No tardo mucho en asomarme para investigar el fruto de mis actos. Judah está tirado sobre tierra. Está vivo, pero inconsciente. ¿Piloto ha matado a nuestros enemigos? Me incorporo, pero ocultándome tras la camioneta.
Capto unos pasos. Varios pasos de distintas personas. Unas pisadas más contundentes que otras. Más lejanas, más cercanas. Con el aliento contenido y con Piloto quieto a mi lado, me atrevo a asomar un ojo por el hueco de la ventanilla. Me quedo helado. Son tres, una mujer y dos hombres. Visten partes de una armadura que parece fabricada con una aleación muy ligera. Apuntan a Judah con tres rifles de asalto, de los que no reconozco el modelo.
Me asomo un poco más. ¿Debo proteger a Judah? ¿Ellos saben que yo estoy aquí? ¿Habrán visto a Piloto? Me apoyo más sobre la puerta y entonces, esta cruje bajo mi peso. Los tres se giran hacia mi posición y, aunque soy rápido en volverme a esconder, revelo mi escondite.
Antes de poder echar a correr, ya tengo a los tres apostados frente a mí. La mujer es enorme. De hombros anchos y fuertes. Un puñetazo suyo puede devolverme a Cumbre volando. Su mirada es dura. Impenetrable. No me da tiempo a observar a los otros dos, porque de pronto ella me amenaza con el arma. El cañón se encuentra a pocos centímetros de mi frente, marcando con su láser verde el punto al que disparar. Casi siento el frío metal susurrándome mi propio final.
Y entonces, algo sucede. Muy rápido. Cierro los ojos. Se oye un disparo y una bandada de pájaros huye sobre nuestras cabezas, piando asustados. Noto mis pulsaciones, tan frenéticas que creo morir aquí mismo. Pero no, mi corazón retumba en mis oídos. Percusión hecha pura vida.
No se oye nada más, al menos en los segundos que transcurren entre decidirme a abrir los ojos y hacerlo; parece una eternidad. En el primer segundo me embriaga un aroma salvaje, lleno de matices. En el segundo, algo me hace cosquillas en la nariz, sedoso y liviano. En el tercer segundo, cuando miro por fin, me encuentro con una cabellera de un color muy pálido, casi blanco. No puedo verle la cara.
—Sasha —gruñe mi imponente enemiga.
—Capitana Zyan, ¡cuánto tiempo sin cruzarnos! —La chica del pelo blanquecino hace una reverencia chistosa—. Kon. —Mira al hombre de ojos rasgados—. Gaspar. —Le saca la lengua al calvo con la cabeza tatuada.
Y entonces, se vuelve hacia mí. Sus ojos, tan claros como el cielo, brillan al verme. Me quedo embobado tanto por la seguridad que transmite su gesto como por su natural belleza. Pero Sasha, esta extraña que de una manera u otra me ha salvado, no me permite recrearme más en su persona y, de un empujón, me mete dentro de la camioneta.
Por culpa del brusco empellón, el collar de la bellota cae al suelo. Grito y alargo la mano, por muy inútil que resulte dada la distancia que nos separa. Detecto de reojo cómo Sasha se deshace de la capitana Zyan y de Kon, ahora desarmados, a base de patadas y gráciles cuchilladas que rasgan el aire. Se mueve como si se encontrase bajo del agua. Todos sus movimientos son armónicos, acompasados, limpios y perfectos.
Desciendo de la camioneta, dispuesto a recuperar el collar, pero antes de llegar hasta él, una bota lo pisa. Levanto la mirada, asustado, y me encuentro con dos enormes y profundos ojos como la noche, muy diferentes a los de esa tal Sasha. Retrocedo, cayendo de bruces contra tierra, arrepentido de haber salido. El soldado calvo tiene una mirada sádica y se acerca a mí con pasos decididos, mientras enarbola su rifle, listo para matarme.
—¡Eh, tú! —me grita Sasha, que de repente lanza una espada en mi dirección.
¿Desde cuándo la lleva encima? Y si es así, ¿cómo es posible que ataque y se defienda de tal manera cargándola? El filo brilla bajo la luz del atardecer. Y lo descubro. Un reflejo muy peculiar, poco propio de los metales convencionales. Una sombra fluctúa por ella, como si fuese sangre, como si le otorgase vida. No lo habría cogido por su temible rareza, pero después del grito de la capitana Zyan, mi cuerpo reacciona de inmediato, rechazándola:
—¡Un Don!
