—¿Quién es usted? —pregunto, apremiando. Estoy totalmente indefenso. No tengo más armas que Piloto porque, sinceramente, las pocas técnicas de lucha que me ha ido enseñado Gorio no resultan infalibles. Gorio. ¿Qué habrá sido de él? Sacudo la cabeza ante la curiosa mirada del desconocido. Si quiero sobrevivir, tengo que aparentar valentía—. Repito, ¿quién es?
—Un simple ermitaño viajero.
Me está tomando el pelo. A mí favor juega que estoy en una posición más elevada. Si me lanzo contra él desde aquí o me escabullo por alguno de los lados, no creo que su demacrado cuerpo logre alcanzarme. Estoy herido, pero no tanto como para no esforzarme por proteger mi propia vida.
—¿Dónde me has encontrado? ¿Por qué me recogiste? En serio, ¿quién eres? —Él sonríe; una mueca entre satisfecha y divertida por algún chiste interno que no comparte conmigo—. Piloto. —Se acaba la tontería.
Piloto saca la pequeña arma de nuevo y dispara sin miramientos. El tiro, un rayo láser de color verde, atraviesa el espacio, muy cerca del oído del desconocido, cortando algunos mechones de su encrespado pelo, para terminar impactando contra la polvorienta tierra. La sonrisa del hombre se disipa.
Avanza un paso, pero no retrocedo. A la próxima será certero, buscaré en el incompleto GPS de Piloto en qué lugar exacto me encuentro y, con esta camioneta, me dirigiré a Mudna donde me pondré en contacto con mi Clan. Mi camino retomará su cauce, sin perder más tiempo.
—Última oportunidad. —Casi me rechinan los dientes al pronunciar la advertencia.
—Eres duro de pelar. —Se lleva una mano a la boca ocultando su nerviosismo—. Digno de un renegado de Cumbre. —No me he quitado el brazalete, más bien, no me ha dado tiempo.
—¿Me recogiste en el bosque?
—Sí. Estabas hecho polvo. Ese colgante que llevas puesto estaba sobre tu pecho y sujetabas un bote rojo que guardé en tu bolsillo derecho para que no se cayese. —Me señala de arriba abajo varias veces para hacer más notorias sus palabras.
Debería haberme puesto a comprobar de qué narices habla el desconocido, pero algo más importante clama mi atención. El Mapa de la Diosa. Rebusco en los bolsillos internos de mi chaqueta. No lo encuentro. Los exteriores. Nada. Los de mi pantalón. La rabia me consume por dentro y me dirijo hacia el hombre, duramente:
—¡Tú! ¿Me has robado un papel que tenía en mi bolsillo?
—¿Un papel? ¿Qué tipo de papel? —pregunta, entrecerrando sus pequeños ojos de ratón.
No puedo revelarle que soy el portador del Mapa de la Diosa. Muchos lo buscan, incluso personas que no son renegados. La gente lo codicia por la historia que lo envuelve, así que no debo desvelarle el origen de mi objeto. Decido confiar en que sus preguntas denoten desconocimiento, así que una única conclusión llega a mi mente: Amaranta.
Amaranta. ¿Quién si no? Por eso me ha dejado inconsciente. Me ha robado el Mapa de la Diosa y se ha largado. Pero, ¿cómo sabía ella que yo lo tenía? De la misma manera que ha averiguado mis horarios de trabajo. De todas maneras, ¿para qué quiere ella el Mapa? A lo mejor es una ígnea de verdad y pretende aprovecharse de ese golpe de suerte para condenar del todo a la humanidad. Me enfado con ella, porque mi hermana no es consciente de lo que ha hecho.
—Chico, ¿estás bien?
Me paso una mano por el pelo, nervioso. Si mi camino continúa repleto de imprevistos, no llegaré vivo ni a Mudna. ¿Qué puedo hacer? Comprobar cuáles son los objetos extraños de los que me ha hablado el desconocido. No son míos, ni de él, así que tienen que ser de mi hermana.
