Sin perder el tiempo ordené que se depositaran los cuerpos en la morgue y se pusieran guardias para evitar que la gente entrara. Corrí a la carpintería para explicar cómo debían fabricarse los cajones, para que la familia no se percatara del lamentable estado de los cuerpos. Momentos después vi a la esposa de Daniel que se acercaba corriendo. Había oído del accidente y quería entrar a la morgue, donde habíamos dejado los restos de su marido. Corrí a su encuentro y la tomé en mis brazos antes de que cruzara el umbral de la puerta, evitando que viera la horrible imagen. Ella estaba en el octavo mes de embarazo.
Finalmente, junto con el doctor corrimos de nuevo al quirófano para tratar de salvar al único sobreviviente de aquel desastre. Pero a pesar de todos los esfuerzos, el joven murió pocas horas más tarde. Su esposa también estaba embarazada. De los seis hombres que perdieron la vida, tres de ellos dejaron viudas esperando bebés. Uno de los fallecidos era el hijo de nuestro anestesista.
Luego nos encerramos con el médico en la morgue y durante dos horas tratamos de reconstruir los rostros de los cadáveres de esos jóvenes obreros caídos de manera tan brutal. Terminamos el día exhaustos, física y mentalmente. No sabíamos qué pensar. ¿Cómo responder al terrible fantasma de la duda que se cernía sobre nuestras mentes? Aquellos jóvenes, conscientes de los peligros que corrían, habían salido temprano en la mañana para dirigirse a Longonjo –una localidad situada a unos 15 kilómetros de la Misión–, en busca de papel para la imprenta. Desde el comienzo de la guerra, obtener este precioso material resultaba casi imposible. Daniel y su equipo no quisieron perder la única oportunidad de conseguirlo. Su espíritu de servicio les costó la vida.
Después del accidente, el trabajo aumentó. Y era mejor así, ya que nos quedaba menos tiempo para pensar. La tenebrosa imagen de aquellas muertes me perseguía constantemente; por las noches despertaba sobresaltada, víctima de horribles pesadillas. El intenso trabajo era una ayuda eficaz en esos días difíciles. Operábamos tres veces por semana, desde la mañana hasta la noche, sin interrupciones. Un enfermero nativo realizaba las anestesias con éter y otro nos ayudaba en la sala. En 18 días de cirugías, operamos noventa pacientes. El cúmulo de labores era tal que hubiéramos podido trabajar 24/7 y aun así hubiesen quedado asuntos sin resolver.
Si durante una cirugía llegaban urgencias, no me quedaba otra opción que dejar al médico y correr a asistir al recién ingresado. O socorrer a nuestras ayudantes en un parto difícil, mientras el doctor Vergeres trataba de arreglárselas como podía, siendo cirujano, instrumentista y ayudante al mismo tiempo. Dios nos bendijo de manera especial esos días, y muchas personas encontraron alivio para sus dolencias.
Habitualmente, pobladores de la zona traían en una suerte de camillas a pacientes heridos o con problemas.
Después de las horas de cirugía terminábamos tan hambrientos que hubiéramos podido comernos todo lo que había en la casa y aún no hubiésemos quedado satisfechos. Comíamos tanto que a pesar del intenso trabajo y el estrés yo aumenté cuatro kilos en aquellos días. Aquello me hizo bien, pues era tan delgada que el doctor Vergeres decía que en algún momento me llevaría el viento.
Yo había traído algunos alimentos de Europa y en Huambo había un almacén para cooperadores extranjeros en el que podíamos comprar porotos, espaguetis, arroz, azúcar, sal y media barra de jabón con nuestra tarjeta de racionamiento. En la Misión se cultivaban verduras y frutas tropicales, lo que nos permitía tener una dieta bastante saludable a pesar de las circunstancias.
Una noche, mientras preparaba la cena, me llamaron de urgencia al hospital: un joven de veinte años acababa de perder ambas piernas a causa de otra mina. Durante la cirugía, que se prolongó hasta la medianoche, el paciente se mantuvo con una presión arterial mínima.
