—Cumbre no es tan grande. Iggy no es el único en indagar por ti. ¿Creías que no notaría que no te estabas comportando como siempre? —Keira ya no parece tan agresiva, sino dolida.
—¿Ami? —Agatha me mira con sus enormes ojos castaños. Qué culpable me va a hacer sentir.
—No voy a ir a Mudna con vosotros. Es decir, no ahora, no inmediatamente —digo sin tapujos —. Antes tengo que frenar a Tristán…
—¿Cómo? —Lars avanza un paso, confundido.
—Mi hermano es… era —corrijo; ahora lo soy yo relativamente—el portador del Mapa de la Diosa, Lars. Sabéis lo que es. Es ese dichoso trozo de papel que los renegados de Cumbre dicen poseer desde el inicio de los tiempos. Un legado otorgado por la Diosa solo para ellos que traza la ruta para llegar hasta Ella. El Clan le encomendó a Tristán la tarea de ir en su busca con el fin de rogarle por nuestra redención. Para que detenga su destrucción. Implorarle porque no nos condene. —Un desgarro en mi voz me derrumba por dentro.
—¿Y?
—¡Que lo han condenado a muerte! —grito, mientras saco el Mapa del bolsillo—. Lo han mandado solo a explorar Erain con este maldito trozo de papel indestructible. Y mi hermano les ha creído, pero él no tiene ni idea de cómo es este país. Las cosas que nos ocultan, las cosas a las que nos obligan… Cumbre es la punta del iceberg. Se piensa que va a encontrar la salvación y que la gente va a ser amable con él. ¡No me voy a permitir dejarlo a la deriva así como así!
—¿Y por qué no lo rompes aquí mismo? —me espeta Keira.
—¡Porque ya os he dicho que es indestructible!
O eso es lo que se dice del Mapa, que permanecerá inmutable a través de los tiempos para indicar el camino hasta la Diosa. Intento romperlo por la mitad, pero el papel ni siquiera cede.
—Esto debe ser una broma científica. —Se sorprende Lars, atusándose la barba.
Agatha abre su mochila y saca varios botes llenos de diferentes líquidos de colores. Primero echa uno de color azul que resbala por la superficie del mapa como si este estuviese impermeabilizado. Ni siquiera lo mancha. Parece frustrada. Lo intenta con otro transparente, pero el papel sigue sin sufrir ningún daño.
—Acabo de echarle una sustancia corrosiva… —Se alarma la chica.
—Amaranta. —Keira desvía nuestra atención como si lo que acabásemos de presenciar no fuese motivo suficiente de inquietud—. Acontecieron muchas cosas hace dos años, tanto a-quien-tú-ya-sabes —Nil—como a Tristán. Que no consiguieses rescatarlo no fue tu culpa, Ami.
—¡Sí lo fue! Podría haber muerto en el Arco Interno. He estado dos años enteros sin saber nada de él de primera mano. Le he espiado. Gorio me contaba qué estaba sucediendo con él. Cuando me enteré de que había sido escogido para esta misión suicida… No. Esto lo hago por él. Para que tenga una oportunidad de vivir.
«No puedes salvarlos a todos», reverbera la voz de Nil en mi mente.
—Sí puedo… —susurro, ante la mirada confusa de los demás.
—¿Y ahora nos vas a abandonar a nosotros? ¿Abandonarás la causa de Nil?
El ataque de Agatha no es inesperado, pero duele tanto que me deja sin respiración. Iggy aprieta más mi mano; apenas lo noto. Me encuentro entre la espada y la pared. Tal vez más cerca del peligroso filo. Me estoy enfrentando a las únicas personas que durante años me han acogido y creído en mí. No quiero perderlos, pero debo intentar que ellos me comprendan, aunque no me acompañen.
—Chicos, iré a Bun y luego volveré con vosotros a Mudna. No estoy dejando de lado nuestra misión, simplemente, necesito destrozar este Mapa y la única persona que puede hacerlo está en Bun. Es un alquimista.
—Yo te acompañaré, Ami —me dice Iggy—. No pienso dejarte sola. Nunca.
Keira chasquea la lengua y da media vuelta. Lars la sigue, sin dirigirme ni una mirada, y Agatha se sienta en la tierra, triste y engañada. Sé que no es momento para perseguirles y suplicarles que lo comprendan, así que, junto a Iggy, me separo del grupo para sentarme en una roca enorme.
