Antes de responderme, Levi detiene el vehículo a un lado de la carretera. Me pongo en guardia, nerviosa por su repentina decisión de detenerse. Tras comprobar que nadie nos sigue, se quita el cinturón de seguridad y se coloca de lado en el asiento para mirarme cara a cara. Directamente. La cosa no pinta nada bien.
A simple vista parece tener unos pocos años más que yo, pero las manchas grisáceas que le recorren una parte del cuello, casi hasta la mandíbula, le hacen parecer más mayor. ¿O más cansado? Siento compasión por él, porque eso es lo que la gente siente de normal hacia los habitantes de Bun: compasión y pena.
Sé que ha leído en mi rostro lo que pienso, porque por sus enormes ojos verdes cruza un sentimiento de repugnancia. Lo entiendo, él no necesita ni quiere mi compasión. Mi sucia compasión de ígnea. Se muerde el labio inferior, luego se pasa algunos dedos ahí donde sus dientes han dejado marca, para terminar descendiendo a su cuello. Está tapándose.
—Yo no soy el Gran Alquimista. Ni siquiera sé cómo sabes de su existencia, a lo sumo tendrás veintidós años —da en el clavo—, y el Gran Alquimista es una historia que se perdió hará más de catorce.
—Mis padres me comentaron algo…
—Tus padres ígneos.
—Sí.
—Cómo no. Y qué te dijeron sobre él, ¿que fue un traidor? ¿Una mala persona? Sinceramente, me sorprende que la gente de Cumbre esté mínimamente informada de cualquier tema.
Su reacción me afecta. Es un golpe bajo. Aprieto los labios, con la sangre hirviéndome, dispuesta a recriminarle sus palabras y a hacérselas tragar, pero estamos en paz. Mi compasión por su ira.
—No, no pregunté más. Solo necesitaba saber que existías, no qué clase de persona eres.
—Yo no soy el Gran Alquimista, te lo vuelvo a repetir. —Esta vez me mira a los ojos, estrellando su marea verde contra mi orilla casi dorada.
—Pero eres el alquimista jefe de Bun, ¿no?
Suspira. Continúa rebuscando algo en mi mirada y yo enfrento la suya; desde luego, no voy a ceder. Acerca su rostro al mío como si de esa manera pudiese zambullirse en mi mente y observar mejor qué hay en los rincones de la oscura tormenta que son mis pensamientos.
Trago saliva. Se detiene a medio camino. Estando así de cerca descubro más detalles en su rostro y en su forma de moverse. Bajo el flequillo se advierte una pequeña costra gris que crece hacia la ceja derecha, apenas visible. Totalmente hipnotizada, alzo una mano y le retiro los mechones para poder apreciar mejor la infección. Solo cuando voy a rozarle la piel, él me detiene.
Y normal que lo haga. ¿Qué estoy haciendo?
—Te repugna, ¿no? Pese a que seguro que tú has usado milagros de la Diosa y también estarás infectada . Porque los ígneos sois unos hipócritas. Estáis en contra de la Diosa, pero os gusta esnifaros sus milagros como una droga. Luego intentáis ocultar vuestras impurezas por vergüenza, pero ¿sabes qué? Vosotros también sufrís lo mismo que los demás. Sois iguales.
Qué golpe.
Levi se echa hacia atrás y vuelvo la mirada al frente. Pone las manos en el volante, pero algo en mí me impide dejarle retomar el trayecto sin más. Dos golpes a uno es desventaja. Tengo mi orgullo y él me está juzgando por un simple y estúpido brazalete rojo.
Con cuidado, me quito el guante que Iggy me ha prestado para ocultar mi cicatriz. Alzo el dorso hacia Levi. Él, al comienzo, no me mira, debe pensar que le estoy enseñando algo superfluo. Sin embargo, como no dejo caer la mano, al final se gira hacia mí. La reacción que deseo provocar la encuentro y eso me satisface, aunque no me sienta cómoda con ello.
—Con esto solo te estoy pidiendo respeto. —Desciendo la mano. Levi no se mueve—. No te estoy demostrando nada más. —Aunque eso tampoco es del todo cierto.