De pronto, advertí que su abdomen estaba hinchado y rígido. Llamé la atención del doctor sobre el asunto. Inmediatamente cambiamos los campos operatorios y abrimos el abdomen. Los intestinos inflados, debido a algún coágulo causado por el impacto, salieron a nuestro encuentro, liberando al mismo tiempo la obstrucción. Sin embargo, nos costó un enorme esfuerzo cerrar la incisión, mientras luchábamos para mantener al paciente con vida. Creímos que no sobreviviría, pero al día siguiente lo encontramos mejor.
Lo cuidamos durante un tiempo largo hasta que pudo regresar a su hogar. Con ambas piernas amputadas por encima de las rodillas, su vida no sería fácil. La Cruz Roja mantenía en Huambo un centro ortopédico donde proveían piernas artificiales para casos como estos. Nuestra esperanza era que estos recursos le brindaran al joven un futuro mejor, pese a su invalidez.
Después de un mes y medio de intensa labor, llegó el momento de que el doctor Vergeres regresara a Europa. Mientras tanto, la familia Sabaté aún no había vuelto a Angola. Aquello fue una prueba de fe: debía llevar sola la responsabilidad del hospital, que estaba lleno de pacientes recién operados, en un momento político sumamente difícil. Pero puse mi confianza en el Señor y las cosas se mantuvieron en orden; aunque no sin dificultades.
Justo antes de que el médico se fuera, había venido un hombre mayor que necesitaba una cirugía de emergencia. Al principio, el doctor se negó a operar porque no teníamos el material adecuado para ese tipo de cirugía, sin embargo, la condición del hombre era tan complicada que decidimos correr el riesgo. Al día siguiente, en el momento de su última visita a las salas, Vergeres se dio cuenta de que algo estaba mal y llevamos al anciano nuevamente al quirófano, apenas unas pocas horas antes de que el doctor partiera. Por experiencia, sabía que en un caso así el proceso de recuperación sería largo y difícil.
Finalmente, llegó el momento y acompañé a Vergeres a Huambo, donde tomaría el avión. A mi regreso, tan pronto como ingresé en el hospital me dijeron que el anciano estaba en problemas. Su abdomen estaba hinchado y vomitaba continuamente. Estaba claro que necesitábamos volver a abrir ese abdomen, pero ¿qué podía hacer yo sola? Finalmente, me dije: “Haré lo que pueda”. Rápidamente puse un tubo en su estómago para vaciar su contenido. Traté de estabilizarlo y luego lo dejé en las manos de Dios. El cuadro, sin embargo, no daba mucho lugar a la esperanza: la condición general del hombre era crítica.
Al día siguiente, no obstante, me llenó de estupor lo que vi: no solo estaba vivo, sino mejorando. Continué con la sonda nasogástrica y una hidratación intravenosa. Para mi sorpresa, el hombre se recuperó completamente y un mes después regresó felizmente a su hogar. Antes de irse, se acercó y me dijo: “Gracias, enfermera, por no dejarme morir. ¡Gracias! ¡Muchas gracias!”
Una semana después del arribo del doctor Sabaté, nuevamente nos sacudió un triste acontecimiento. Al oeste de la Misión vivían hermanos cristianos adventistas. Pero recorrer en auto la ruta que unía sus pueblos con nuestras instalaciones era una tarea de alto riesgo, puesto que las emboscadas por parte de la guerrilla eran moneda corriente allí. Debido al peligro existente, nadie osaba visitarlos; sin embargo, ellos venían cada año a traer fielmente sus ofrendas. El sentimiento de soledad y el deseo que sentían por escuchar a alguien que compartiera el mensaje con ellos era muy grande.
Ante esta situación, el pastor Boavent y Felipe, otro pastor nativo, se sintieron llamados a reconfortar a esos fieles hermanos en la fe. Así fue como decidieron organizar un encuentro de fin de semana. El riesgo era muy grande y temíamos por sus vidas. Sus amigos y familiares les rogaron que no fueran, pero después de mucha reflexión ellos decidieron partir, a pesar de las circunstancias.
Los tres hombres salieron de la Misión un viernes a la mañana. Habían hecho cincuenta kilómetros cuando, en una zona sinuosa de barrancas altas cubiertas con densa vegetación, cayeron en una emboscada y fueron baleados. Arturo murió en el lugar, el pastor Felipe fue herido en un brazo. El Pastor Boaventura no sufrió daño alguno y fue secuestrado por los guerrilleros después de que estos prendieran fuego al vehículo.
Nos enteramos de la emboscada por medio de los militares,