La ronda se cerraba más y más. De pronto, una mujer comenzó a cantar en tono melancólico mientras bailaba rítmicamente; los demás se unieron y el furor se hizo presente. Uno de ellos se puso en medio: era el Comandante.
Conchita y yo nos miramos. Ambas teníamos la impresión de haber visto a aquel hombre. Su figura, el rostro, incluso la manera en la que hablaba nos parecían conocidos. Frecuentemente, miembros de la UNITA vestidos de civil se mezclaban entre la gente para recabar información. Sin duda, ese hombre había estado en la Misión sin que nadie sospechara quién era realmente. Levantando el puño exclamó: “¡Ye, Ye, Ye!”. La gente respondía a coro: “¡Ye, Ye, Ye!”.
–Camaradas, ¡Ye, Ye, Ye! –gritó nuevamente.
–¡Ye, ye, ye! –venía la respuesta.
Así continuó unas cuantas veces, moviéndose de un lado a otro. “¡Viva África, viva Angola, viva la UNITA!”. Ante cada exclamación, la multitud respondía con frenético entusiasmo. Hasta que, incorporándose y con una firme actitud de respeto militar, gritó: “¡Viva el presidente Savimbi! ¡Estratega, político y militar!” La gente, en señal de respeto por su presidente, repitió al unísono con un saludo militar. Luego continuaron danzando y cantando.
No había señales de que los festejos terminaran pronto. Miré cuidadosamente la enorme pila de atados en las que se amontonaban nuestras cosas. Tenía la esperanza de encontrar la bolsa del pan que habían sacado de la heladera de mi casa. Pero solamente encontré una manta y la bolsa con mis zapatos; la valija con mi ropa había desaparecido. Yo necesitaba cambiarme porque todavía seguía con el piyama y el jean que me había puesto en el momento de la captura. Y tenía mucha hambre.
“No se preocupe” habían dicho los guerrilleros, “con la UNITA no se pierde nada. Todo le será entregado nuevamente”.
De golpe, mis ojos divisaron algo. Fue una bendición ver, en las manos de una de las mujeres, la lata de alimento para bebé que había preparado para André el día anterior. Con osadía, me atreví a pedírselo. De lo contrario, el pequeño no tendría qué comer en los próximos días.
El capitán Chimuco era quien estaba a cargo del grupo. En un momento vino hacia nosotros y nos guió al centro de la base. Nos mostró dos chozas maltrechas y afirmó, dirigiéndose a Sabaté: “Aquí podrán descansar. Disculpe, doctor, pero nosotros, como guerrilleros, no tenemos otra cosa que ofrecerles”. Y aunque me sorprendió su amabilidad, no pude dejar de pensar que nosotros estábamos bien en nuestras casas hasta que ellos llegaron.
Mientras examinaba la choza que nos habían designado a mí y a los Oliveira, pensé: “¡Cuántos piojos y pulgas recogeremos aquí, por favor!”.
Nos trajeron una vasija con agua y jabón para que pudiéramos refrescarnos, pero no había señales de comida.
Mientras esperábamos, nos sentamos enfrente de la choza y nos percatamos de la presencia de un niño de no más de doce años que nos vigilaba. Sin mover un solo músculo de la cara, sostenía un fusil demasiado grande para él. Nos miraba fijo, sentado en una piedra. Pensamos que debería ser un recluta en aprendizaje, ya que era imposible imaginar que un niño fuera ya un verdadero guardia.
Efectivamente, poco después apareció ante nosotros un joven soldado que se presentó como “el guardia”. No había estado presente en nuestra captura, pero conocía cada detalle. Me preguntó si estaba al tanto de la guerra de Malvinas, un conflicto bélico entre Argentina y Gran Bretaña por la soberanía sobre unas islas situadas a quinientos kilómetros de la costa de mi país. Le conteste que sí.
–Para su familia no debe ser fácil –opinó–, su país en plena guerra y usted aquí, en esta situación.
