La respuesta de los niveles de plomo en sangre a ingestas moderadas de vitamina C puede darse en cuestión de semanas. Un estudio con control de placebo sobre los efectos de los suplementos de vitamina C (1.000 mg diarios) en las concentraciones de plomo en sangre de 75 fumadores adultos demostró unas reducciones considerables (81 %) en los niveles de plomo en el plazo de un mes.[43] Las ingestas menores (200 mg al día) no afectaron a las concentraciones de plomo en sangre.
Cataratas
Teniendo en consideración su papel en la protección contra los daños por radicales libres, se puede predecir que la vitamina C previene las cataratas, una de las causas principales de disfunciones en la visión.[44] Las cataratas se originan por varias razones, entre ellas la exposición continuada a la luz ultravioleta (UV) y a otras radiaciones ionizantes. También están asociadas con los altos niveles de glucosa de los diabéticos, y aumentan en frecuencia y gravedad con la edad. El primer efecto de las cataratas es el de desnaturalizar (deformar) ciertas proteínas llamadas cristalinas en la lente interna del ojo.
Las cataratas más graves están asociadas con niveles bajos de vitamina C en el ojo. Por lo tanto, no es de sorprender que un aumento de los niveles de ácido ascórbico en el plasma sanguíneo esté vinculado también con una disminución en la gravedad de las cataratas.[45] Que el aumento de la ingesta de vitamina C esté asociado con una disminución de las cataratas figura en algunos estudios, pero no en todos ellos, presuntamente porque las dosis no eran lo bastante frecuentes como para aumentar de forma sistemática los niveles de la vitamina en sangre y ojos.[46] Un ensayo clínico sobre los suplementos de antioxidantes – que abarcaba la vitamina C (500 mg), la vitamina E (400 UI) y el betacaroteno (15 mg)– en 4.629 adultos durante seis años no encontró efecto alguno en el desarrollo y progreso de las cataratas.[47] Algunas de las razones posibles de esta carencia de efectos son que las dosis de vitamina C eran bajas y que a algunos de los participantes en el estudio se les suministraba cobre, que interactúa con la vitamina C, provocando la oxidación. Asimismo, el tipo de vitamina E que se utilizó era el dl-alfa-tocoferol sintético, que se usa a menudo en estudios pero que es menos biológicamente activa que la mezcla natural de tocotrienoles y tocoferoles.
Casi todas las enfermedades crónicas han sido relacionadas con una ingesta insuficiente de vitamina C en alguna etapa u otra. Las evidencias científicas disponibles son escasas y podría costar siglos establecer qué enfermedades crónicas están relacionadas con una carencia de ácido ascórbico. Entre tanto, la cantidad óptima de vitamina C es tema de debate continuo. Es hora de que los científicos médicos se den cuenta de que atacar y denigrar a la vitamina C y demás terapias nutricionales es algo que ya no puede tolerarse. Un planteamiento abierto y científico sobre la vitamina C y demás nutrientes podría ofrecer grandes beneficios a la humanidad.
Capítulo 2
Los pioneros en la investigación sobre la vitamina C
El punto de vista convencional sirve para protegernos del penoso trabajo de pensar.
«¡Cómete las frutas! ¡cómete las verduras! están llenas de cosas buenas», nos decían nuestras abuelas. El consejo era excelente, ya que esos alimentos contienen vitaminas esenciales, que junto con los minerales y los fitonutrientes contribuyen a prevenir las enfermedades y a mantenernos sanos. El consejo nutricional actual de consumir entre cinco y nueve raciones de frutas y verduras concuerda con el de nuestras abuelas, pero no reconoce los rápidos avances que la ciencia de la nutrición ha experimentado en las décadas recientes. Ahora podemos aislar e identificar las sustancias beneficiosas de los alimentos.
