Secuestrados a medianoche. Victoria Duarte. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Victoria Duarte
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789877984026
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mi primer año de Enfermería con mucho entusiasmo, pero con grandes preocupaciones: tenía la beca, pero no contaba con el dinero para cubrir los gastos de libros y materiales académicos. Los días fueron pasando, y llegué al límite de mis posibilidades financieras. Un viernes por la tarde me sentía especialmente triste, pues mi único par de zapatos estaba agujereado. Para colmo, debía dinero y útiles escolares a todas mis compañeras. Si algo no sucedía en mi favor, me vería obligada a abandonar. ¡Oh, Señor!, si no haces un milagro tendré que irme. Necesito trabajo, pero no me animo a pedir. Si me ayudas, trabajaré siempre para ti. Haz, por favor, que suceda un milagro, que alguien me dé algún trabajo sin que yo tenga que pedirlo”, oré.

      Así seguí clamando todo el fin de semana. No quería desistir de mis estudios, pero ¿cómo continuar sin los recursos más elementales? Yo bien sabía que mi madre no tenía los medios para ayudarme, así que no le dije nada sobre mi situación. Mi única esperanza estaba en Aquel que nunca me había abandonado. Y que tampoco lo haría esta vez...

      Temprano el domingo a la mañana, mientras oraba, golpearon a la puerta. Alguien me alcanzó un paquete enviado por mi madre con dos pares de zapatos. ¿Cómo supo ella que tenía tal necesidad?

      Mientras todavía me hacía la pregunta unos minutos más tarde, volvieron a llamar. Esta vez me entregaron un sobre con dinero y una tarjeta que decía:

      “Espero que no te molestes que no te escriba más, pero tú sabes que dispongo de poco tiempo. Envío este dinerito; quizá sea útil”. Violeta de Positino.

      En el sobre había 500 pesos, mucho dinero para aquellos tiempos y para quien había aprendido ahorrar.

      El doctor Tabuenca, director del sanatorio, había estado en Misiones, y a través de él, su hermana Violeta y mi madre habían enviado esos preciosos regalos en respuesta a mis ansiosas oraciones.

      El lunes comencé la semana llena de alegría. En el pasillo me crucé con Carlos Schmit, el profesor de Biofísica, quien me llamó y me dijo que quería hablar conmigo después de la clase. Un poco intranquila, me puse a pensar si habría hecho algo malo. Yo era una persona superactiva y me resultaba difícil estar quieta y portarme bien en el internado.

      Luego de la cátedra, esperé ansiosa al profesor. Él se acercó lentamente y me preguntó si estaba dispuesta a trabajar en el laboratorio del cual era jefe, dos horas cada noche durante unos quince días, ya que una de sus empleadas estaba de vacaciones.

      Asombrada y enormemente agradecida a Dios por la velocidad de su respuesta, le respondí con un ¡sí! lleno de entusiasmo. Los quince días se prolongaron a tres años, hasta el fin de mi carrera.

      Por aquellos tiempos dormía poco: debía estudiar y trabajar. Durante las vacaciones, cuando los demás volvían a sus hogares, yo continuaba trabajando en el laboratorio, en el área de Fisioterapia o en la lavandería del sanatorio. No tenía alternativas, era la única manera de poder terminar mi carrera.

      Fueron varias las situaciones en las que Dios me socorrió durante esos años. Recuerdo el día en que debía comprarme urgentemente el uniforme de enfermera para empezar las prácticas. Apenas había comenzado a trabajar poco tiempo antes y tenía muy poco dinero ahorrado. Nuevamente acudí al Señor en oración. Pero el tiempo pasaba; yo oraba y trabajaba, pero no conseguía reunir el dinero necesario para pagar la tela y la confección del uniforme. Pero, así como con Salomón, los ojos del Señor estaban “abiertos” y sus oídos “atentos” a mis oraciones (ver 2 Crón. 7:15). Y Dios volvió a mostrarme que actúa justo a tiempo. Una semana antes de que venciera el plazo de pago, me encontré con el capellán del sanatorio, el pastor Mauricio Bruno, quien había sido profesor de Historia Sagrada en el colegio de Misiones antes de ser trasladado a Entre Ríos. Él sabía bien que mi situación económica no era favorable. “Victoria, pensé que podrías necesitar este dinero”, me dijo mientras metía la mano en su bolsillo para sacar un sobre bastante grueso, que me entregó. Conté el dinero y no pude creerlo: ¡Era el doble de lo que necesitaba para comprar el uniforme! Hechos como aquel me permitieron ver la mano de Dios dirigiéndome constantemente, y confirmando mi llamado como enfermera misionera.