Iggy me mira con compasión y aparta un mechón de mi enmarañado pelo. Nos quedamos en silencio. Tienen todo el derecho a estar enfadados conmigo, pero he estado demasiados años atrapada en el Barrio Arco Interno, rodeada de ígneos y neutrales con vínculo; todos ellos crueles o ciegos a lo que acontecía en el Arco Externo. No fue fácil darme cuenta de que realmente no creía en los preceptos ígneos, en el Dios de esta facción tan protegida por la monarquía. No fue sencillo ver toda la masacre y la injusticia que se extendía más allá de los altos y preciosos edificios del centro de Cumbre; del conocimiento que no compartimos. Tanto rojo y tanto fuego han terminado por hacer arder mi vida, y estoy cansada de ver cómo el resto muere por sus propias ideas.
Iggy comienza a repasar las líneas de mi tatuaje con su mano enguantada. Le rozo la mano descubierta y él me dedica esa sonrisa suya que tanto me gusta.
—Quiero quitármelo —le confieso.
—¿Qué?
—Quiero borrarme el tatuaje…
—Pero, Ami, si haces eso, en Mudna será mucho más complicado convencerlos de que tú eres una ígnea.
—No. Sé cómo hacerlo, pero necesito pasar desapercibida en Bun. El alquimista no me recibirá si soy una ígnea. Ya sabes la situación de esa ciudad. No me dejarán pasar —susurro.
Iggy se queda pensativo. Mira a todos lados, intentando encontrar a nuestros amigos. Agatha continúa acurrucada contra sus piernas, dibujando círculos en tierra. Keira y Lars siguen desaparecidos. Mi amigo se levanta y se dirige a Agatha. Los contemplo hablar en susurros. Agatha se resiste a incorporarse, pero al final lo hace, prácticamente arrastrada por Iggy.
Agatha es tanto la médica de nuestro grupo como el miembro más letal. Es capaz tanto de curar la herida más profunda como de provocarla sin miramientos. Esa es la dicotomía que encierra su carácter, al que se enfrenta día a día. No quiere mostrar sus debilidades, pero tampoco convertirse en un monstruo.
Contrayendo el rostro, marcando los hoyuelos de sus redondas mejillas, se acerca a mí, mientras rebusca algo en su pequeña mochila negra. Supongo que Agatha ha aceptado, aun disconforme. Trato de encontrar las palabras más sinceras para agradecerle a mi amiga la intervención quirúrgica.
—Gracias…
Pero Agatha no me deja terminar y me calla metiendo dentro de mi boca un pañuelo de tela. No me mira a la cara, no puede. Tampoco le juzgo por ello. De pronto, siento miedo al dolor, pero Iggy me coge la mano, protector. Muerdo la tela. ¿Me va a doler tanto como para tener que ahogar mis gritos?
Agatha se recoge su largo cabello pelirrojo en una coleta alta y luego me agarra la mano marcada e inspecciona el dorso. Pasa el dedo sobre el tatuaje varias veces como si así pudiese borrarlo. Niega en silencio y saca del interior de la mochila una especie de bolígrafo plateado.
—Aguanta. —Me aconseja únicamente.
No me da tiempo ni a inspirar. Agatha pulsa un botón y un fino láser rojo se dispara hasta tocar mi piel. Chillo. Y no miento, chillo muchísimo. Es peor que recibir una bala, porque el dolor que provoca el láser se amplifica, recorre mis nervios y me paraliza. No es cuestión de un segundo, de un impacto; retrocede, vuelve y rebusca en los pigmentos de color rojo para eliminarlos.
Iggy me estrecha contra su pecho para que no mire, pero me es imposible. Necesito observar cómo desaparece el sello, esa etiqueta que me ha esclavizado durante años. Para los ígneos, el instante de ser tatuados es un honor, una forma clara y orgullosa de mostrar su dedicación al Dios y a la monarquía. Bajo el láser, las marcas rojas se esfuman para dar paso a una especie de quemazón. Grito y sollozo tanto que Keira y Lars aparecen enseguida, alarmados. Pero cuando descubren lo que está haciéndome Agatha, se detienen, en silencio.