Secuestrados a medianoche. Victoria Duarte. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Victoria Duarte
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789877984026
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Fueron siete días de sufrimiento, tras los cuales falleció, probablemente por el edema cerebral que el cuerpo extraño alojado allí le había ocasionado. El joven estuvo consciente hasta el último minuto de su vida, y nosotros nada pudimos hacer para salvarlo, ya que no teníamos los instrumentos ni los medicamentos necesarios para semejante intervención. Aquella muerte me causó mucha tristeza; el muchacho tenía toda la vida por delante y en otras circunstancias hubiese sido tan fácil salvarle la vida. Ver una vida extinguirse delante de mis ojos únicamente por falta de recursos me causó una tremenda angustia.

      Otro problema recurrente eran los niños víctimas de enfermedades infectocontagiosas, tales como hepatitis, fiebre tifoidea, malaria o desnutrición. No era raro que visitara por la noche a alguno de ellos en estado de salud delicado y a la mañana siguiente su camita estuviera vacía. Al preguntar por él, simplemente me respondían: “Falleció”. Aquellas palabras lacónicas e indiferentes me resultaban muy dolorosas y difíciles de soportar.

      Una vez hablé con el doctor sobre esto y su repuesta tampoco me trajo esperanza: “No podemos hacer nada. En Angola existen muchos medicamentos que no se consiguen. Hacemos lo que podemos”. Las cosas no eran sencillas. Pasaba demasiado tiempo hasta que las donaciones de medicamentos llegaban. Lo poco que había debíamos ahorrarlo y administrarlo con cautela.

      El personal nativo era para mí un dilema difícil de resolver. Motivarlos para una entrega completa al servicio y un compromiso con la vida era bastante complicado. “Si podemos vivir, está bien, y si morimos, es normal”, parecía ser su manera de pensar. Después de tantos años de sufrimiento habían adoptado una filosofía de estática, impotente, resignación ante la muerte. Un método inconsciente para hacer frente a ese sufrimiento, que se les había vuelto costumbre.

      Apenas había estado un mes en la Misión y sentía que mis reservas de coraje y sangre fría estaban a punto de agotarse. Habíamos recibido varios pacientes con peritonitis grave por perforación intestinal. Los operábamos, pero muchas veces era demasiado tarde para salvarlos. La fiebre tifoidea estaba haciendo estragos. Muchas veces pasaba horas alrededor de la cama de un enfermo haciendo todo lo que estaba a mi alcance para salvar esa vida, que finalmente veía partir, simplemente por falta de los recursos necesarios para tratar su enfermedad.

      Sobrepasada por una profunda sensación de angustia e impotencia, un día perdí el control de mis emociones y me puse a llorar desesperadamente. No podía aceptar tanta muerte y sufrimiento, tanto dolor innecesario. Me llevó muchos días entender que no todo dependía de mí, que yo era un simple instrumento en las manos de Dios, y que la guerra no era su voluntad, sino el resultado del egoísmo de hombres que habían decidido ignorarlo. Solo después de que logré comprender esto pude empezar a percatarme de los milagros que el Señor realizaba cada día a través de nuestras manos, a pesar de nuestros tan escasos recursos. Decidí, por fin, dejarme guiar por él y poner mis cargas sobre sus hombros, que eran mucho más fuertes que los míos.

      Éramos conscientes de que cualquier día podía ser el último en el Bongo, por lo que priorizamos la educación del personal angoleño. Antes de mi llegada, el doctor Sabaté y su esposa habían abierto una escuela de Enfermería, en la cual se buscaba que nuestro personal se preparara para tratar a los pacientes con más independencia y eficacia.

      El gobierno había nacionalizado otros dos pequeños hospitales misioneros, y el temor era que de un momento para otro sucediese lo mismo con el nuestro. El hecho de que nos encontrábamos sobre la línea de fuego nos daba la débil esperanza de que pudiéramos conservar nuestras instalaciones. El nuevo gobierno solo contaba con médicos extranjeros de Cuba, Alemania del este y Rusia, y estos no estaban dispuestos ir a un lugar donde nunca estaban seguros de su vida. Sin embargo, esto era también una amenaza, ya que ambos partidos se disputaban el territorio y podían corrernos de allí en cualquier momento. Con frecuencia oíamos de secuestros y desapariciones. Nada podía impedir que un día también nuestros hombres fuesen llevados y desaparecieran como tantos otros.

