—Todavía le quedan muchos cojines por destripar.
Según ella, ese era el diagnóstico apropiado tras consultar las radiografías y los resultados de los análisis de sangre.
Además de excelente cazador, como buen sibarita, Mister Miau adoraba que le pasasen la mano por el lomo, que deslizasen los dedos por el espinazo, que le rascaran detrás de las orejas y debajo de la barbilla.
No era capaz de disimularlo.
Un ruidoso a la vez que ronco ronroneo delataba su estado de felicidad.
—Chico, jamás serás un buen jugador de póquer, tienes que aprender a camuflar mejor tus alegrías —solía recordarle a menudo Rodrigo.
También es verdad que si alguien tenía la mala idea de intentar tocarle la tripa, en una milésima de segundo el lindo gatito mutaba en feroz pantera de la selva tropical, mostraba los colmillos con un rugido amenazador al tiempo que sacaba a pasear sus garras afiladas.
Y ahora, algún desalmado había acabado con su vida.
Rodrigo, sobreponiéndose al dolor que le embargaba, decidió llevar sus restos al cementerio para darle sepultura en el diminuto jardín de rocalla que se encontraba adosado al panteón familiar.
Al fin y al cabo, para él, su gato formaba parte de la familia.
Incluso más, si cabe, que alguno de sus parientes lejanos.
De los cercanos, ya no quedaba nadie.
Abandonó el apartamento con lo puesto.
Llevaba el cuerpo aún caliente de Mr. Miau bien sujeto bajo el brazo enrollado en un retal de cortina que milagrosamente se había salvado de la quema.
Al salir del portal camino del camposanto, se detuvo un instante y lanzó una ojeada a la plaza.
Había gente depositando ramos de flores y velas encendidas en medio de un silencio respetuoso interrumpido por algún que otro lamento esporádico.
Rodrigo tuvo por cierto que antes del anochecer no tardarían en presentarse grupos de rumanas o búlgaras, nunca lograba distinguirlas, para arramblar con todo y vender las flores a los clientes de las terrazas de bares y restaurantes.
Las velas servirían para iluminar las chozas de los poblados chabolistas en los que malviven hacinados miles de sin papeles con el visto bueno de las autoridades encargadas de controlar la inmigración ilegal que, bien sea de motu propio o por indicación de sus superiores, optaban por mirar hacia otro lado.
Para unos, pillaje y profanación.
Para otros, reciclaje y beneficio.
También observó abochornado la presencia de los primeros «despreciables turistas carroñeros», la mayoría enfermos patológicos adictos a un turismo tétrico, que acudían prestos a satisfacer su curiosidad morbosa y a grabar con sus móviles las imágenes más truculentas para el recuerdo.
Y lo qué es aún peor, para compartirlas en las redes sociales como si fuesen trofeos de caza.
Rodrigo Díaz, contrariado, molesto y entristecido abandonó el lugar con la cabeza gacha.
Las escenas impactantes de la masacre abrieron la parrilla de los telediarios y acapararon la totalidad de las portadas de la prensa escrita.
Horas más tarde, haciéndose eco de rumores procedentes del Ministerio del Interior, los medios de comunicación informaron de que el terrorista suicida responsable de la masacre era un conflictivo joven argelino de veintitrés años bien conocido por sus desmanes en el barrio y que solía frecuentar la mezquita situada a escasa distancia del lugar del atentado.
Rodrigo, tomando buena nota de ello, se limitó a levantar acta.
De golpe, con la muerte de Mister Miau, su existencia, que hasta esta mañana había sido perfecta, acabó desmoronándose por completo.
El odio visceral que experimentaba le corroía las entrañas.
Alguien tendría que pagar por ello.
La venganza le pareció la mejor opción para dar una razón de ser a sus últimos meses de vida.
Un semestre bien organizado da para mucho.
Como no esperaba nada positivo de algunos jueces y fiscales, teniendo en cuenta su precedente actitud en situaciones similares y que tampoco confiaba en que las cosas cambiasen en un sistema judicial demasiado politizado y obediente a la voz de su amo, decidió tomarse la justicia por su mano.
Ironías del destino, la historia se volvía a repetir diez siglos más tarde.
Porque, a pesar de no ser conscientes de ello, los autores de la masacre habían declarado la guerra al adversario más peligroso que pueda existir.
Ese que no tiene nada que perder.
Demostrando con ello que no conocían la historia o que en las escuelas coránicas no se la habían explicado como Dios manda.
Por lo que estaban condenados a repetir los mismos errores que condujeron siglos atrás a su expulsión de el Al Ándalus manu militari.
Resulta que Rodrigo, apellidado Díaz de Vivar, era descendiente directo de otro famoso Rodrigo.
Más conocido como el Cid Campeador.
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Ahmed Cheurfi, carnicero halal de tercera generación, vino al mundo a orillas del mar Mediterráneo en la ciudad argelina de Orán, en el epicentro de un barrio en el que abundaban familias formadas por republicanos españoles que se habían visto obligados a huir para salvar la vida ante la inminente victoria de las tropas nacionales comandadas por el general Franco.
Él realizó el viaje en sentido contrario.
En busca de un futuro mejor, desembarcó en el puerto de Alicante procedente de Alger tras una travesía complicada con olas de más de cuatro metros y vientos huracanados que superaban la fuerza seis.
Esto ocurrió a principios del mes de enero del año dos mil dos, pocos días después de la puesta en circulación del Euro, la nueva moneda europea.
Estuvo buscando durante cierto tiempo un lugar donde instalarse.
Finalmente optó por un local espacioso encajonado entre un colmado regentado por tres hermanos tunecinos y un bazar chino en el que todos los empleados pertenecían a la misma familia.
En el locutorio, territorio colombiano situado en la acera de enfrente, el incesante vaivén de gente de todo pelaje así como los oscuros y continuos trapicheos a plena luz del día no parecían extrañar a nadie.
Se trataba de un tramo de calle de no más de noventa metros de largo en el que estaban representados ciudadanos oriundos de cuatro continentes.
Gente diferente, ajenos a las raíces religiosas y culturales europeas.
Las fachadas pintadas, o más bien embadurnadas con todo tipo de reivindicaciones, así como la ropa tendida en las ventanas, dejaba bien a las claras que en este entorno la moda occidental no llevaba las de ganar.
Un territorio multicultural del que, vaya por Dios, la única cultura ausente era la de los nativos del lugar.
El típico cajón de sastre africano.
Todos los colores oscuros.
Ni uno blanco.
Hacía tiempo que todos los antiguos moradores nacionales, blancos, católicos y practicantes, habían emigrado a otras latitudes menos pintorescas.
—Bienvenido al mundo capitalista —saludó el mayor de los tres hermanos tunecinos, al tiempo que le ofrecía un puñado de dátiles, cuando Ahmed se presentó como el nuevo vecino.
Este último agradeció el detalle con una inclinación de cabeza al tiempo que se llevaba la mano al corazón.
Le preguntaron por su nombre