Por un instante, pienso en noquearle y continuar con mi plan. No le debo nada a una persona que solo me ha causado mal día tras día. Pero, ¿soy capaz de dejar de presionar y abandonarlo a su suerte? ¿Quiero proteger a alguien así? ¿Soy de ese tipo de personas sin rencor y bondadosas que pueden salvar a cualquiera?
No.
Sí.
No lo sé, y acabo determinando que dejar morir a alguien a sangre fría es algo que, por el momento, no forma parte de mi naturaleza.
—¡No! Quiero respuestas. Quiero saber si me amas tanto como yo a ti. Quiero saber si ayudaste en la fuga de Tristán…
—¡Quildo!
Y consigo callarlo, aunque él no deje de llorar. Me arden los ojos. No por él, sino por la ansiedad que me está provocando mi decisión; la lucha moral que se está librando en mi interior. Puedo dejarlo morir, porque él nunca ha hecho nada por mí, todo lo contrario. O puedo salvarlo, porque no es él quien tiene la culpa real y directa de mi situación. Quildo hace de sus labios una fina línea. Un empujón lo lanza contra mí y aprovecho su inestabilidad para agarrarlo de la mano y sacarlo del local.
Entre las cabezas logro advertir los mechones caoba de Iggy prácticamente fuera de El Tugurio. Casi rezo porque esté con Agatha, porque no la haya perdido. Sin embargo, me concentro en mi cometido: en salir de aquí con Quildo. Tiro de él y él se deja llevar. De repente, parece una pluma que no tiene fuerzas para resistirse.
Quildo me protege de algún que otro codazo, pero la mayor parte del trabajo lo hago yo propinando patadas, empujones y soltando algún que otro insulto que hace que mi prometido me mire como si no me reconociese. Y no me conoce, esa es la verdad.
Conseguimos alcanzar el exterior, pero, tal y como salimos, me dan ganas de entrar de nuevo. Las campanadas han dejado de sonar, porque el campanario ya no existe. Ahora es una montaña de piedra carbonizada coronada por una gran llamarada que clama súplicas al cielo anaranjado.
Una bola de fuego surca la ciudad, veloz, y cae a unas pocas calles más allá de nosotros. La onda expansiva nos alcanza y mantengo a Quildo en equilibrio, todavía cogidos de la mano. Un diminuto cascote impacta contra la cabeza del chico, pero no me detengo a examinar su estado. Corremos entre las calles, mirando al cielo y al suelo intermitentemente, porque todo arde como si estuviésemos en el mismísimo infierno. Todos gritan. Todo es sangre.
—¡Ve con mis padres! ¡Sálvate!
—¡No! —se niega, muerto de terror, con un hilillo de sangre bordeándole el rostro—. Me quedo contigo.
—Quildo, esto se ha terminado. ¿Entiendes lo que…? —Una gota de agua golpea mi nariz, seguida de una pequeña piedra de hielo—. ¿Es lluvia…?
—¿… y granizo a la vez? —completa él.
—¡Corre! ¡Tengo que buscar a Tristán! —Doy media vuelta.
—¡No! —Me coge de la mano para retenerme—. Quédate conmigo. Sé como antes.
Chasqueo la lengua y empujo a Quildo hasta resguardarlo bajo un tejado de metal que no aguantará el fuerte granizo que, de repente, está empezando a caer junto a la poderosa lluvia y las llamaradas de fuego. Él intenta enmascarar su miedo para imponerse, pero no lo consigue.
—Ni siquiera estás enamorado de mí. Te has obligado a creerlo. Nuestro matrimonio concertado es una farsa. —Trato de suavizar mis palabras—. ¿Lo entiendes? Tú perteneces a Cumbre y yo dejé de pertenecer a ninguna parte hace mucho tiempo.
—Es por...
—Es por mí, Quildo. —Clavo mi mirada en la suya para que lo comprenda. Transmito la comprensión que él siempre ha querido ver en mí; este será mi engañoso favor—. Adiós.