      Tres meses después de mi llegada, Sabaté comenzó a prepararse para sus vacaciones en España. Buscar quien lo reemplazara no fue una tarea sencilla. Finalmente, un cirujano suizo, el doctor Othello Vergeres, se puso a disposición de la División Euroafricana para trabajar por un par de meses en Angola.

      El nuevo médico de la Misión llegó un viernes por la tarde al Bongo y al día siguiente se realizó un encuentro de iglesias, al que asistimos entusiasmados. Cada grupo o congregación visitante venía con un coro. Para los africanos, cantar es tan natural como para nosotros hablar; tienen voces maravillosas y un increíble sentido musical. Hacía mucho tiempo que estos congresos no habían podido realizarse y todos estaban muy excitados con el evento. Junto con el doctor Vergeres nos dirigimos al sitio de la reunión y nos ubicaron en lugares destacados. El culto se desarrolló con el característico estilo del país, al aire libre y en un espacio circundado por un cerco de paja. Y aunque no comprendíamos la lengua nativa, nos sentíamos sobrecogidos por el ambiente creado.

      Las reuniones de la tarde estaban a cargo de los jóvenes. Los angoleños también tienen un don para el teatro: con gracia singular personifican toda suerte de historias o escenas cantadas. Esa tarde representaron la vida de un hombre anciano y pobre que no tenía dónde vivir. El mendigo entraba errante por una puerta, cantando su miseria en un encantador barítono. Al frente, un grupo de jóvenes y adolescentes respondían invitándolo a ir con ellos, ya que estaban listos para ayudarlo. La voz clara del hombre –que era uno de los cocineros de la Misión– armonizaba idealmente con la de los niños. La sensibilidad y la sencillez de la escena no dejó de emocionarme; han pasado años, pero la melodía aún suena con claridad en mis oídos.

      Detrás de nosotros estaba sentado Daniel, un joven profesor del seminario, y director de la pequeña imprenta que se ocupaba de traducir la literatura portuguesa en lengua nativa para los hermanos que no sabían leer otro idioma. Daniel había realizado sus estudios en Portugal y era una de las personas más prometedoras de la Misión. Con su espíritu alegre y servicial, nos traducía las escenas que se sucedían delante de nosotros.

      El domingo las reuniones continuaron, pero asistimos solo por algunos momentos, ya que en el hospital nos esperaba mucho trabajo y el doctor Vergeres se había propuesto aprovechar al máximo su estadía en el Bongo. Muchos pacientes esperaban desde hacía mucho tiempo las operaciones que los aliviaran de sus dolores y malestares. Para ello, debíamos preparar el anticuado material que nos quedaba.

      Para el martes teníamos ocho pacientes esperando para ser operados. Antes de comenzar las cirugías programadas, hicimos una ronda de visitas a los pacientes hospitalizados. El doctor Sabaté partía esa mañana. De pronto, sin embargo, entró en el cuarto donde estábamos y nos llamó con urgencia. En la entrada del hospital se encontraba una persona seriamente herida debido a la explosión de una mina. Alguien lo había traído y había desparecido rápidamente. “Voy a tratar de operarlo”, dijo inmediatamente el doctor Vergeres y ordenó que se lo lavara lo mejor posible, ya que el herido había sido revolcado violentamente contra la tierra y era muy difícil identificar la gravedad de sus lastimaduras. Era la primera víctima de la guerra para el doctor.

      Rápidamente continuamos con las visitas mientras los enfermeros limpiaban al paciente. No habíamos avanzado mucho cuando Sabaté volvió a entrar e interrumpió nuestras tareas con una noticia devastadora: “El auto de la imprenta pisó la mina... y todos han muerto”. En su rostro podía leerse el drama. Pálido y tartamudeando, nos contó que todos los empleados de la tipografía, entre ellos Daniel, habían volado por el aire al accionarse el explosivo enterrado a pocos kilómetros de la Misión. El único sobreviviente era el joven que había llegado minutos antes y estaba pronto a ser operado.

      El auto de los chicos que sufrieron el accidente al pasar por una mina, que explotó.

      Corrimos hacia afuera, donde un gran número de habitantes se encontraba sumido en desgarradores lamentos. Unos soldados que habían presenciado los hechos desde cierta distancia transportaban los restos de nuestros amigos. En el instante en que llegamos al lugar, descendían del jeep con lo que quedaba del cuerpo mutilado de Daniel, del que solo se había encontrado