Minutos más tarde, Rodrigo abandonó el lugar tras haber realizado los arreglos oportunos.
De vuelta a casa se desvió para entrar en una iglesia cercana.
Depositó los cinco billetes de cien euros en el cepillo situado en uno de los laterales del altar.
«Espero que el cura no se lo gaste todo en vicios» pensó, pecando de optimismo al tiempo que una sonrisa de satisfacción iluminaba su rostro.
Sonrisa que desapareció en un santiamén cuando comprobó al doblar la esquina cómo un grupo de gente de todo pelaje, la mayoría jubilados, observaban fascinados cómo una gran bola de roca suspendida del cable de una grúa de grandes dimensiones estaba demoliendo la fachada del edificio en el que se encontraba ubicado el cine más antiguo del barrio.
Bajo los embates de la enorme canica de piedra, iban desapareciendo uno a uno innumerables recuerdos de juventud que ya daba por perdidos.
Una imagen desoladora donde las haya y que retrataba en toda su crudeza el final de una época.
Rodrigo recordó con un atisbo de nostalgia las tardes de sesión doble en las que la muchachada disfrutaba de películas de romanos, de indios y vaqueros o de las aventuras de Tarzán, mientras alfombraba el suelo con ingentes cantidades de cáscaras de pipas de girasol.
«Cuando abra la nueva tienda que ocupará el lugar donde estaba el cine, no pienso comprar nada, nunca, jamás. Sea lo que sea que vendan» se juró para sus adentros.
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El agregado cultural de la embajada, acompañado y protegido por uno de los guardaespaldas de la delegación consular, penetró en la mezquita, como solía hacerlo cada primer lunes de mes.
Avanzó con paso firme al encuentro del imán.
Una vez en el interior del despacho de este último, ofreció el brazo derecho para que su acompañante le liberara con una llave especial de las esposas que le unían a una valija metálica.
Depositó la pequeña maleta que contenía el dinero encima de la mesa.
Sin más, dio media vuelta para dirigirse a la salida.
Con un gesto vago de la mano respondió a los zalameros agradecimientos del religioso.
Al agregado cultural le parecía que expulsar a los infieles de Al Ándalus resultaba excesivamente oneroso.
Sin embargo cumplió con la tarea encomendada sin rechistar.
«Es el precio a pagar para vencer en la guerra de liberación» se dijo para sus adentros.
Una vez en el exterior, siguiendo una rutina preestablecida, los dos musulmanes se instalaron para tomar un copioso desayuno en la terraza de un bar situado en la misma calle unos metros más arriba del templo.
No prestaron atención al anciano que ocupaba una mesa contigua a la suya y que parecía ensimismado con el contenido de la taza que sujetaba con mano temblorosa.
Rodrigo sonrió disimuladamente.
Su caracterización le había llevado más de dos horas de trabajo.
Un abuelo achacoso no representaba ningún peligro para nadie y más tarde tampoco nadie recordaría su presencia.
Rodrigo colocó la taza, cogió un periódico que había depositado previamente sobre la mesa y, parapetado tras las hojas de papel fingió de manera más que convincente que estaba leyendo.
Comenzó a pasar las páginas del diario lentamente.
Uno de los dos árabes lanzó una mirada y comentó riéndose por lo bajo:
—El viejo seguro que está buscando si salen amigos suyos en la prensa.
—¿Amigos suyos? —inquirió su acompañante poniendo cara de sorpresa.
—Sí —aclaró el primero—, en la sección de necrológicas.
Ambos estallaron en una carcajada.
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Para iniciar su venganza Ahmed no necesitaba armamento sofisticado de última generación.
En un mundo bélico en el que reinaba la tecnología punta, las maletas con bombas nucleares, también llamadas sucias, los misiles intercontinentales indetectables, los drones armados teledirigidos por control remoto desde lugares situados a miles de kilómetros de distancia, más todas las armas letales de las que el común de los mortales ni siquiera imagina que existen, él utilizaría simplemente los artilugios mortíferos que tenía a mano y que dominaba a la perfección.
Era muy bueno en lo suyo.
Separó dos cuchillos de acero de Damasco.
Nada más.
Rompiendo con la tradición, herencia de sus antepasados, concentró su atención en afilarlos meticulosamente con la piedra de agua japonesa que le había regalado su hijo por su último cumpleaños.
Una mueca de aprobación apareció en su semblante mientras se recreaba con el resultado obtenido.
Y puso rumbo a una cita a la que no podía faltar.
Ahmed deambuló por los alrededores bastante más tiempo del realmente necesario antes de decidirse por fin a penetrar en la mezquita.
Una vez en el interior de la misma, enfiló decidido el largo pasillo mal iluminado que conducía a una pequeña habitación que hacía las veces de despacho y en la que el clérigo solía recibir a los visitantes.
De las paredes de la estancia colgaban varias citas del Corán.
—¿Qué puedo hacer por ti? —inquirió el imán tras los saludos protocolarios.
—El atentado —musitó Ahmed con un hilo de voz—. No solo han muerto infieles, también creyentes y buenos musulmanes inocentes.
—Daños colaterales. Nada por lo que debas preocuparte —comentó el clérigo, sin mostrar ni un asomo de remordimiento.
Exhibía la certeza arrogante de estar en posesión de la única verdad.
Respuesta equivocada.
—Mi mujer y mis hijos no son daños colaterales —alcanzó a pronunciar el carnicero.
El religioso titubeó levemente.
Fue solo un instante en el que tuvo la perturbadora premonición de que su vida corría serio peligro.
Ese segundo que tardó en reaccionar, a la postre, resultó fatal para sus intereses.
Intentó huir a la desesperada.
Mala idea.
Eso enfureció, aún más si es posible, a Ahmed, que no pudo reprimir el ataque de ira profunda procedente de esa parte del cerebro donde reside el odio en estado puro.
El poder transformador de la furia ciega le proporcionó la fuerza necesaria.
Alargó la mano, atrapó al imán por el cogote y girando sobre sus talones estampó el cráneo de este último contra el quicio de la puerta antes de degollarle quirúrgicamente.
Fue un visto y no visto.
No hizo falta ensayar, degollar formaba parte de su rutina diaria.
Una vez acabado su cometido, se dispuso a abandonar el lugar.
Lanzó una mirada a su alrededor y entonces descubrió la valija que permanecía abierta encima de la mesa.
Asombrado al comprobar su contenido, una cantidad nada desdeñable de fajos de billetes nuevos, como recién sacados del banco, decidió llevársela consigo, ocultándola bajo su vestimenta.
Imposible renunciar a semejante fortuna caída del cielo.