El descubrimiento de la vitamina C
Las primeras vitaminas se identificaron a principios del siglo xx. Christiaan Eijkman y su colaborador, Gerrit Grijns, habían demostrado que el salvado del arroz contiene pequeñas cantidades de una sustancia que previene enfermedades en las gallinas. Luego, en 1906, el bioquímico británico sir Frederick Hopkins alimentó ratas con leche artificial, hecha con proteínas, grasas, carbohidratos y sales minerales. Averiguó que las ratas no crecían como se esperaba; sin embargo, añadió un poco de leche de vaca a su dieta y eso les permitió desarrollarse rápidamente. Estaba claro que las ratas, para crecer, necesitaban alguna sustancia añadida a la leche.
En 1912, el doctor Hopkins y el bioquímico Casimir Funk propusieron que la ausencia de las cantidades suficientes de ciertas sustancias en los alimentos provoca enfermedades. Su «hipótesis de las vitaminas» proponía la existencia de cuatro vitaminas que proporcionan protección contra otras tantas enfermedades:
• La vitamina B1, que previene el beriberi.
• La vitamina B3, que previene la pelagra.
• La vitamina D, que previene el raquitismo.
• La vitamina C, que previene el escorbuto.
Los doctores Eijkman y Hopkins compartieron el Premio Nobel de Medicina de 1929 por el descubrimiento de que las vitaminas son esenciales para el mantenimiento de la salud.
Cuando se le dio el nombre vitamina C a la sustancia antiescorbuto, todos desconocían lo que era. Sabían que se encontraba en las frutas, porque pioneros como James Lind habían demostrado en el siglo xviii que los cítricos podían curar el escorbuto de los marineros. No obstante, para que la hipótesis de la vitamina C fuese correcta, tenía que haber una sustancia química específica en las frutas y verduras que previniese y curase el escorbuto. En 1928, el doctor Albert Szent-Györgyi, un bioquímico húngaro que trabajaba en Cambridge, aisló un fuerte antioxidante, un polvo blanco que se encontraba en frutas y verduras. Se dio cuenta de que había hallado la esquiva vitamina C, por lo que se le concedió el Premio Nobel de Medicina en 1937. El doctor Szent-Györgyi manifestó sistemáticamente que la gente podría necesitar ingestas de gramos de vitamina C para disfrutar de buena salud, pero su punto de vista no fue muy compartido.
Se había definido a las vitaminas como micronutrientes, y ese paradigma se aplicó también al ascorbato. Sin embargo, la idea de que el ascorbato era algo diferente y de que la gente necesitaría ingestas masivas de vitamina C ya existía cuando fue identificado y aislado por primera vez. Desde entonces los puntos de vista se han polarizado y los médicos que estudian nuestra necesidad de grandes ingestas de vitamina C han sido marginados. Durante décadas, médicos pioneros han investigado los efectos clínicos de las dosis masivas de ácido ascórbico. Sus informes sobre los notables beneficios clínicos han sido reproducidos muchas veces y sus contribuciones se han hecho parte de los fundamentos de la medicina ortomolecular.
Irwin Stone
El doctor Irwin Stone (1907–1984) fue uno de los primeros científicos que se dieron cuenta del potencial de la vitamina C. El doctor Stone era un químico industrial que empezó a considerar su uso como conservante de alimentos antes de que la sustancia cambiase su vida. Se había formado como bioquímico e ingeniero químico en Nueva York. De 1924 a 1934 trabajó en los Laboratorios Pease, al principio como ayudante de bacteriólogo, hasta que al final lo ascendieron a jefe químico.[48] Siguió su carrera organizando y dirigiendo un primer laboratorio de bioquímica para la compañía Wallerstein. El doctor Stone utilizaba la vitamina C para evitar la oxidación de los alimentos, algo para lo que todavía se emplea. Obtuvo las primeras patentes sobre las aplicaciones industriales del ácido ascórbico como conservante y antioxidante alimentario, llegó a publicar más de ciento veinte artículos científicos y consiguió veintiséis patentes en los Estados Unidos.
Estaba convencido de que ingestas elevadas de vitamina C podrían ser muy beneficiosas para la salud. En la década de 1930, poco después de que estuviera disponible comercialmente por primera vez, el doctor Stone comenzó a suplementar