A veces se preguntaba si últimamente su amigo no andaría mal de la cabeza.
—¿Eso es todo lo que se te ocurre para rebatir mis argumentos? —continuó provocando Rodrigo, a quien este tipo de enfrentamientos religiosos con Fernando le recordaban tiempos mejores.
Sin embargo, este último, creyente convencido y al tanto de la deriva irrefrenable hacia el laicismo de su compañero de estudios, siempre se había mostrado reticente a entablar discusiones estériles que no llevaban a ninguna parte.
—Pues poco más hay que añadir al respecto, tú lo has dicho todo —zanjó Fernando evitando con ello prolongar el debate.
—Exacto, ahí lo tienes —dijo Rodrigo, ahondando en la herida. No estaba dispuesto a soltar presa—. Ahora bien —continuó sin que nadie le animara a hacerlo—, imagina a alguien como tú, sin ir más lejos, que se pasa la vida acudiendo a la iglesia para asistir a la Santa Misa cada domingo —prosiguió—, rezando a diario, siendo buena persona, sin cometer ni un solo pecado a lo largo de toda tu existencia y que, cuando mueres y llamas a las puertas del Cielo convencido de que te aguarda la eterna felicidad, resulta que el que te está esperando en la entrada con una sonrisa diabólica es el mismísimo Satanás: «Hola, Fernando, bienvenido a mis dominios, coge una pala y no pares de echar carbón a la caldera. Por la cuenta que te trae no dejes que se apague el fuego». ¿Cómo te sentirías?
—No tiene gracia —respondió el interpelado—, ya sería tiempo de que madures de una vez por todas —aconsejó impertérrito.
A punto estuvo de entrar al trapo de la provocación.
No obstante, decidió pasar por alto las frivolidades de su amigo, teniendo en cuenta la sobredosis emocional que representaba para este último asumir su nueva situación de paciente terminal.
Paradójicamente, lo más irónico del caso era que este no parecía ser tampoco el momento más adecuado para mantener este tipo de debates.
Así y todo, tuvo que reconocer a su pesar que Rodrigo Díaz, con sus inverosímiles ocurrencias, a veces hasta resultaba ingenioso.
No siempre divertido.
Pero ingenioso al fin y al cabo.
Admitió a regañadientes, todo hay que decirlo, que el hecho de que el Santo Padre fuese jesuita y por si esto no fuera suficiente, también argentino, era algo que planteaba algunas preguntas difíciles de responder.
«Tendré que comentarlo con Isabel, a ver qué le parece», pensó para sí, antes de añadir en voz alta:
—Corramos un tupido velo —ofreció el galeno mirando a Rodrigo directamente a los ojos.
Alto el fuego.
Cese temporal de hostilidades.
Firmaron tablas.
El tipo de empate que es del agrado de todas las partes.
Una vez más la sangre no llegó al río.
Rodrigo asintió varias veces con la cabeza, después entrecerró los ojos y a continuación, tras rascarse pensativamente la nariz, fue consciente de que la tensión acumulada se había evaporado poco a poco.
Acto seguido, preguntó intrigado al tiempo que señalaba con el dedo la pared situada al fondo de la sala:
—¿Y esos cuadros?
—Son dos óleos sobre tela de 40 x 40 centímetros que adquirimos el mes pasado. Pensé que sería una buena idea tenerlos colgados ahí mismo para dar una pincelada de color al despacho —ilustró el galeno, inquiriendo a continuación—. ¿Te gustan?
—Mucho, aunque no pensaba que fuese tu estilo.
—¿Por qué lo dices?
—Bueno, mírate y mírame. Convendrás conmigo que corresponden más a mis gustos que a los tuyos.
Sin pronunciar palabra, ambos adoptaron instintivamente la actitud desafiante de dos duelistas buscando los puntos débiles de su rival, mientras se tomaban un tiempo para estudiarse detenidamente el uno al otro.
Eran conscientes de que habían alcanzado una edad en la que tenían muchas más cosas que contar del pasado que del futuro.
Pese a todo, puede que ya no estuvieran en la flor de la juventud, pero tampoco es que fuesen plantas marchitas.
Los dos sobrepasaban por poco el metro ochenta de estatura.
Aunque nacidos el mismo año, once meses separaban su fecha de nacimiento.
Fernando vino al mundo a principios del mes de enero y Rodrigo a mediados de diciembre.
Rodrigo, ancho de hombros, sin una pizca de grasa, con un cuerpo fibroso, gozaba de una excelente forma física a pesar de acercarse inexorablemente a la séptima década de su vida.
Fernando, por el contrario, debía esforzarse a diario para lograr contrarrestar la persistente curvatura de su abdomen.
Tanto el uno como el otro habían tenido indudable éxito en su respectivas profesiones.
Cada cual a su manera había trabajado su estética personal.
Bueno, como saltaba a la vista, uno bastante más que otro.
Rodrigo, pese a la inesperada condena a muerte, lucía un bronceado saludable y vivía al margen de superfluas sofisticaciones.
Por esa misma razón y manteniéndose fiel a sus ideas, vestía de manera informal.
Unos pantalones vaqueros descoloridos Levi’s 501, unas zapatillas embarradas Converse All Star, una camiseta arrugada adquirida en uno de los numerosos establecimientos del grupo Inditex y la joya de la corona, una chaqueta de cuero de Claude Montana.
Esta última, una reliquia icónica con más de treinta años de existencia de la que Rodrigo no se separaba jamás.
Fernando, por su parte, sibarita, siempre elegante, de exquisitas maneras y gustos refinados, lucía un traje impecable de tres piezas confeccionado a medida por uno de los mejores sastres londinenses de Savile Row con el pliegue de los pantalones perfectamente planchado.
El cuello de la camisa almidonado así como una pajarita a juego con el pañuelo que desbordaba del bolsillo superior de la chaqueta completaba su clásica y conservadora indumentaria.
Obviamente, no podían faltar los zapatos Churchs pulcramente lustrados.
Incluso cuando se cubría con la inmaculada bata blanca que colgaba del perchero Thonet y que combinaba a la perfección con las canas que adornaban las sienes de su poblada cabellera, el conjunto resultante le confería el aspecto imperial de un tribuno romano.
Para rizar el rizo, un cordón brillante de seda negra sujetaba las gafas de concha de carey que colgaban de su cuello.
—De acuerdo, tú ganas —concedió el médico al cabo de un momento, dándose por vencido, añadiendo de inmediato una matización esencial—, para qué vamos a engañarnos, es cosa de mi mujer.
—¿Quién es el pintor? —inquirió Rodrigo.
—Se llama Kim en Joong —ilustró el oncólogo.
—¿Coreano?
—¿Cómo lo sabes? —preguntó estupefacto.
—Hombre, Fernando, por el nombre. ¿Cómo si no?
—Ya veo —convino el doctor antes de aclarar—. Es un sacerdote.
—Un monje, querrás decir —puntualizó Rodrigo.
—No, un sacerdote. Dominico por más señas. Le llaman «el pintor de la luz» —informó Fernando—. Isabel ha entrado en una etapa de misticismo religioso, cosa rara en ella y que, como podrás suponer, a mí me alegra enormemente—.
—Me encantan los cuadros, felicita a Isabel de mi parte