—¿Cómo está Amaranta?
—Sigue dormida. Bajo el techo —me asegura.
Entonces sigo a Marfil. Me conduce por calles, algunas ni las conozco, y por pasadizos a través de casas y locales que parecen haber estado ahí siempre, pero ocultos a la vista de la gente de a pie. Marfil avanza con el machete en ristre, avizor a cualquier movimiento tanto humano como proveniente del caos climático.
Junto a él todo resulta más fácil. Llegamos a los lindes de Cumbre y, en un abrir y cerrar de ojos, me encuentro solo. Marfil ha desaparecido sin una palabra más. Compruebo que aún me quedan dos baterías externas cargadas para mantener activo a mi compañero. El panel de control está descargándose con rapidez. En breve, el brazalete tecnológico solo servirá de soporte para Piloto hasta que pueda volver a recargarlo.
Avanzo con dificultad hasta internarme en uno de los bosques que separan Cumbre del resto de la civilización. Por primera vez en mi vida, estoy fuera de la jurisdicción de mi ciudad. Me siento un poco más libre y me acomodo sobre una enorme roca dispuesto a curarme. Abro el botiquín.
Sacarme la primera esquirla me duele incluso más que tenerla incrustada en la piel. Piloto sobrevuela mi cabeza y luego aterriza cerca de mi tobillo. Enfoca y escanea la parte herida. Luego extiende uno de sus brazos mecánicos y con sus dedos, que son como una pinza, agarra otro de los trozos de metal y tira sin previo aviso.
Lloro todavía más que con la primera y no puedo contener las náuseas. Dirijo la cabeza hacia un lado para no ponerme perdido y vomito sobre la hierba. Escuece muchísimo, más de lo que nunca habría llegado a imaginar, pero Piloto tiene instalados algunos programas de curación, por lo que le dejo hacer.
Las siguientes veces muerdo un pedazo de tronco para ahogar mis chillidos. Desde luego, han debido escucharme en kilómetros a la redonda. Cuando Piloto termina, me otorgo el lujo de echarme sobre la piedra y descansar. Los músculos me palpitan, el sudor me empapa entero y el corazón me late pesadamente.
Me llevo una mano al pecho. El gesto es inútil, pero ayuda a calmar mis nervios. Meto la mano dentro de la chaqueta, ahora desgarrada, y saco un trozo de pergamino plegado. Mi guía. Mi futuro. Mi misión. Lo extiendo frente a mis ojos y el Mapa que conduce hasta el lugar donde descansa la Diosa, a la espera, queda iluminado por el cielo anaranjado y morado.
Las líneas negras trazan los caminos, serpenteando y entrecruzándose. Las montañas son pequeñas curvas y las ciudades, círculos que contienen muchos puntitos. La letra, que indica las diferentes ubicaciones de la isla, es prácticamente ilegible, pero por suerte, yo conozco más o menos dónde se encuentran casi todas las ciudades del país. Me maravillo por el dibujo, pero solo una línea es la que me interesa realmente. Es gruesa y roja. Parece un reguero de sangre marcando una ruta específica. Sale desde el centro de Mudna, la capital del país, hogar de la monarquía, y cruza todo el terreno hacia el sur, hasta llegar a la costa. No se detiene en Trampte, sino que continua más allá de la Quiebra, hasta una especie de diminuta isla. Me escama el hecho de tener que navegar por el mar. Nunca lo he visto y la zona de la Quiebra se llama así por la cantidad de personas que fallecen a causa de las fuertes marejadas.
Es lógico. La Diosa no va a poner fácil el camino hasta ella.
Seguro que será un arduo viaje y a mi reloj interno le queda menos tiempo del que necesito para llevar a cabo toda la expedición. Quiero creer que se equivocó en el diagnóstico y, con ese pensamiento, concluyo que debo ponerme en marcha cuanto antes. Lo primero que tengo que hacer es alejarme lo máximo posible de Cumbre, encontrar cobijo y luego un medio de transporte. En cuanto me encuentre protegido, contactaré con mi Clan para comunicarles que estoy sano y salvo junto al Mapa de la Diosa. Si soy sigiloso y no me entretengo, el Mapa puede conducirme en pocos días al lugar en el que se halla la Diosa, donde por fin cumpliré mi misión: rogarle por nuestra redención.
