Se notaba que hubiera preferido estar en cualquier otro sitio en este momento.
—Deberá llevar una prótesis para tratar de mitigar estéticamente los estragos causados por los explosivos —prosiguió, en un intento desesperado por desdramatizar una situación a todas luces aterradora.
Ahmed se acercó a la cabecera del lecho y tomó delicadamente la mano de su hijo dormido entre las suyas.
Expresar sentimientos en público no formaba parte de su modo de ser.
Pero, a pesar de todos sus esfuerzos por evitarlo, se vio obligado a utilizar la manga de su chaqueta para secarse las lágrimas que resbalaban por sus mejillas.
Pensó que a su vástago le habían arrebatado el futuro, impidiéndole disfrutar de una mínima calidad de vida para el resto de su existencia.
Un precio demasiado alto para alguien tan joven.
—Tardará algún tiempo en despertar —informó el galeno.
Y cuando parecía que las cosas no podían empeorar, entraron en la habitación dos personas que se presentaron como especialistas en psicología catastrófica.
Ahmed tuvo una premonición.
Apretó los puños preparándose para lo peor.
—Vuelvan más tarde —musitó con un hilo de voz.
—Me temo que eso no es posible. Tome asiento por favor —respondió el más joven de los dos.
Estaba convencido de que, aunque parezca mentira, es preferible dar las malas noticias en conjunto antes que informar a los afectados con cuentagotas.
Ahmed se dejó caer en una de las incómodas sillas.
La actitud de los recién llegados no dejaba lugar para la esperanza.
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El centro islámico de la ciudad ayudó en todo lo relativo al entierro de su esposa e hija.
Siguiendo el rito musulmán, varias mujeres de la comunidad lavaron a sus dos familiares.
A continuación, colocaron los cuerpos sobre el costado derecho orientado hacia la Qibia.
Para terminar, cerraron los ojos de las fallecidas y cubrieron sus cuerpos con una tela blanca de algodón.
Como Rodrigo Díaz de Vivar, Ahmed Cheurfi también puso en el punto de mira a los que consideraba responsables de la muerte de sus seres queridos.
No tardarían en lamentarlo.
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Rodrigo Díaz, desde el mismo día de su nacimiento, vivió y creció rodeado de artefactos pirotécnicos que se manufacturaban en la fábrica propiedad de su familia.
Su padre proveía de fuegos artificiales a numerosas poblaciones de la región, gracias a los contactos privilegiados que mantenía a base de continuos sobornos a alcaldes y concejales de todos y cada uno de los partidos políticos que ocuparan el poder en ese momento.
Mientras tanto, su madre diseñaba y modelaba muchos de los ninots que arderían en las próximas Fallas.
Apenas cumplidos los cuatro años, el joven Rodrigo ya había fabricado sus primeros petardos y cohetes.
Se movía a sus anchas por todos los rincones de los talleres respirando con fruición el aroma inconfundible de la pólvora quemada.
Con el tiempo elaboró artilugios explosivos cada vez más complejos.
Cuando llegó el momento de incorporarse a filas, como no podía ser de otra manera, desempeñó su cometido en una compañía de artificieros.
Una vez cumplido el servicio militar obligatorio, tras pasar por la academia logrando excelentes calificaciones y siendo uno de los alumnos más aventajados, obtener el diploma de técnico especialista en desactivación de artefactos explosivos fue simplemente un mero trámite.
Ingresar en los Tedax tampoco supuso un problema.
Teniendo en cuenta su historial académico le acogieron con los brazos abiertos.
Recibió con no disimulado orgullo la chaqueta, el pantalón, el protector pélvico y el de pie, así como el casco.
Todo con el nuevo sistema de refrigeración incorporado.
Todo un lujo para la época.
A partir de entonces, tuvo que enfrentarse a los zarpazos cotidianos de la banda terrorista ETA y a desactivar bombas en un entorno hostil y en un ambiente de guerrilla solapada sin salir de su propio país.
Fueron tiempos de plomo, en los que, para las fuerzas de seguridad del Estado, las provincias vascongadas eran lo más parecido a territorio comanche.
Más tarde, cuando las cosas se fueron normalizando, Rodrigo, para compensar que el trabajo, desde su punto de vista, se había vuelto monótono, rutinario y carente de alicientes, buscó nuevos desafíos.
En sus ratos libres, ideó sofisticados dispositivos a la vez que perfeccionaba sus conocimientos en robótica, investigando en concreto todo lo relacionado con drones y grúas de brazos articulados guiadas por control remoto.
Y de improviso, llegó ese tipo de oferta que no puedes rechazar.
Al tanto de sus investigaciones, una de las principales multinacionales del sector privado, puntera en la lucha para sofocar incendios en gaseoductos, oleoductos, yacimientos de gas y pozos petrolíferos, le ofreció incorporase a su plantilla de empleados de élite.
Un motorista enfundado en el inconfundible uniforme de la compañía, logotipo incluido, le entregó en mano la invitación para personarse en la sede central de la misma.
El día previsto y a la hora convenida se presentó en la recepción.
Tras identificarse ante los responsables de seguridad, estos comprobaron sus datos, le entregaron una cartulina reservada para los invitados VIP indicándole que debería llevarla colgada al cuello en todo momento, antes de señalar una fila de sillas en las que esperar a que alguien de la dirección acudiera para acompañarle.
Pocos minutos después, vino a buscarle una atractiva secretaria de piernas interminables que le guio a través de un laberinto de mullidos pasillos enmoquetados hasta una puerta de tamaño XXL decorada con incrustaciones doradas.
Durante todo el tiempo que duró el recorrido, Rodrigo permaneció hipnotizado por el vaivén provocador de sus caderas.
Sin lugar a dudas la encantadora muchacha era consciente de despertar curiosidad a su paso y quien dice curiosidad dice cualquier otro tipo de interés.
Libidinoso sin ir más lejos.
La joven belleza acarició levemente el panel con los nudillos, esperó unos segundos, abrió la puerta e invitó a entrar al apuesto visitante con una sonrisa cómplice.
Acto seguido, giró sobre sus talones y se alejó ondulando los glúteos como si estuviera en época de carnaval en el Sambodromo de Río de Janeiro.
Rodrigo tuvo que forzar la mirada para distinguir, allá en la lejanía del descomunal despacho, una figura humana que parapetada tras una mesa tallada en madera de secuoya le hacía signos con la mano invitándole a acercarse y tomar asiento en uno de los dos sillones de cuero situados frente a ella.
Acostumbrado a tratar con hombres, la presencia de una mujer dirigiendo una multinacional de estas características no dejó de sorprenderle.
La sorpresa le duró poco.
El tiempo justo de comprobar la mirada extremadamente inteligente con la que la dama en cuestión estaba haciendo una completa radiografía de su persona.
No se sintió incómodo.
—¿Sorprendido? —preguntó la anfitriona, como si le hubiera leído el pensamiento.
Estaba