Parados uno al lado del otro, al tiempo que hacían rugir sus motores, los conductores kamikazes se lanzaron miradas de desprecio.
Retadoras.
No intercambiaron ni una sola palabra.
Ninguno hizo ademán de apearse, ni siquiera se dignaron a bajar los cristales de las ventanillas de sus respectivos automóviles.
Uno de ellos, con aspecto de psicópata recién escapado de algún manicomio cercano, simplemente le hizo al otro una peineta.
El interpelado, con pinta de majareta loco de atar, respondió con un corte de mangas.
Todo de lo más visual.
Emoticonos de carne y hueso.
Rodrigo continuó su camino.
.
El inconfundible estruendo de la deflagración le cogió por sorpresa en el preciso instante en el que se disponía a doblar la esquina.
Instintivamente se protegió la cabeza con los brazos al tiempo que en un acto reflejo se apoyaba contra la pared del edificio situado a sus espaldas.
Fruto de años de experiencia, de manera espontánea, su cerebro calculó el tipo y la cantidad de explosivo utilizado, la distancia letal que alcanzaría la onda expansiva, así como los daños que sin duda ocasionaría a su paso.
Esperó unos segundos antes de asomar la cabeza.
El espectáculo que pudo observar era dantesco.
Un escenario en ruinas.
Y entonces, el silencio sepulcral que había seguido a la explosión, se rompió de improviso con los aullidos de dolor de los supervivientes.
El caos se apoderó del lugar.
Cuando creía que la pesadilla había tocado fondo, levantó la vista y el corazón le dio un vuelco.
Situó sin ningún género de duda la zona cero del atentado terrorista justo enfrente del edificio en el que habitaba.
Sin pensárselo dos veces, cruzó la plaza a la carrera, sorteando los restos de los tenderetes desperdigados del mercadillo.
Evitó fijar su mirada en los cuerpos mutilados que yacían por doquier.
Tenía otras prioridades.
El pesado portón del inmueble había desaparecido parcialmente.
Divisó algunos trozos al fondo del portal.
Subió las escaleras de dos en dos sin aflojar el ritmo.
Con mano temblorosa logró al tercer intento introducir la llave en la cerradura y abrir la puerta.
De su apartamento diáfano, lo más parecido a un loft neoyorquino, no quedaba nada que se pudiera aprovechar.
El ventanal que daba a la plaza, arrancado de cuajo y los cristales hechos añicos.
Del mobiliario solo quedaban trozos desvencijados esparcidos por todas partes.
Algunas paredes estaban agrietadas.
Lanzó una ojeada a su alrededor y solamente encontró desolación.
Todos los cuadros que colgaban de las paredes, arrasados.
Su extensa colección de vinilos, volatilizada.
Los libros que ocupaban varias estanterías que siempre habían permanecido perfectamente colocados por orden alfabético, también habían volado por los aires.
La vajilla antigua ribeteada de oro de veinticuatro quilates adquirida en el curso de uno de sus viajes por tierras asiáticas, en mil pedazos.
Así como el peculiar mueble bodega que mantenía a la temperatura adecuada botellas de vino seleccionadas de las mejores añadas y procedentes de varias denominaciones de origen de prestigio.
Todo ello reposaba diseminado por los suelos, en una mezcla caótica, junto con la ropa contenida en los dos exclusivos armarios comprados a precio de oro en el Rastro de Madrid a un reconocido anticuario.
Como si hubiese pasado un tornado devastador, más propio de otras latitudes, todas sus pertenencias habían desaparecido y lo poco que quedaba de ellas era prácticamente irrecuperable.
Bueno, todo no, recordó que la semana pasada había llevado a enmarcar una copia exacta de 46 x 55 centímetros del cuadro L’origine du monde obra de Gustave Courbert, cuyo original está expuesto en el Museo d’Orsay de París.
Resultaba irónico que El origen del mundo se hubiese salvado de una catástrofe apocalíptica más acorde con el final de los tiempos.
Entonces vio a Mister Miau.
Frente a él, el cuerpo sin vida de su gato reposaba en una esquina de la sala.
Rodrigo se esforzó en mantenerse en pie, todo giraba a su alrededor y le costaba recuperar el aliento.
Le temblaban las piernas.
Hiperventilando, tuvo que apoyarse en la pared para evitar una caída.
Pese a que cerró los ojos con todas sus fuerzas, las imágenes no desaparecieron.
Tras varias tentativas infructuosas decidió abandonar y enfrentarse a ellas de una vez por todas.
Mister Miau era mucho más que su gato.
Era su amigo y confidente.
Formaba parte de su existencia.
Rodrigo, desolado por dentro, no soltó ni una sola lágrima.
Era algo innato en él.
Sufría pero nunca lloraba.
Simplemente contemporizaba con el dolor.
Hasta hoy.
Hasta ahora.
De repente y contra todo pronóstico, las lágrimas brotaron imparables, empañando sus ojos al tiempo que un grito desgarrador emergía de su garganta.
La imagen de Rodrigo Díaz, sentado en el suelo, con las rodillas contra el pecho, el cuerpo inerte de su gato en su regazo y los brazos cruzados en actitud protectora, resultaba particularmente triste y conmovedora.
Rememoró el primer día en que sus vidas se cruzaron.
Cuando una tarde, al volver a casa del trabajo, vio a un gato callejero acurrucado en el rellano de la escalera.
De pelo completamente negro y mirada inteligente.
Parecía muerto de hambre.
Cuando Rodrigo abrió la puerta, en un visto y no visto, el minino ya se había colado en el piso.
Esa misma noche compartieron cena.
Y desde entonces, vivían juntos aunque no revueltos.
Cada cual disponía de su espacio personal e intransferible.
Aunque para ser sinceros, Mister Miau no solía respetar las reglas de convivencia preestablecidas.
Otro partidario incondicional de la teoría según la cual es mejor pedir perdón a posteriori que permiso con antelación.
Era un gato orgulloso, de elegantes andares felinos.
Sus movimientos eran pausados, incluso indolentes, pero ello no impedía que de repente pudiera salir disparado como un resorte para atrapar al vuelo a sus presas favoritas.
Las palomas.
Apestosas ratas con alas, que osaban invadir su territorio y se atrevían a utilizar el balcón como si de un vulgar retrete se tratara.
Después de despedazar a sus trofeos de caza, a menudo empezaba a toser de manera intermitente y al cabo de un rato acababa vomitando, cosa que preocupaba a su dueño sobremanera.