—Te acompañaremos, Ami —dice Lars.
—¿En serio? —Me cuesta vocalizar.
—Pero esto lo hacemos porque somos un equipo. Somos una familia y nos ayudamos. En un pasado también nos movimos por nuestros propios intereses y tú estuviste ahí para nosotros. Solo es una desviación, ¿no? —Sonríe Keira y me contagia su coraje.
—Será por las pocas veces que nos hemos entretenido por el camino. —Lars enarca las cejas, divertido.
Me giro hacia Agatha, que está guardando el bartulo y continúa sin dirigirme la mirada. Pronto siento que el resto también busca su aprobación. Suspira, relajando el rostro. Se recoge un mechón pelirrojo que se le ha escapado de la coleta y dice:
—Sabes que te acompañaría al fin del mundo, Ami. Pero no me lo vuelvas a hacer. No nos lo vuelvas hacer. No nos…
—No os mentiré nunca más. Os lo prometo. Sabéis que podéis confiar en mi palabra. —Compongo un gesto de gratitud.
Estoy feliz. Me acompañarán.
Me ayudan a subir en una de las motos e Iggy se pone delante de mí para conducirla. Podría conducir yo, aguantando el dolor de la mano herida —o curada, según se mire—, sin embargo, debo descansar y estar preparada para lo que nos puede deparar Bun. Al fin y al cabo, soy yo quien está metiendo a mis amigos en la boca del lobo.
Solo transcurre una hora de viaje hasta que las motos se quedan sin gasolina. Es lo máximo que Lars ha podido conseguir, teniendo en cuenta el ataque sobre Cumbre. Por suerte, Bun está más cerca de Cumbre que Cumbre de Mudna, por lo que no tendremos que andar tantas horas hasta llegar a la ciudad minera.
Acampamos al lado de la carretera. Encendemos una hoguera y nos repartimos las latas de comida en conserva que hemos reunido antes de salir de la ciudad. Iggy se dedica a desguazar los vehículos para comprobar si alguna pieza nos puede servir en un futuro. El manitas de Iggy, siempre trasteando.
—Y ¿sabes el nombre de ese alquimista al que buscas? —me pregunta Lars, mientras remueve las judías con tomate con bastante desagrado.
—No, pero lo llaman el Gran Alquimista, así que creo que no tendrá mucha pérdida.
—Por favor, Ami, dime que no te estás guiando por algún rumor o leyenda para quitar el sueño —me suplica Keira.
—Mis padres siempre hablaban del Gran Alquimista que había en Mudna, pero que lo exiliaron a Bun por razones desconocidas. Si tuvo que marcharse a la fuerza, supongo que estará de nuestro lado, ¿no?
Keira se masajea la frente, perdiendo la paciencia. Lars y Agatha deciden no intervenir e Iggy continúa a lo suyo. Es verdad que no conozco con seguridad nada del Gran Alquimista, pero si estoy en lo cierto y las indagaciones de Iggy no fallan, este alquimista es el único que puede destruir el Mapa de la Diosa.
Me quedo en silencio, intentando comer la ensalada de pasta que tiene más guisantes que macarrones. Nos acabamos la cena a duras penas y decidimos que es hora de descansar. Al día siguiente nos espera un largo camino y huir de la destrucción de Cumbre ha sido agotador.
Me presto para hacer la primera guardia. Nunca solemos quedarnos a la intemperie. En Erain está prohibido que la gente merodee por fuera de las ciudades sin un verdadero propósito notificado y aprobado por el Gobierno . Así que somos carne de multa o incluso de encarcelamiento. Si nos pillan aquí, en medio de la nada, nos acusarán de cualquier intento de conspiración o traición. Tal vez mi brazalete rojo conseguiría rescatarme a mí, pero no a mis amigos, que, como neutrales que son, muestran las telas blancas sin vínculo. Como si existiese, siento al Dios de la Corona Ardiente más lejos de mí, huyendo de mi fachada de ígnea.