Esquivo la arremetida del soldado a la vez que también evado el contacto con la espada. No voy a cogerla, prefiero morir. ¿Prefiero morir? Moriría de todas maneras si la usase, porque los dones son incluso más venenosos para los seres humanos que los milagros. Sasha me observa con desesperación. Da varias volteretas, apoyándose con una sola mano en el suelo para esquivar los ataques de Zyan. Aprovechando otro de sus giros, le propina una fuerte patada en la boca.
—¡Corre! —me apremia Sasha.
Entro corriendo en el vehículo. Sasha recoge la espada, mientras los otros dos corren a auxiliar a su capitana, que ahora está escupiendo sangre a mares. De pronto, la chica está intentando cargar a Judah junto a mí. Arrastro al hombre hasta mi lado, y Sasha arranca el motor.
Salimos disparados, tan rápido como puede permitirse esta antigualla. Indago por el retrovisor, pero nuestros enemigos no nos persiguen. Me asomo por la ventana para comprobar si recogen mi collar: lo hacen. El tipo calvo lo está mirando como si se tratase de una prueba, un rastro suficiente como para seguirme allá donde vaya . Luego se lo tiende a la capitana Zyan.
Piloto, que ha estado durante el resto de la batalla reposando bajo la guantera debido a la energía que ha consumido su poderoso ataque, vuela a duras penas hasta mí. Lo cojo con cuidado y lo enchufo al panel, pero ya no le queda energía. Le cambio la batería por otra. Aún me queda una tercera, pero es necesario encontrar una fuente eléctrica para recargar todo.
—Gracias. —Soy capaz de pronunciar.
—¿Por qué no cogiste el arma? —Se limita a espetarme, muy enfadada.
¿No me va a preguntar qué hago aquí? ¿Quién soy yo? ¿Por qué Judah está inconsciente y no le resulta sospechosa mi presencia? Pero estoy demasiado agotado como para formular yo las cuestiones. Ni siquiera pienso en quién es ella, aunque parezca una conocida de Judah, así que contesto:
—No soy una persona violenta.
—Menuda excusa. —Frena tan fuerte que el cuerpo inerte de Judah y yo casi salimos despedidos atravesando el cristal delantero.
Me mira fijamente con sus enormes ojos. Resaltan como dos faros por la oscuridad de su piel. Su semblante es puro arrojo, pero consigo no amilanarme ante su intensidad:
—Soy un renegado. —Me señalo el pañuelo amarillo—. No uso ningún milagro y menos un Don de la Diosa para satisfacer mis necesidades.
No me puedo creer que en los tiempos en los que estamos, fuera de Cumbre, aún tenga que dar explicaciones sobre lo que implica ser o no un renegado. Pienso en los tres milagros de la Diosa que hacen funcionar el mundo, la naturaleza, la vida: el agua, el metal y el cristal. Puestos en el mundo por Ella para reforzar la escasez de los existentes y ayudar al equilibrio que nosotros, los seres humanos, hemos desestabilizado.
Los milagros entrañan un poder oculto, algo que jamás debería haberse descubierto. Si los humanos los explotan y los usan, estos reaccionan como una enfermedad, creando una grave infección. Una mancha gris; una costra dura y permanente se forma y se desarrolla por todo el cuerpo, consumiéndolo desde el exterior hasta el interior, bloqueando al final todas las funciones vitales. La diferencia con las otras fuentes de agua, metal y cristal corriente de la Tierra reside en la extraña energía que los posee, haciéndolos más maleables, atractivos, resistentes e incluso estimulantes, según su uso. Incluso a sabiendas de su perjuicio, los humanos somos demasiado codiciosos.
Sin embargo, hay un descubrimiento peor que el de los milagros, y es que si estos se modifican de una manera concreta, se pueden potenciar sus características, convirtiéndose en una herramienta perfecta. A su conversión se le llama Don. El humano se hace más fuerte con su uso, todas sus debilidades desaparecen y sus habilidades se refuerzan. Sin embargo, la infección actúa de manera más rápida que con un milagro; un castigo superior. La Diosa te otorga poder y tú lo pagas con tu vida.
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