Pliego el Mapa y lo guardo de nuevo en el bolsillo. Desciendo de la roca, cuidándome de no forzar la pierna y el brazo heridos. Me animo pensando en el lado positivo: ya no estoy en Cumbre. Fuera de aquí el país sigue dividido, sí, pero es más grande y mi Clan me ha contado que las normas fuera no son tan duras como las que se imponen en Cumbre.
Al comienzo fui muy escéptico sobre este dato. Por lo que decía la gente, la reina Matilde azotaba con mano de hierro por igual, pero Shioban y Caleb habían insistido tanto en que el resto de personas del país eran más abiertas de mente, que he terminado por guardar la esperanza.
Estoy ansioso por salir al mundo y ver cómo es. Conocer gente nueva y aprender de ella. Pero, sobre todo, cumplir aquello que se me ha encomendado: encontrar a la Diosa y salvar a Erain y el resto del mundo.
Las ramas de unos arbustos se remueven cerca de mí y me detengo en medio de la semioscuridad. Piloto tampoco emite ningún sonido. El cielo ensangrentado comienza a desvanecerse para dar paso a un manto de estrellas blancas, silenciosas y puras. Apenas queda rastro de la destrucción de Cumbre. ¿Quedará olvidada?
Me obligo a ponerme en guardia y le susurro a Piloto que use la visión térmica para detectar si lo que se mueve a nuestro alrededor conforma una verdadera amenaza. Piloto se pasea sin alejarse mucho de mí, intentando calibrar las coordenadas y lo lejos que se encuentra el sujeto de nosotros. El silencio es estremecedor y quiero que Piloto dé alguna señal cuanto antes, sea positiva o negativa.
Y como si hubiese escuchado mis órdenes, Piloto emite un pitido intermitente que enseguida interpreto. Hay una fuente de calor cerca de nosotros. Abro la boca para ordenar a mi amigo robot que regrese junto a mí, pero Piloto se adelanta a mi orden y dispara contra el arbusto, cuyas hojas y ramas comienzan a arder inmediatamente
Capto un grito entre la maleza y una sombra cruza las llamas con los brazos en alto. El ligero murmullo de la carga láser de Piloto suena, pero esta vez sí me da tiempo a denegar el ataque. No sé de quién se trata y no voy a convertirme en el asesino de nadie.
—¡Piloto, la linterna! —le ordeno.
El robot me hace caso, oculta el pequeño cañón en su interior y su objetivo se convierte en un potente foco que ilumina completamente la figura que se había ocultado tras los árboles.
—¿Amaranta?
Sus ojos miel casi dorados. Su largo pelo enmarañado y la enorme chaqueta llena de parches que se compró bastantes años atrás y que mis padres odiaban que vistiese. Ese tatuaje tan feo que mancha su pálida mano. Indudablemente, es ella.
—¿Tristán?
No sé quién reacciona primero, pero ambos nos fundimos en un tierno abrazo que casi consigue arrancarme las lágrimas. Nos mantenemos así un buen rato, sin movernos, sin decirnos nada. Amaranta huele a una mezcla de flores y humo y, pese a este último, su perfume me devuelve la paz del pasado.
Ella me estrecha más y noto que tiembla un poco. Quiero separarla de mi lado para decirle que todo está bien y que por fin estamos juntos. Ojalá atendiese a mi repentina propuesta de acompañarme, al menos, hasta Mudna. Sin embargo, no consigo preguntárselo, porque un contundente golpe en la cabeza me noquea.
Amaranta me posa sobre la tierra con cuidado. Sus palabras suenan lejanas. Sostiene una piedra ensangrentada en su mano. Parpadeo para mantenerme despierto, pero el dolor y el mareo me vencen. La he rescatado de la condenación de Cumbre, he confiado en ella y ahora me lo paga así.
Traicionándome.
De nuevo.
Suelto la piedra en cuanto aparece Iggy, sudoroso y manchado de sangre y ceniza. Sus ojos grises se abren como platos, como si hubiese visto un fantasma. O algo peor. Me mira la mano, la ejecutante. En la punta de los dedos tengo un rastro de la sangre de Tristán. Cierro los ojos con fuerza.
—Amaranta…