Desde entonces la opinión científica sobre la mayoría de las vitaminas se ha dividido en dos campos. El primero de ellos tiene un apoyo gubernativo y oficial, más que nada por razones históricas. Este grupo oficial considera que la ingesta de vitaminas debe ser solo la suficiente para prevenir los síntomas de deficiencias agudas, como ocurre con el escorbuto. Según este punto de vista convencional, las ingestas superiores al nivel mínimo se consideran innecesarias y pueden presentar algunos peligros teóricos. Estos peligros no se ven apoyados por las evidencias que existen sobre la vitamina C.
Un segundo grupo de científicos y médicos, a los que llamamos grupo ortomolecular, mantienen que las evidencias son incompletas. «Ortomolecular» es una palabra acuñada por Linus Pauling para describir el uso de nutrientes y constituyentes normales («orto») del cuerpo, en cantidades óptimas, como tratamiento primario. Así pues, la salud óptima podría necesitar mucho más que solamente una ingesta mínima. Los científicos de este grupo consideran que la evidencia de los efectos que tiene sobre la salud ingerir vitaminas y nutrientes es, lamentablemente, insuficiente; dicho de otra manera, no disponemos de los datos necesarios para calcular las ingestas óptimas. Si los científicos ortomoleculares están en lo correcto, la nutrición óptima podría prevenir la mayoría de las enfermedades humanas crónicas.
Sorprendentemente, la diferencia entre las recomendaciones convencionales y las ortomoleculares no es muy grande para la mayoría de las vitaminas y minerales. La cantidad diaria recomendada (CDR) para la vitamina E es de 12 unidades internacionales (UI), mientras que los médicos de orientación ortomolecular habitualmente recomiendan niveles más altos, en un intervalo de entre 100 y 1.000 UI al día (entre cinco y cincuenta veces la CDR). En comparación, la discrepancia correspondiente a la vitamina C es enorme. La CDR para la vitamina C en los Estados Unidos es de 90 mg al día para un hombre adulto, mientras que científicos como el doctor Pauling han recomendado valores de 2 a 20 g (2.000-20.000 mg) diarios. Esta diferencia es aún mayor en el caso de enfermos. La postura oficial es que niveles de vitamina C mayores de 90 mg no son beneficiosos; sin embargo, médicos como Robert F. Cathcart III, investigador pionero en la vitamina C, han venido usando dosis de hasta 200 g (200.000 mg) al día para tratar algunas enfermedades, una ingesta unas dos mil veces mayor que la CDR.
Hay una historia que viene al caso, atribuida a Francis Bacon (1561–1626), que fue una figura destacada en la filosofía natural y trabajó en el período de transición entre el Renacimiento y la primera Edad Moderna.[11] En 1432, ciertos frailes tuvieron una disputa sobre el número de dientes que había en la boca de los caballos. La discusión se propagó con furia durante trece días, conforme los eruditos consultaban libros y manuscritos antiguos esforzándose por encontrar la respuesta definitiva. Hasta que, al decimocuarto día, un joven fraile preguntó inocentemente si le estaba permitido ir a buscar un caballo y mirar dentro de su boca. En medio de un griterío tremendo, los otros frailes le atacaron y le expulsaron. ¡Estaba claro que Satanás había tentado al neófito y había hecho que manifestase formas impías de encontrar la verdad, contrarias a las enseñanzas de los padres!
La historia de Bacon nos parece pintoresca en nuestra era tecnológica actual; desgraciadamente, la forma que tenían los frailes de esconderse de la realidad, al estipular cómo debía buscarse la verdad, es la que prevalece en la medicina moderna. Conforme se vaya desplegando la historia de la vitamina C, este nutriente simple dejará al descubierto que la medicina moderna es un oficio dominado por las autoridades institucionales, más que una disciplina científica. Por ejemplo, los ensayos clínicos han utilizado creencias acientíficas sobre la función de los placebos en un intento de negar sus efectos. Los médicos tradicionalistas han tergiversado las dosis bajas de vitamina C, como si correspondiesen a las grandes dosis cuya eficacia se afirma. La medicina convencional deja a un lado e ignora las observaciones clínicas sobre las dosis altas de vitamina C, en menoscabo de la salud de la población.