Bajo la mirada, primero a mi bolsillo. Meto la mano cuidadosamente, como si dentro hubiese un cepo. Saco un bote de plástico repleto de grajeas rojas. Pueden ser desde golosinas hasta medicamentos. Frunzo el ceño. No le encuentro el menor sentido.
Sin embargo, antes de preguntar, me observo el cuello y me quedo paralizado.
Con la mano libre y unos dedos temblorosos, cojo la bellota que pende del cordel negro. La volteo, observando detenidamente el clavo que la atraviesa por la mitad. Es inconfundible. Los recuerdos acuden de nuevo, pero intento conservar la calma. Ahora tengo claro que estos dos objetos pertenecen a mi hermana. ¿Como recompensa por robarme lo que es mío? Sea como sea, el sentimiento de enfado que me ha oprimido al darme cuenta de la desaparición del Mapa se está diluyendo. Que ella me haya dejado este collar tan importante para nosotros solo puede significar una cosa: Amaranta siempre ha estado a mi lado. Este diminuto gesto, un detalle que pasaría inadvertido para cualquiera, significa una rotunda confirmación para mí. Mi hermana nunca me ha olvidado.
Todavía con los sentimientos contradictorios batallando en mi interior, Piloto se acerca a mí, emitiendo pitidos cortos y una especie de ronroneo robótico.
—¿Qué es? —cuestiona finalmente, reajustando su objetivo sin parar.
No contesto con palabras, pero Piloto tampoco llega a descodificar mi gesto reflexivo de alegría. El desconocido no se ha movido. Se ha limitado a observarme, como si le resultase interesante el solo hecho de verme reaccionar.
—Bien. Bien… —Suspiro.
No sé cuál va a ser el siguiente paso. No solo no estoy con mi Clan, sino que no tengo el Mapa de la Diosa conmigo.
—¿Es algo importante? —Se atreve a preguntar el otro.
—Mucho. Mucho. —Cierro los dedos en torno a la bellota y comprendo que ha sido el clavo el que ha estado pegado a mi pecho, presionando mi piel, provocando el dolor insoportable.
Al menos eso quiere decir que me queda un poco más de tiempo. Por un momento, había pensado que moriría en la zona de carga de esta mugrienta camioneta.
Miro de nuevo al desconocido y, sin miedo, desciendo con Piloto pegado prácticamente a mi oreja. No se atreve a alejarse, porque detecta mi desconfianza a través de los frenéticos latidos de mi corazón.
—Me llamo Tristán. —Le tiendo la mano. Siendo antipático poco voy a conseguir.
—A mí me llaman Judah, el Renacido. —No me la estrecha, en cambio, hace una breve reverencia.
Escondo la mano, algo incómodo. Sin embargo, antes de volver a interesarme por él, lo examino de nuevo. Para estar tan cerca de Cumbre, el hombre parece sacado de una madriguera. Y de una bien profunda, además. Pero yo jamás juzgo a nadie por su aspecto, no desde que renegué de los ígneos y me convertí en un renegado. Por ello, solo me extraña una cosa de él: no lleva ningún brazalete de color.
—¿Por qué no llevas un brazalete como el mío? —Me señalo el brazo.
—Porque soy un habitante libre.
Frunzo el ceño y él sonríe más ampliamente si eso es posible. Descubro varios huecos en su amarillenta dentadura.
—¿No sabes lo que es ser un habitante libre?
—Ninguno es libre del todo —le digo, seriamente.
—Cómo se nota que nunca has salido de Cumbre…
—¿Y tú cómo sabes eso? —Me cruzo de brazos.
—¿Nunca has escuchado que los ojos son el espejo del alma? —Asiento como un borrego a su pastor—. Pues tú, más que dos espejos, tienes una ventana enorme. Un ventanal inmenso con un cartel de neón sobre él en el que se lee: «Soy demasiado inocente. Confío en ti».
Su burla me afecta más de lo que espero y eso que me lo veía venir. Judah es esa clase de persona que parchea la realidad con socarronería y vitalidad. ¿Libre, dice? Eso me lo va a tener que enseñar en caso de que permanezcamos juntos.
—¿Dónde nos encontramos? Supongo que, si es de día y yo escapé de Cumbre