Espero a que se marche y, cuando compruebo que no puede espiarme por el retrovisor, entro corriendo en la portería de mi edificio. Subo por las escaleras los diez pisos, saltándome escalones y sin detenerme a descansar. A la vez que saco el móvil para mirar si he recibido llamadas o mensajes, extraigo también la tarjeta ciudadana. Este carnet es una identificación que solo tienen los ígneos y neutrales con vínculo, o sea, los que la reina considera verdaderos ciudadanos de bien. Eres un número y te sirve para todo: llave de casa, teléfono, correo electrónico, Internet, acceso sanitario o a diferentes establecimientos según tu posición en la comunidad… Todo.
Los neutrales sin vínculo, los renegados y los expirantes tienen completamente prohibido acceder a la sanidad, la educación u otros servicios del país. Por supuesto, no poseen una tarjeta ciudadana, pero, aunque no sabemos exactamente cómo, el Gobierno tiene una manera mucho más retorcida de tenerlos a todos ubicados. La cuestión es hacer creer con privilegios y otros métodos que solo una parte de la población no está manipulada. Si todo sale bien, pronto las mentiras saldrán a la luz y provocarán una reacción en cadena que, esperemos, derroque esta dictadura.
Cuando llego frente a la puerta de mi casa, paso la tarjeta por encima de un lector digital azul que se ilumina en rojo cuando me reconoce como residente de este piso. Ya están todos mis datos registrados. El sistema puede descansar tranquilo sabiendo cada uno de mis movimientos.
Con la mirada puesta en la pantalla del móvil, casi olvido que Llana se encuentra con sus dos ojos artificiales, que se asemejan a los de un humano, mirándome fijamente desde la oscuridad. Me asusto muchísimo cuando enciendo la luz y la encuentro sin dar señales “de vida”.
—¡En serio, Llana! —Me llevo una mano al pecho—. ¿Por qué no has avisado de que estabas ahí?
La pantalla que simula su boca dibuja con píxeles una sonrisa de satisfacción. No me gusta el aspecto de esta sirvienta a caballo entre un androide y un robot común. Parece tener conciencia; una conciencia bastante astuta y retorcida.
—¿La señorita ya ha vuelto de la ceremonia?
—No me encontraba muy bien, Llana, por eso he regresado. —Sonrío, intentando volver a mi papel.
—Ya. —Ese tono, por muy mecánico que suene, denota que no se lo cree.
El robot sirviente está fabricado para reproducir ante mis padres todo lo que graba durante el día. Su actitud es severa y nunca deja espacio para la intimidad. Todo debe quedar registrado y ninguna mentira escapa a su ojo. Y al ojo de mi padre.
Me dirijo a mi cuarto con pasos tranquilos, a sabiendas de que Llana me seguirá con su perturbadora mirada. Llego a la habitación, enciendo la luz, me agacho sobre la mesilla de noche y del primer cajón saco un destornillador. Iggy me ha enseñado cómo manejar este tipo de robots, así que me es muy sencillo, casi un movimiento automático, acometer contra Llana en cuanto se detiene tras de mí.
Clavo el destornillador en un pequeño resquicio entre su cabeza y su rectangular cuerpo. Como siempre, no emite ningún ruido ni se apaga. Sus funciones comienzan a desplegarse en su pantalla-boca y sus ojos parecen mirarme con odio. Parecen, claro.
En su menú inicial busco todos los archivos de hoy y elimino los últimos diez segundos para que mis padres no puedan ver mi maravillosa treta. Dejo su sistema en suspensión y la muevo hasta el pasillo. Despertará en cuanto oiga la voz de una persona, y no será la mía.
Me cambio de ropa, sustituyendo el horroroso vestido que mi madre me ha obligado ponerme para acudir a la Iglesia Coronaria por unos pantalones cómodos, una camiseta básica, unas botas desgastadas y mi chaqueta favorita llena de parches. Finalmente, me coloco el brazalete rojo en el brazo. Estoy lista.
