Ayudándose de varios rotuladores de diferentes tonalidades con los que diferenciar las prioridades, fue introduciendo los datos y apuntes perfectamente ordenados en carpetas multicolores para poder localizarlos rápidamente.
A medida que se le iban ocurriendo las ideas, fue anotándolas en el cuaderno.
Acto seguido, apuntó una lista con todos los materiales necesarios para llevar a cabo su venganza.
Consultó una libreta con las tapas de cuero que había sobrevivido a mil batallas tratando de descubrir en sus páginas manoseadas qué contactos podrían serle de utilidad en el caso que le ocupaba.
Proveerse de todos los artículos imprescindibles para construir los artefactos tampoco representaría un quebradero de cabeza, conocía varios puntos de venta en los que encontrar lo que buscaba.
Por supuesto, relacionar las compras de las piezas dispares con las que montar los dispositivos no estaba al alcance de cualquiera.
Solamente un profesional con muchos años de experiencia podría hacerlo.
Por suerte para él, ese tipo de especialista altamente cualificado suele desarrollar su trabajo en el sector privado. El salario que se recibe en los Cuerpos de Seguridad del Estado no es precisamente un aliciente.
Tras dedicar varias horas a elaborar un plan de ataque letal, barajando varias posibilidades a cual más mortífera, decidió tomarse un respiro.
Antes de levantarse para dirigirse a la cocina y poner agua a hervir para hacer un té verde acompañado de tostadas, mantequilla y mermelada de arándanos, también apuntó en la libreta que le servía de recordatorio, que siempre debería pagar la totalidad de sus adquisiciones al contado y en efectivo.
Concretar quién era exactamente el enemigo no resultaría tarea fácil.
Carecía del tiempo necesario para elegir entre Al Qaeda, Estado Islámico, Al Shabab, Ansar al Sharia, Abu Sayyal.
Demasiadas ramas del mismo árbol.
Decidió que talaría directamente el tronco.
Recordaba que viajando por Francia en los años ochenta del siglo pasado, le habían impactado varios grafitis garabateados en el muro exterior de un cementerio a la salida de París.
El primero rezaba «fuera argelinos».
Así, sin más.
A escasos metros, el siguiente mensaje ya había evolucionado y proclamaba sin complejos «fuera magrebíes».
Y para terminar, en letras enormes, alguien con visión claramente premonitoria, posiblemente algún pied noir obligado por las circunstancias a tener que retornar a la metrópolis, profetizando el negro futuro que nos esperaba, decidió globalizar la denuncia escribiendo
«FUERA EL ISLAM».
Claro aviso a navegantes.
Como según todos los indicios quedaba meridianamente claro quién había sido el responsable del cruel atentado que había costado la vida a su gato, Rodrigo decidió focalizar sus pesquisas en esa dirección.
Pasó parte de la noche devanándose los sesos pensando en qué tipo de respuesta sería la más apropiada.
Y bien entrada la madrugada el objetivo empezó a cobrar forma.
A falta de poder castigar como se merecía al autor material de la masacre, ya que el muy cabrón se había inmolado en el atentado, dirigiría su venganza contra el inductor.
Para los investigadores, aunque carecían de pruebas fehacientes con las que incriminarle, ese era sin lugar a dudas el nuevo imán de la mezquita.
A Rodrigo, sus indagaciones le llevaron hasta la empresa que había efectuado la instalación eléctrica de esta última.
Descubrir a la proveedora de gas tampoco supuso un problema.
Dedicó todo el fin de semana a planear la estrategia puliendo una y otra vez los últimos detalles.
No dudaba de su victoria, pues se sabía sobradamente preparado para entablar esta contienda.
Días más tarde estaba literalmente rodeado de explosivos.
Por simple cuestión de eficacia e incluso de supervivencia, había aprendido desde su niñez a trabajar en un entorno austero donde cada cosa debía ocupar un lugar determinado.
Dedicó su tiempo a preparar minuciosamente los artilugios necesarios para montar varios artefactos.
Estaba familiarizado con el manejo de explosivos hasta el punto de poder realizar todo el proceso de montaje con los ojos cerrados.
Su fijación por la meticulosidad rayaba en el trastorno obsesivo compulsivo.
Cosa que le había salvado la vida en más de una situación comprometida.
.
La mañana del día D, abrió los ojos sobresaltado al escuchar el estruendo del despertador bailando sobre un montón de monedas depositadas en una bandeja metálica.
A punto estuvo de dar con sus huesos por tierra.
Rodrigo Díaz se presentó en la mezquita luciendo la mejor de sus sonrisas.
Vestía un mono de faena de color azul oscuro.
Contrariamente a lo que se podía esperar, descubrió decepcionado que el morabito ocupaba toda la planta baja de un edificio bastante destartalado y no tenía nada que ver con otros que había tenido la ocasión de admirar en el curso de sus viajes por países islámicos.
Por ejemplo algunas joyas arquitectónicas como la Mezquita del Sha en Isfahán, la gran Mezquita de Hassan II en Casablanca o incluso la de los Omeyas en Damasco.
O, la más impresionante de las modernas, la de Sheik Zayed en Abu Dabi.
«Bueno, entre los creyentes mahometanos parece que también hay clases» se dijo para sus adentros.
Acto seguido saludó al imán en árabe.
Ante la mueca de estupefacción de este último, explicó que en el pasado había tenido una novia Palestina.
Que una musulmana se hubiera encamado con un infiel fue cosa que no pareció alegrar demasiado al clérigo.
—Revisión rutinaria de la instalación eléctrica —informó Rodrigo abandonando la sonrisa y adoptando la actitud que se supone a todo profesional en la materia, al tiempo que mostraba una tarjeta de identificación expedida por el Ayuntamiento en la que figuraba su foto.
—Sígame —invitó el imán, con cara de circunstancia.
Rodrigo deslizó una mirada al vetusto cuadro eléctrico al tiempo que carraspeaba mostrando signos de desaprobación.
—Esto no está bien. Nada bien —murmuró, mientras se rascaba la cabeza con gesto dubitativo.
A continuación dio a entender al religioso que dar el visto bueno a la deficiente y a todas luces manipulada instalación tenía un precio.
Resignado, el imán le ofreció quinientos euros.
Rodrigo aceptó encantado.
Una situación que a ninguno de los dos pareció extrañar.
El rushwat o bachich, o sea el soborno puro y duro, es moneda corriente y de curso legal en cualquier ámbito de la vida cotidiana en Oriente Medio y en el norte de África.
—Necesitaré algún tiempo para arreglar todo este desastre —comentó señalando con un amplio ademán el amasijo de cables que colgaban por todas partes.
—Ya me avisará cuando esté acabado. Veo que no me necesita —musitó el aludido con un ademán de disculpa.
Giró sobre sí mismo y se alejó abandonando a Rodrigo a su suerte.
«Está