El Don de la Diosa. Arantxa Comes. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Arantxa Comes
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788494923937
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si no fuese porque no se trata de un camión de expirantes. Efectivamente, es demasiado pequeño para albergar una cantidad suficiente como para contentar a la reina Matilde.

      Confundida, subo los escalones metálicos que dan a la puerta del conductor y la abro. No hay nadie en el asiento. Mientras mis amigos escudriñan el exterior, igual de desconcertados que yo, entro en la cabina.

      Sin embargo, un movimiento tras los dos asientos delanteros me bloquea el paso y, antes de que mis reflejos consigan actuar, la sombra me coge del cuello y me empuja fuera del camión. Caigo de bruces contra el asfalto, pero consigo interponer mis brazos primero.

      Reacciono para incorporarme demasiado tarde. De la cabina salta sobre mí la sombra que me ha atacado dentro, sentándose a horcajadas sobre mi cuerpo, apretando sus piernas contra mis costillas, paralizándome, y aferrando con sus largos dedos mi cuello. Solo tengo ojos para esta presencia tan imponente, aunque de alguna manera descubro a mis amigos rodeándonos.

      —Si mueves un solo pelo, te vuelo la cabeza —le amenaza Agatha, apuntándole con una pistola.

      El desconocido no dice nada, solo percibo cómo suelta una pequeña risa de suficiencia y, con un ágil e inesperado movimiento, usa su mano libre para alcanzar la pistola que cuelga de su cadera y apuntar a Agatha sin más miramientos. Sabemos que puede acertar, porque un puntito rojo marca, inmóvil, la frente de mi amiga.

      ¿Cómo puede haberse movido tan rápido? ¿Cómo es capaz de apuntar sin tan siquiera mirar? Mi vista se acostumbra a la oscuridad y observo más allá de la sombra. Unos cuantos mechones rubio ceniza le caen por el rostro, pero no logran ocultar sus expresivos ojos verdes, que ahora me vigilan, en guardia.

      —No queremos… —Aprieta más los dedos en torno a mi cuello—. Si ellos bajan las armas, ¿la apartarás tú?

      Frunce el ceño, estudiándome, como si quisiese encontrar la mentira en mis palabras, pero yo estoy diciendo la verdad. En realidad, en parte, porque aprovecho su despiste para usar toda mi fuerza y volcarlo sobre la carretera. Aunque sus piernas siguen apresándome por la cintura, consigo propinarle un codazo en las costillas que lo debilita.

      Encuentro mi ventaja, pero cuando lo cojo de la muñeca para apartar totalmente la trayectoria de la pistola, el tacto de su piel me paraliza, porque conozco bien esta textura. Es áspera y oscura bajo la poca luz que nos ofrecen las estrellas. Descubro unas cuantas más repartidas por toda su piel. Son demasiadas.

      —¿Eres un expirante?

      —No, solo estoy infectado. Muy lista para ser tan poco precavida —me escupe con rabia—. Aunque casi todos estamos infectados, así que no sé si achacar tu acierto a la suerte de la probabilidad.

      —Si te dejo libre, ¿nos dejarás marchar?

      Escruta con sus ojos al resto y luego vuelve a mí. Se relame los labios y tengo ganas de borrarle ese gesto de suficiencia de un puñetazo. Parece notar mi molestia, porque sonríe, travieso.

      —Parece que os dirigís hacia Bun y prefiero descubrir vuestras intenciones yo mismo, así que de camino podéis explicarme qué hacen una ígnea y cuatro neutrales en dirección a la ciudad minera. Si es que queréis entrar en Bun, claro. Desde luego, a ti… —Arrima su rostro al mío—, a ti no te voy a dejar entrar.

      —Como clame socorro te vas a enterar —le amenazo.

      Arruga la nariz con desagrado.

      —Que lleve un brazalete rojo no significa que sea una ígnea —añado, no entiendo por qué.

      Soy tan tonta como para eliminar el tatuaje, pero no para recordar que debía haberme quitado el brazalete rojo. Para matarte, Amaranta.

      Me incorporo, segura de que mis amigos pueden actuar de inmediato si al desconocido se le ocurre hacer cualquier movimiento sospechoso. Pero, por suerte, se levanta e introduce la pistola de nuevo en su funda.

      —A ti te quiero de copiloto. —Me señala—. Por cierto, mi nombre es Levi y soy el alquimista jefe de Bun.