Entonces sí, me marcho sin que Quildo logre detenerme. No miro atrás. No quiero saber si él ha echado a correr tras mis palabras o se ha quedado ahí, observando cómo desaparezco ante él y de su vida.
Tengo que encontrar cuanto antes a Iggy y a los demás. Salvar a Tristán. Salvarlo de todo esto. En un último pensamiento se materializan mis padres, pero ellos ya se habrán resguardado en algún búnker reservado únicamente para ígneos, intentando aparentar que están preocupados por mí frente a la comunidad. Mentira. Solo quieren salvar su pellejo.
Los aparto de mí para que no me desconcentren, sin embargo, me cuesta anteponerme al recuerdo de la cruda realidad que hasta entonces he tenido que soportar al lado de mi familia. Una pequeña bola de fuego impacta a veinte metros de mi posición y el temblor me desestabiliza. Sin control, caigo de espaldas en un duro golpe.
No siento dolor, pero sí la sangre caliente resbalar por mi nuca. Y unos brazos intentando levantarme del suelo. ¿Es…?
—¡Piloto!
Y Piloto, en otro cuerpo robótico mucho más pequeño, me ayuda a arrastrar a Amaranta. El prototipo que construí meses atrás para poder traspasar el sistema central del Piloto original a este sin perder todos sus datos e inteligencia artificial no es precisamente grande. Me basé en la estructura de un ovni y las dimensiones de un CD para diseñar su cuerpo. Pese a su tamaño, es rápido, efectivo y no tartamudea como la unidad principal. Más que suficiente.
Sus bracitos mecánicos se aferran a la chaqueta de Amaranta y tiran de ella para trasladarla. El pequeño Piloto está programado para ofrecer resistencia y usar la energía al máximo en casos extremos. Mientras intento acomodar a Amaranta en un callejón, pienso en Martha. La he dejado atrás con la unidad original de Piloto. Y aunque la separación ha sido dolorosa, hemos fragmentado la inteligencia artificial y la memoria del robot para que ambos tengamos un pedacito de él, y sea lo que nos mantenga unidos. Es por eso que veo en mi pequeño amigo robótico a mi casera.
—Está bien, Piloto.
—Tristán, debemos irnos —me dice, adaptando su nuevo objetivo rosáceo para poder ver mejor.
—No puedo abandonarla.
—Tu misión es llegar hasta el Clan y embarcarte en la misión que se te encomendó. No te queda más remedio. Esperabas que te dijeran algo o te dieran una señal. Esta es la señal.
Tiene razón, el tiempo se agota. Me oprimo el pecho intentando mitigar la desazón, pero no lo consigo. Hoy, sin duda, mi Clan me enviará a la misión. Ya no me queda tiempo. Ya no le queda tiempo a la Tierra.
—Vamos a hacer una cosa. Quédate junto a ella mientras yo voy al Clan y vuelvo. Si notas que mis pulsaciones se aceleran y consideras que por ello estoy en peligro, acude a mí. Activo el GPS.
Aprieto un botón de la pequeña placa táctil que se sujeta a mi brazo mediante un brazalete negro. Es un pequeño panel de control y carga para la nueva unidad de Piloto. Estoy muy orgulloso de ella por todas las funcionalidades que posee y lo útil que puede llegar a ser en momentos así.
A Piloto se le enciende una luz verde en la base que indica que estamos conectados por el GPS. Se mantiene suspendido en el aire, porque sí, Piloto ya no es un robot móvil sobre ruedas, sino un robot móvil volador, que se desliza en el espacio con suavidad.
—¿Me has entendido, Piloto?
—Te doy diez minutos.
—No me va a dar tiempo.
—No eres el único que entiende de robótica, Tristán. Martha me ha programado para no dejarte solo ni cinco minutos. Y yo acato órdenes.
Me muerdo el labio inferior. Soy capaz de abrir en canal aquí en medio a Piloto y configurarlo para que proteja a Amaranta hasta mi regreso, pero sería como faltar el respeto a Martha, así que no me queda más remedio que acceder.
Llegar hasta el Clan