Prescindiendo de vasos o jarras, algunos bebían a morro directamente del botellín.
Cosa que a él le resultaba bastante desagradable.
«Se están perdiendo las formas» pensaba a menudo.
El lugar se había convertido en un punto de encuentro entre colegas.
Pelayo Guerrero era una auténtica esponja, se empapaba de cualquier información de manera continua y guardaba cada dato interesante perfectamente compartimentado.
Los nuevos inspectores solían saludarle con cierto respeto dada su reputación, aunque enseguida ignoraban su presencia y sintiéndose en la seguridad de estar entre afines descubrían líneas de investigación de casos pendientes que se supone deberían pertenecer al secreto del sumario.
—Bueno, ¿qué te trae por aquí? —preguntó, quitándose las gafas para limpiar los cristales con el reverso de su corbata.
—Pasaba por el barrio y me apetecía recordar tiempos pasados.
—Ya veo. —Por supuesto, no creía que fuese una casualidad la presencia del artificiero en la taberna.
Se conocieron en la academia y durante algún tiempo compartieron el sueño de llegar a ser los mejores en su especialidad.
Habían creado vínculos afectivos forjados por el contacto cotidiano.
Con el tiempo acabaron convertidos en viejos compadres, de esos que pueden confiar ciegamente el uno en el otro.
Después, cada uno se internó por caminos profesionalmente divergentes.
Se notaba que Pelayo se sentía a gusto instalado en un ambiente conocido y seguro. Sin duda alguna, lo más cercano a su zona de confort.
Sujetaba con mano firme su copa, siempre la misma, no necesitaba cambiarla por una nueva.
Un signo con el pulgar levantado, y el barman vertía otra generosa medida de brandy.
También, siempre de la misma marca.
—No pienso volver a casarme —soltó de improviso y sin venir a cuento Pelayo—, porque no nos engañemos, todos sabemos cómo suelen acabar los divorcios. Económicamente, el marido siempre termina trasquilado, cornudo y apaleado —afirmó categórico.
«A quién coño le puede interesar que te cases o que no te cases» pensó Rodrigo para sí.
Se armó de paciencia.
Pelayo solía rematar sus peroratas con frases lapidarias.
Confesaba sin rubor a quien estuviese dispuesto a escucharle que para él el divorcio, y ya iba por el tercero, era más bien como una liberación en lugar de una pérdida.
—¿Y a ti qué tal te va con tu mujer? —preguntó el exinspector al ver que Rodrigo no se daba por aludido.
—No era mi mujer, solo vivíamos juntos y nos separamos hace ya bastante tiempo —informó Rodrigo—. Ya sabes, diferencias irreconciliables que impedían la convivencia. Su cableado sensorial comenzó a sufrir continuos cortocircuitos.
—En otras palabras, se le fundieron los plomos —tradujo Pelayo a lenguaje coloquial, acompañando sus palabras con una sonora carcajada.
—Sí, algo así —confirmó Rodrigo.
Acostumbrado a las elucubraciones de su colega, quien siempre te sorprendía con salidas de esas que no te esperas, Rodrigo trató de capear el temporal cambiando de tema.
Como de costumbre, no tuvo éxito.
Cuando a Pelayo se le metía algo entre ceja y ceja no paraba y continuaba exprimiendo el tema hasta la última gota.
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