      

      Me arde todo el cuerpo. El continuo traqueteo contra mi espalda no alivia el malestar. Hace frío y calor a la vez. Es una mezcla en la que las frescas ráfagas te hacen añorar la calidez, pero en cuanto se detienen para dar paso al seco ambiente, deseas volver al estado más gélido de todos.

      Pero, ¿por qué no escucho a la gente de Cumbre gritar? ¿Ya he avanzado tanto como para alejarme de ese horror? Estoy en el bosque a las afueras de Cumbre. ¿Ya no? ¿Y ese silbido? ¿Desde cuándo me acompaña alguien? ¿Alguno de mi Clan ha conseguido salvarse y venir conmigo? ¿Y este dolor en el pecho? ¿Me estoy muriendo? No. Duele. Y mucho.

      Una gota cae sobre mi rostro. Congelada. Casi como una pequeña estalactita, como un impacto que grita una verdad. Y es ese pequeño disparo de agua el que desencadena una serie de imágenes que bombardean mis recuerdos hasta despertarme. Despertarme desde lo más profundo de mis pesadillas para recordar a Amaranta golpeándome.

      —¡No! —Me incorporo como si un resorte me hubiese empujado desde la espalda; un pinchazo terrible en el pecho me devuelve contra la superficie.

      El cielo se mueve. Y yo me muevo con él. ¿La Tierra se está muriendo tan vertiginosamente? El pitido intermitente de encendido de Piloto me hace volverme hacia mi hombro. Piloto parpadea y emite un extraño sonido entusiasta. Se desenchufa del pequeño panel y sobrevuela mi cabeza con movimientos arrítmicos, como si estuviese asustado o enfadado.

      Otro sonido, pero este más estridente, me revela que Piloto intenta buscar en sus archivos de vídeo su último “recuerdo” para que lo vea porque, al fin y al cabo, también va a ser el mío. Pero sus esfuerzos me dan a entender que alguien ha manipulado su disco duro.

      —Piloto, relájate. —Me incorporo de nuevo, dándome cuenta de que estoy en la zona de carga de una camioneta.

      Hace tiempo que no veo un vehículo con ruedas. En el Arco Interno todo vuela, las ruedas parece que se han extinguido. Y en el Arco Externo está prohibido el transporte, sea público o privado. Solos los vehículos destinados a tareas menores o que ya son considerados pura chatarra, siguen conservando los neumáticos.

      —Pilot… ¡ah!

      Me llevo la mano al pecho. Los pinchazos se han convertido en uno; en uno permanente e insoportable. No puede ser. No se me puede terminar mi tiempo justo ahora. No he hecho nada para provocarlo. Un alarido que nace desde lo más profundo de mis entrañas corta mi pensamiento y, con él, el camión frena en seco.

      Intento incorporarme, pero solo consigo ponerme de rodillas. Siento el dolor tan cerca, tan físico, como si alguien estuviese atravesando algo afilado de parte a parte de mi pecho. Insoportable. Capto unos pasos y la puerta de la camioneta cerrarse en un estruendoso portazo. El silbido. Permanente. ¿Es Amaranta? Ami siempre silba cuando está feliz o nerviosa.

      Abro un ojo, a tiempo de que los rayos de sol me golpeen de pleno y la figura, que se coloca frente a mí, quede recortada por el intenso astro que no deja opción al titubeo. Estoy prácticamente cegado. Desprotegido.

      —¡Piloto! ¡B5! —le grito.

      En cuestión de segundos mi amigo robot desenfunda su pequeña arma y apunta a esa persona que continúa inmóvil frente a mí.

      —¡Eh, eh, chico! ¡No, por favor!

      La voz de una persona. Rasgada y cavernosa. No es Amaranta. Es decir, que no sé dónde estoy ni con quién. Me incorporo haciendo uso de la poca energía que me queda y, de pronto, el pinchazo se desvanece junto a la sensación de mareo. El sol ya no brilla con tanta violencia y un hombre comienza a materializarse como si fuese la aparición de un fantasma. Primero su pelo rizado, muy desordenado. Luego sus harapientas ropas, cuya camisa de color ocre deja al descubierto su pecho consumido; escuálido y hundido. Pellejo puro. Luego se definen los detalles: los surcos y arrugas de su cara, su piel morena y seca, y su pequeña