Un asunto de supervivencia
Aunque la vitamina C es esencial para la vida, la mayoría de los animales no necesitan consumirla porque la fabrican ellos mismos en sus cuerpos. Sin embargo, algunos animales, entre ellos los seres humanos, han perdido la capacidad de sintetizarla. De hecho, se han convertido en mutantes del ascorbato, que tienen que confiar en la vitamina C de sus dietas. Sin ella, mueren. Su deficiencia en los seres humanos, simios y cobayas provoca una enfermedad fatal, el escorbuto.
Hace unos cuarenta millones de años, los antepasados de los seres humanos eran unos mamíferos pequeños y cubiertos de pelo. Una de esas criaturas perdió el gen de una enzima necesaria para sintetizar el ácido ascórbico, tal vez por una mutación genética inducida por la radiación.[12] Por consiguiente, los descendientes de esa criatura mutante fueron incapaces de fabricar la vitamina C. Presuntamente, eran en gran medida vegetarianos y consumían una dieta rica en ácido ascórbico, de manera que la pérdida de la enzima no fue catastrófica.
La aptitud evolutiva consiste en la capacidad de un organismo de dejar descendencia viable. Sorprendentemente, la pérdida del gen para fabricar vitamina C no tuvo un gran efecto negativo en la aptitud evolutiva ni en la supervivencia de nuestros ancestros. Sabemos esto porque, en caso contrario, las especies animales con esta mutación se habrían extinguido, y no lo hicieron. Y es probable que algunos animales, incluyéndonos a nosotros, obtuviesen una ventaja evolutiva al perder el gen para fabricar la vitamina C.
Los seres humanos no son las únicas criaturas que necesitan consumir vitamina C. Hay otras, como las cobayas, los simios, algunos murciélagos y varias especies de aves, que también lo precisan. Todos estos animales han evolucionado con éxito y han sobrevivido a la lucha por la existencia durante millones de años. Si la capacidad de fabricar la vitamina C se hubiera perdido solamente en una ocasión durante la evolución, podríamos llegar a la conclusión de vernos ante una rareza interesante. Sin embargo, en el árbol de la vida, las aves y los mamíferos se separaron mucho antes del tiempo en que nuestros ancestros perdieron el gen. Parece que las aves se originaron desde los reptiles, en los períodos jurásico superior y cretácico inferior (hace unos ciento cincuenta millones de años). Los mamíferos evolucionaron desde los reptiles mucho antes, en los períodos carbonífero y pérmico (hace aproximadamente entre doscientos cincuenta y trescientos cincuenta millones de años). Esto indica que las aves y los mamíferos perdieron los genes para fabricar la vitamina C de forma separada e independiente.
En los seres humanos la falta de vitamina C provoca el escorbuto, que produce hemorragias y hematomas por todo el cuerpo. Las encías se inflaman, los dientes se caen y, en pocos meses, el paciente muere de una forma horrible. En los primeros viajes por mar el escorbuto mató a muchos marineros. Extrañamente, algunos eran más resistentes a la enfermedad que otros, lo que podría indicar que unos pocos mantenían una cierta capacidad bioquímica para fabricar vitamina C o para mantener sus niveles en el cuerpo. Afortunadamente, incluso unos pocos miligramos de vitamina C al día previenen el escorbuto agudo. Podríamos preguntarnos por qué los humanos primitivos no morían de escorbuto y no se extinguían. Los animales herbívoros, incluidos los simios, viven en su mayor parte de una dieta vegetal y su ingesta de vitamina C es alta. Estudiando la dieta de los grandes monos, Linus Pauling calculó que los humanos primitivos probablemente tenían una ingesta de entre 2,5 y 9 g de vitamina C al día.[13] Si un animal consumía una dieta con abundante vitamina C, la pérdida del gen para fabricarla no habría