—Parece reciente.
—De hace dos horas y poco… —contesto con voz queda, mirando la llama cicatrizada que duele como mil demonios. Me coloco el guante de nuevo.
—¿Por qué buscas con tanta desesperación al Gran Alquimista?
—Tiene que resolver algo por mí. Algo que para él seguro que es tarea sencilla, pero para el resto es imposible.
—¿Puedo saberlo? —Su curiosidad despierta.
—Primero quiero hablar con el Gran Alquimista. —Con determinación me giro hacia él, y Levi compone una mueca, resignado.
—No vas a poder, porque está muerto. —Dejo de respirar. Mi última esperanza perdida—. El Gran Alquimista era mi padre.
—Lo siento…
Levi niega con la cabeza y se roza los labios de nuevo. Pongo una mano sobre la suya. La aparta enseguida, pillado por sorpresa. Yo misma me sorprendo de mi propia acción. Nunca había sido tan atenta con un desconocido, sin embargo, Levi me recuerda a mí. Parece caminar por la misma cuerda floja que yo.
—No voy a insistirte más. Te lo voy a preguntar una sola vez y si te niegas, ahora mismo nos bajamos. —Descubro que Iggy abre un ojo—. Pero en caso afirmativo, te debo una.
Su silencio es una buena señal. Estará sopesando los pros y los contras de mi proposición. Una proposición de la que no conoce ningún detalle, así que se lanzará al vacío si acepta.
—Adelante.
—Tú eres alquimista. No solo eso, el hijo del Gran Alquimista. Tienes que destruir una cosa por mí. Solo eso, destruirla. Solo tú puedes. Los alquimistas escasean y no conozco a más que vivan fuera de Mudna. Bueno, ni dentro.
—¿Qué hay que destruir?
—Tenemos que tratarlo en un lugar seguro.
Su desconfianza aflora de nuevo. Si yo fuese él, no aceptaría. ¿Infiltrar a cinco desconocidos en Bun cuyas intenciones son desconocidas? Ni de broma. Aunque tal vez piensa que, si le traicionamos, no será tan complicado lanzarnos a las minas como castigo.
—Así que si lo hago me darás a cambio lo que sea, ¿no?
Asiento. Bastante rápido, además. No sopeso mi propia propuesta. Le estoy confiando un favor a un desconocido. Aunque un desconocido que puede salvar a Tristán. Levi tiende su mano hacia mí. Se la estrecho. Hay trato.
Cuando solo faltan diez minutos para llegar a Bun, decido despertar a mis amigos. Por supuesto, cuando mezo a Iggy, este enseguida abre los ojos. Pero no me mira, simplemente, desplaza sus ojos grises al exterior, meditabundo. Suspiro y estudio el horizonte. Bun es una fortificación sin murallas. Se aprecian sus inmediaciones, los lindes de esta ciudad devastada, esclavizada y pobre. Es como contemplar una nube de polvo que te reseca la boca con solo fijarte.
Levi se percata de mi perturbación y me pregunta si alguna vez he estado tan cerca de aquí. Abro la boca, pero tardo tanto en contestar que Lars se adelanta a mis palabras y responde que no, pero que sí hemos usado la carretera por la que estamos viajando para ir a otros lugares.
—Impacta, ¿verdad? —Levi está pendiente de mi respuesta.
—Es verdaderamente desalentador. Una ciudad que esclaviza expirantes para extraer metal de la Diosa. Tenemos que acabar con esto… —Y, desde luego, esta última afirmación va dedicada a mis amigos.
Desde que soy consciente de la realidad nunca lo he dudado, pero cada vez se refuerza más mi convicción de que la reina Matilde no tiene corazón. Los expirantes son personas que necesitan ayuda, investigación y medios para curar su grave enfermedad. Y, sin embargo, la reina ve en ellos mano de obra gratis. Para ella no hay diferencia entre los últimos latidos de una vida y la muerte. Para ella no hay salvación, aunque exista, si te encuentras a las puertas del final.
Cuanto