      Aquellas situaciones, además, me dejaron una lección interesante: Dios utiliza a seres humanos sensibles a la influencia del Espíritu para responder a las oraciones de sus hijos en necesidad. No puedo mencionar aquí a todos, pero fueron muchos los hermanos y amigos que me extendieron su mano generosa o me ofrecieron el calor de su hogar. ¡Dios los bendiga en la misma manera en que ellos lo hicieron conmigo!

      Al concluir mis estudios, fui llamada a trabajar como enfermera del Sanatorio Adventista del Plata. Prefería un llamado al campo misionero en el extranjero, pero había prometido al Señor trabajar donde él me indicase, así que, acepté, sin saber entonces que todo era parte del plan divino. Fueron cuatro años en esa institución; período que me permitió recoger valiosas experiencias técnicas y morales, las cuales me serían muy útiles en el campo misionero fuera de mi país.

      Entretanto, mi hermana mayor se había casado con un joven suizo y al poco tiempo viajó con él a su país natal. Sola, sin conocer la lengua y separada de sus amigos, no tardó en sentir profunda nostalgia por su país. “Me gustaría que vinieras a visitarnos. Así podrías conocer otra cultura y quizás aprender una lengua extranjera”, me escribió una tarde. Al principio no tomé su propuesta en serio, pero finalmente comprendí que para ella era muy importante tenerme por un tiempo a su lado. Además, su ofrecimiento no dejaba de ser interesante. Oré mucho antes de decidir, pidiendo a Dios que, si era su voluntad que fuera, no permitiera que perdiera mis objetivos, ni me apartara de sus caminos.

      A pesar de la pena que me ocasionaba abandonar a mis amigos y familia en la dura realidad que se vivía en Argentina (por entonces gobernada por una dictadura militar), el 2 de febrero de 1979 partí rumbo a Suiza.

      Luego de un curso de tres meses de lengua alemana, comencé a trabajar en un hospital estatal de Wädenswil, cerca de Zúrich. ¡Cuán infeliz me sentí en ese lugar! ¡Cuántas lágrimas derramé durante esos meses! Lejos de mis afectos, lejos de mi tierra. Pero sobre todo, creyéndome separada del objetivo fijado en mi infancia: trabajar siempre en la causa del Señor.

      Un año más tarde, en una fría mañana de sábado, encontré en la Iglesia Adventista de Schaffhausen al director ministerial de la por entonces División Euro–Africana (DEA). Impulsada por una amiga que conocía mis planes, luego de presentarme, le pregunté cuáles eran las posibilidades de hallar un lugar en el campo misionero. Heinz Vogel me aconsejó escribir a la División, ofreciendo mi servicio. Así lo hice y, apenas tres días después, tenía la respuesta en mis manos. La División me invitaba a viajar a Berna para una conversación personal con responsables del área encargada específicamente de la cuestión. Allí fui recibida por el departamental de Salud, el doctor Stöger, quién con su característica simpatía me saludó diciendo: “¡Usted ha sido enviada por Dios!. Sorprendida, quise saber por qué. “Estamos necesitando urgentemente una enfermera para Angola. ¿Estaría dispuesta a ir?”

      No tenía ni idea de dónde quedaba Angola y cómo era ese país, pero ¡naturalmente estaba dispuesta a ir! El doctor Stöger me informó, de modo casual, que Angola sufría una guerra civil y estaba bajo un régimen comunista. Pero yo estaba tan entusiasmada que presté poca atención a sus palabras y no me preocupé mucho al respecto.

      Desafortunadamente, no fue sencillo conseguir una visa para ingresar a aquel país convulsionado y tuve que esperar durante largos meses en Suiza. Mientras me preparaba para ir a Angola, fui empaquetando y etiquetando todas mis cosas con el rótulo de mi futuro hogar: “Misión Adventista del Bongo”.

      Pasó un año y yo seguía trabajando en el hospital de Wädenswil, hasta que llegó el momento de tomar vacaciones y viajé a Argentina para visitar a mi familia. Estando allí, recibí un llamado telefónico de la secretaria de la División Euroafricana, quien me explicó que, aparentemente, sería imposible obtener la visa para Angola. Por ello, me preguntó si estaría dispuesta a cambiar de rumbo e ir a Chad, en África Central, donde también había gran necesidad.

      Antes de mis vacaciones había