El móvil me vibra y dos mensajes aparecen en la pantalla. Despliego ambos y me sorprendo al encontrar uno de Quildo. Decido abrirlo antes de mirar el otro, porque mi papel puede peligrar si no contesto:
Espero que de verdad te encontrases mal, Ami.
Si te he molestado con el beso, lo siento.
Sé que a veces recuerdas a Nil, pero
ya no está aquí.
Tengo ganas de estampar el móvil contra la pared, pero no quiero tentar el despertar de Llana y me contengo. Quildo se ha pasado. Mi estúpido prometido apenas sabe nada sobre Nil y los demás; una parte de mi pasado que deseo olvidar, pero que este imbécil se cree con la potestad de opinar sin pelos en la lengua. Y es que Quildo tiene terminantemente prohibido nombrar a Nil bajo cualquier circunstancia. El corazón me duele como hace dos años que no lo hace y el miedo me acorrala aún más.
Intentando mantener la poca calma que me queda, abro el segundo mensaje. Es de Iggy:
Ven a El Tugurio.
Me da que Gorio va a mandar a Tristán a casa.
Hoy hay más patrullas por la Frontera:
Ten cuidado, que no te reconozcan.
Antes de salir corriendo de casa, lleno hasta los topes mi mochila de objetos imprescindibles. El plan debe continuar, aunque Cumbre sea destruida esta misma noche. Que no crea en los dioses no significa que sea tonta. Las consecuencias por el cambio climático son inminentes, así que, si hoy va a acontecer algún desastre, al menos que me pille dispuesta a sobrevivir a él.
Salgo del portal, echándome la capucha de la chaqueta sobre la cabeza. Si ando rápido, llegaré al bar en unos diez minutos. Mantengo la cabeza gacha hasta llegar a la Frontera, porque toda mi familia es famosa en el Barrio Arco Interno por su alto estatus, y si me reconocen solo provocaré un chismorreo, el cual no quiero que llegue a oídos de mis padres ni de Quildo.
Espero que Iggy esté en lo cierto y al entrar en El Tugurio no me encuentre cara a cara con Tristán. Nuestro reencuentro no ha sido precisamente amargo, pero tampoco el parangón de la felicidad. No me siento muy dispuesta a interrumpirlo en medio del trabajo por una conversación pendiente —y muy necesaria—o, por qué no añadirlo, a provocar la ira de Gorio y Jacinta.
Me cuesta unos cinco minutos más de lo normal llegar hasta el local. Tengo la indudable sensación de que alguien me persigue. Me obligo a salir de la calle principal e internarme por las callejuelas de la Frontera. Si quien me espía conduce un aerovehículo le he dado esquinazo seguro. Si en cambio va a pie, es muy bueno escondiéndose, porque no lo he advertido en ningún momento.
Llego a El Tugurio con el aliento contenido. Un remolino de sentimientos me está agotando. No soy una persona muy tranquila, pero hace mucho tiempo que las sensaciones que me abruman o me conducen al límite no me pertenecen. No sé si quiero volver a ser yo.
Me bajo la capucha y entro empujando la puerta con las dos manos. Debo hacer una entrada triunfal, pues todo el local se gira para descubrir quién entra. No dura mucho la expectación —en El Tugurio solo se mantiene el interés más de cinco segundos en una pelea, y solo hasta que Jacinta baja de su puesto—, pero muchos observan mi brazalete rojo y me dedican una mueca de pura repulsión.
Sé lo mucho que me arriesgo entrando en el local, pero si quiero ver a mis amigos es prácticamente la única opción. Ellos no pueden venir al Arco Interno, no son neutrales con vínculo, y yo no puedo ir al Arco Externo a no ser que quiera salir de allí casi muerta por ser una ígnea. La Frontera es la solución, pero, pese a ello, esta fina línea que separa dos mundos en Cumbre continúa siendo insegura y peligrosa.
Localizo enseguida a Iggy y