Keira, Lars y Agatha se apretujan entre ellos bajo las mantas eléctricas, intentando encontrar el calor que el cielo nocturno de invierno no les va a brindar, ni tampoco la hoguera con sus débiles llamas. Iggy se sienta junto a mí y me envuelve con la suya.
—Tienes miedo de que Tristán te odie, ¿verdad?
—Sé que lo va a hacer. Le he arrebatado su objetivo. Él quiere ayudar a todo el mundo y ve el Mapa de la Diosa como la única llave para conseguirlo.
—Le has dejado el collar de la bellota, ¿no? Eso debe ser señal suficiente para él. —Iggy me acaricia la mano de la cicatriz.
—Iggy, no pudo renunciar a la Diosa. No pudo. Y yo no fui capaz de traerlo junto a mí. Pensaba que alejándolo de la realidad lo estaba protegiendo…
—Lucháis por lo mismo de distinta manera. Tú también has sido muy valiente, porque si no hubieses aguantado con los ígneos, no habríamos conseguido nada. No tendríamos oportunidad para luchar ahora.
—Si Nil y los demás estuviesen aquí…
—Nil hizo todo lo que pudo —dice contra mi pelo.
—Es que…
Sin embargo, esta vez me tapa la boca y niega con la cabeza. No me está haciendo callar para tranquilizarme, sino para que escuche algo. Y, de pronto, también lo percibo. Es como un zumbido… no, un motor. El motor de un vehículo muy grande. Y el pánico me sobrecoge. Espero que no se trate de un camión de expirantes; el transporte que conduce a este grupo olvidado e invisible a un destino peor que la muerte.
Despertamos a Keira, Lars y Agatha que, de inmediato, se ponen en guardia. Efectivamente, en el horizonte se vislumbran dos luces acercándose. Lo peor es que estamos en medio de un llano desértico, sin ningún obstáculo tras el que escondernos. Si corremos, sea cual sea la dirección, nos darán caza igual.
—¿Y si nos internamos en la oscuridad? —propone Keira, apagando las últimas cenizas de la hoguera.
—Ya deben haber visto el fuego —apunta Iggy.
—Nos defenderemos. En un camión de expirantes suelen ir una media de tres soldados y nosotros somos cinco. No es la primera vez que lo hacemos, Amaranta —planifica Lars, viendo mi expresión de preocupación.
—Podríamos liberar a los expirantes, robar el camión y llegaríamos a Bun en cuestión de tres horas. O incluso menos —asegura Iggy.
El plan está tomando forma, si es que a esto puede llamarse tener un plan. Mis amigos se confían con rapidez. Las veces que hemos asaltado un camión de ese tipo teníamos la estrategia establecida y solo si salía mal nos poníamos a improvisar, pero nunca, nunca desde el comienzo.
Tenemos que tomar una decisión ya, porque las luces están aproximándose, cada vez más veloces, como si nos hubiesen leído el pensamiento. Aprieto los puños y comunico:
—Bien. Dividámonos. Iggy, tú conmigo en el otro lado de la carretera, y vosotros en este. Pincharemos las ruedas para obligarles a descender. Lo más seguro es que lleven armas de tiro, así que hay que ser ágiles, ¿entendido?
Asienten y nos ponemos en marcha enseguida. Al minuto conseguimos visualizar el contorno del camión. Parece más pequeño que los habituales de expirantes, pero intento no desconcentrarme con este detalle. Se detendrá en cuanto llegue a la altura de nuestro fuego. Si es que lo han avistado. Ojalá que no.
Veo a Iggy sacar su daga y yo opto por sacar la mía también. La puntería es lo nuestro y estoy casi segura de que acertaremos en nuestro objetivo. Al igual que Agatha. No tengo tan claro que Lars o Keira lo consigan, pero toda ofensiva es poca en este momento.
El camión va disminuyendo la marcha a medida que se acerca y temo que pare unos metros antes de llegar hasta nuestra posición. La sangre me hierve y los nervios parecen querer ahogarme, por lo que, en un impulso, me incorporo y lanzo la daga contra una de las ruedas delanteras.
Doy en el blanco y el conductor logra frenar en seco tras casi perder el control del volante. El viento silba cerca