su atención—, mi médico me ha confirmado que estoy muy enfermo y que me queda muy poco tiempo de vida, por otra parte, me sobra dinero para lo que me queda de vida. Eso es todo —declaró, preguntando a continuación—: ¿Quedamos mañana a las diez?
—¿Lo dice en serio? —exclamó ella, poniendo cara de circunstancias.
La extrañeza reflejada en su rostro era algo digno de verse.
—Por supuesto —contestó él.
Tuvo que emplearse a fondo para lograr convencer a la señora de que sus intenciones eran amistosas.
—Rodrigo —informó él, cuando la anciana le preguntó por su nombre.
—Lo siento mucho, aquí le estaré esperando. Que Dios le bendiga —musitó ella, tratando de contener los sollozos.
—Bueno, dejemos a Dios tranquilo, supongo que tendrá mejores cosas de las que ocuparse, porque visto lo visto, en este barrio no es que se note mucho su presencia —soltó Rodrigo en tono sarcástico.
Una simple ojeada dejaba bien claro que los seguidores de Alá no es que fuesen mayoría, es que eran los únicos moradores en muchos metros a la redonda.
—Le aseguro que no echaré de menos este lugar —dijo ella tras un fugaz parpadeo—, no entiendo ni una palabra de lo que dice toda esta gente que nos ha invadido. —Se pasó una mano temblorosa por el cabello antes de continuar—. En mi propio país, resulta que nadie habla mi idioma —suspiró decepcionada—, de modo que, para comprar en una tienda que no sea de los chinos, de los moros o de los negros tengo que caminar varias calles y por si fuera poco las cajeras de la tienda suelen ser ecuatorianas —informó antes de exclamar—: Con ellas al menos puedo conversar sin que me miren con odio.
Y ya que tenía a mano a alguien que parecía comprenderla y a quien no molestaban sus opiniones, aprovechó para explayarse a fondo.
—Mire, yo vengo de un pueblecito de La Mancha, mi abuelo era campesino y mi padre también —soltó de buenas a primeras—. Primero creo que fueron las hormigas argentinas, después las avispas asiáticas, los mosquitos africanos y los cangrejos azules o rojos salidos de no se sabe dónde, vaya usted a saber —enumeró sin tomar aliento—. Todas son especies depredadoras —afirmó de manera contundente, su nerviosismo iba en aumento y ya puestos, continuó su discurso—. También tengo un sobrino que es pescador y me cuenta que a través del canal de Suez están entrando peces asesinos que acaban con toda la pesca. —Rodrigo hizo ademán de estar de acuerdo—. Eso sin hablar de las plantas —prosiguió ella—. Y, para colmo, como no escuchamos a la naturaleza así nos va. O sea, las plantas, los bichos y ahora una invasión de humanos llegados en pateras. —No se molestaba en ocultar la antipatía que le generaban los inmigrantes—. Lo que quiero decir es que toda esta chusma que se ha instalado sin pedir permiso son aún mucho más dañinos que las plantas y las especies invasoras y como nadie pone el grito en el cielo, acabarán con nosotros más pronto que tarde.
El resentimiento que reflejaba su rostro dejaba bien a las claras que estaba harta de toda esa gente venida de otros continentes y que despreciaba todo lo relacionado con el país de acogida.
—Bueno, pues hasta mañana —dijo Rodrigo, aprovechando que ella había detenido su diatriba para tomar aire, al tiempo que depositaba unos billetes en la mano temblorosa de la señora—, póngase guapa, compre ropa nueva y vaya a la peluquería y así podrá hacer una entrada triunfal en su pueblo —añadió guiñando un ojo.
Y de repente, una fugaz sonrisa iluminó el semblante de la anciana.
Sin duda la primera en años.
Esperó a que la señora entrara en su casa y cerrara la puerta antes de reiniciar la marcha.
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Apenas había caminado unos pasos, cuando notó alarmado cómo el contorno iba perdiendo nitidez.