Por un momento no supe qué responder. Sorprendida, atiné a decir: “Seguro que es difícil. Me temo que mi madre no lo podrá soportar. En los últimos tiempos ella ha estado un poco enferma y la noticia de mi secuestro será una dura prueba para ella”.
Seguimos conversando un buen rato sobre su vida en la UNITA. Sin embargo, él evitaba celosamente hablar sobre ciertos aspectos que podrían ser comprometedores.
De pronto, corrió la noticia de que había llegado nuestro equipaje. El Capitán con sus subalternos estaba reunido en un yango –una pequeña choza redonda en la que se reunían para discutir los asuntos del día. Me llamaron y me entregaron una bolsa de plástico en la que, según decían, estaban mis pertenencias. Un grabador dejaba escuchar música que me resultaba familiar. Henda, que formaba parte de la rueda, comentó: “Usted tiene buena música; lástima que en su casa uedaran tantos casetes”. Cuando miré, vi que la música ¡venía nada menos que de mi aparato de música! Tomé la bolsa y volví a nuestra choza. Adentro, encontramos algunos vestidos de Rosmarie y dos blusas mías. Volví al yango y, dirigiéndome al Capitán, dije:
–¿Es esto todo lo que me entregarán? Hay muchísimas cosas más que salieron de mi casa. No veo mi valija por ninguna parte.
–Sí, sí. Pronto va a recibir todo lo que es suyo.
Fue cuando comencé a sospechar lo que luego terminó siendo realidad: los cargadores habían vaciado las valijas para no tener que llevar tanto peso y se habían repartido las cosas.
Al mediodía nos entregaron lo que quedaba de nuestro equipaje. Formaron un cúmulo delante de las chozas, donde hurgamos largo rato hasta encontrar algunas pocas cosas que nos pertenecían. Aparecieron las valijas de los Oliveira con la carga por la mitad; algunas maletas pequeñas de los Sabaté; bolsos y valijas vacías de unos y de otros; una pequeña maleta mía con dos faldas y un vestido celeste, que no me servirían para mucho en ese lugar, y dos o tres toallas. No encontré mi ropa interior ni la ropa de cama que habían sacado de mi cuarto.
–Mire, falta ropa y tampoco están mis mantas. Cuando llegue la noche las voy a necesitar –le dije al Capitán.
–Ah, eso ya llegará.
–Si mis mantas no aparecen, usted tendrá que darme algo.
–Oh, ningún problema. Podemos compartir... yo también soy soltero.
Simulando no haber oído, me quedé callada. Había sido imprudente antes y en mi interior prometí ser más cuidadosa al dirigirme a ellos.
Era una imagen realmente triste la que teníamos delante. Todas las cosas que hasta entonces nos habían parecido preciosas yacían tiradas en el suelo, llenas de suciedad. Encontré un mantel bordado de rosas, que había traído de Argentina y que lo usaba solamente en momentos muy especiales. Los cargadores habían hecho un bulto con él, llenándolo de toda clase de cosas, y al llegar simplemente lo habían tirado allí, en el suelo barroso, sin ningún cuidado. Sentí ganas de llorar. Pero no había tiempo para eso; lo esencial era ahora reunir lo que podía sernos útil, como ropas y mantas, para una travesía de la cual no teníamos idea cuánto podría durar.
No pude encontrar ropa interior, salvo un par de cosas viejas que había metido en una bolsa para regalar. De alguna manera me hizo gracia que ahora eran esas ropas lo único que me quedaba y que podía servirme.
De pronto distinguí, debajo de toda esa montaña de cosas, mi cámara fotográfica. Era una máquina nueva que había comprado en Europa durante las vacaciones. “Esta no se las dejo”, me dije. La tomé y la guardé rápidamente.
A los demás misioneros tampoco les quedó mucho. El doctor Sabaté solo tenía lo puesto. Conchita nos contó con amargura en el alma cómo los guerrilleros habían robado en su casa en el momento del secuestro. Hasta habían arrancado las cortinas del cuarto del bebé, que ella había decorado con tanto