“¡Vamos! ¡Vamos!”, continuaban gritando los soldados. En el puesto militar aún se oían los tiros. Al salir, vi a Paulo Filisberto, el administrador nativo de la Misión, y le pregunté:
–¿Usted también va?
–No –respondió, temeroso.
Lo abracé en señal de despedida y le dije adiós. No me animé a avisarle sobre los chicos que estaban escondidos en la casa adyacente a la mía. Al día siguiente, ellos rompieron la puerta y escaparon.
Los hombres de la UNITA me rodearon y me obligaron a continuar. Fue cuando noté que tenía conmigo las llaves de todo el hospital. Retrocedí y se las arrojé a Paulo, pidiéndole que las entregara al personal del hospital. La idea de que jamás regresaría se negaba a tomar cabida en mi mente.
Pasamos frente a la casa de los Oliveira, que estaba abierta e iluminada; en cambio, las de los nativos permanecían en completa oscuridad y silencio. Al pasar frente al hogar de uno de los profesores más jóvenes del seminario, dije algunas palabras en voz alta y tono confiado, sabiendo que estaba despierto y oiría lo que sucedía. Este joven había perdido a sus padres en un secuestro similar al de aquella dramática noche y desde entonces solía sufrir depresiones. Pensando en lo que significaría para él nuestra desaparición, traté de dejar una última nota de confianza.
Ahora ya estábamos delante del hospital. Volviéndome hacia Henda, le pregunté:
–¿Puedo despedirme de los paciente y de los enfermeros?
–No. Claro que no –respondió secamente–. No puede. Si hace eso, pensarán que viene voluntariamente. Usted está siendo secuestrada y ellos deben saberlo.
Al rodear el hospital advertí que la farmacia estaba abierta y acababa de ser saqueada. Les pregunté qué significaba eso. Uno de los soldados notó mi expresión y con sarcasmo dijo: “Sí. Eso también lo hicimos nosotros”.
Seguimos avanzando hasta llegar a la zona de pastoreo del ganado de la vaquería, donde nos cruzamos con el guarda de la Misión. Corrí a su encuentro, lo abracé y le dije que a través de él quería despedirme de todo el personal de la Misión y que los amaba mucho.
Cruzamos el campo y llegamos al límite de los dominios de la Misión, donde comenzaba el bosque. “Ahora espere, menina”, ordenaron. Y soltaron unos alambres plantados por otros guerrilleros como señal de que ya habían pasado por allí. Ya todo estaba dado: “Somos oficialmente prisioneros de la UNITA”, pensé.
De pronto, me sentí tranquila. Era claro que todo estaba perdido, así que, por lo menos, trataría ahora de recoger el máximo de información posible. Quería saber cuáles eran sus intenciones.
–¿Por qué hicieron esto con nosotros? –le pregunté a Henda, quien estaba a mi lado a cada paso, como si fuese mi sombra.
Entendí, luego, que su función era la de guarda de los misioneros capturados.
–No queremos que trabajen para ese grupo minoritario de Luanda –me dijo con expresión seria.
–Nosotros no trabajamos para el Gobierno, sino para el pueblo –repliqué.
Y discutimos al respecto, pero decidió cerrar el tema:
–Esto es la guerra y nosotros debemos cumplir nuestro cometido: ganarla.
Al subir un poco la montaña, miré hacia atrás y distinguí llamas enormes que subían desde la Misión.
–¿Incendiaron la Misión? –exclamé en un grito de pavor.
–No. Es la EMPA, la Casa del Pueblo –me contestaron.
La Casa del Pueblo era una especie de cooperativa, donde los aldeanos llevaban sus productos de la chacra y los canjeaban por alimentos o ropa. Mirando las llamas subir hacia el cielo, pensé en Lot y su familia cuando huían de Sodoma, y en el pueblo de Israel, cuando miraba hacia atrás y veía a Jerusalén en llamas.
Recordé que había escuchado un tiroteo en el puesto de la policía y les pregunté qué había pasado. “Ah, también destruimos el puesto de la policía”, dijeron con satisfacción. Metros más adelante, de manera totalmente inesperada, surgió súbitamente entre los yuyos un buen número de soldados con armas listas para disparar. Me sobresalté y di un paso atrás. Pero mis captores me explicaron que estos eran soldados de UNITA que estaban protegiendo nuestra retirada. Entre ellos, había niños con cinturones cargados de municiones en el pecho.
Los “emboscados” –esos soldados que esperaban entre los pastizales– preguntaron cómo habían ocurrido las cosas.
–¡Excelente! ¡Guerra científica! –contestaron riendo sus compañeros, en alusión a que el plan había salido tal cual lo planificado.
–¿Sobre esto pueden ustedes reírse? –intervine furiosa.
–¿Solo esa?– preguntó otro emboscado a Henda, señalándome con el mentón e ignorando mis palabras.
–No, los otros ya avanzaron –contestó mi guarda.
–¿Y el niño? ¿Quién lleva al niño? –pregunté afligida.
–El niño está siendo transportado por nuestra gente, nosotros llevamos todas sus cosas –respondió Henda.
De nuevo volví a la carga:
–¿Porque hicieron esto? Siempre tratamos de ser lo más neutrales posible y hubiéramos tratado a sus soldados del mismo modo que a los otros.
–Algún día entenderá.
Continuamos trepando los cerros a paso acelerado. Como teníamos que caminar muy rápido, le pedí a un soldado que me “fabricara” un bastón. Se detuvieron, y el buscó una rama adecuada y la cortó; pero era muy pequeña, así que, buscó otra mejor y me la alcanzó. Me llamó la atención la forma casi delicada en la que se dirigían a mí.
Junto al sendero, vi a otro niño que esperaba.
–¿Qué están haciendo estos niños pequeños aquí? – exclamé asombrada.
–Están aquí porque conocen muy bien los motivos por los cuales combatimos –me respondió.
Continuamos cerro arriba y cerro abajo, cada vez más cerca de la cima. En un momento, pasamos cerca de una aldea donde moraban muchos adventistas; reconocí el lugar porque había estado muchas veces allí.
Nuevamente nos encontramos con un niño portador de municiones, aún más pequeño que los otros. Apoyé mi bastón sobre su cabecita y le sonreí. Uno de los soldados que observaba la escena me dijo: “Parece que está de buen humor. ¿Acaso no tiene miedo?”
Uno de los niños que integraban la columna. En general, eran hijos de soldados o cargadores.
–¿Espera que me ponga a llorar? ¿De qué me serviría? Ustedes destruyeron en una hora el trabajo paciente de varios años. Llorar no cambia la situación.
–Pues... tienes coraje –comentó otro.
“Tengo que aprovechar esto”, pensé. Dios me había dado las fuerzas necesarias para mantener el control de mis nervios y mi actitud los había impresionado. Percibí que tenía en mis manos un arma que podría ayudarnos mucho en la travesía.
Llegamos a un arroyuelo. Me detuve mirando a mi alrededor, buscando alguna piedra o algo que me permitiera pasar en seco al otro lado, pero antes de que pudiera reaccionar un soldado me levantó en sus brazos al mismo tiempo que yo pegaba un grito de susto y me posó en la otra orilla.
El camino se volvía escarpado. Trepábamos la montaña internándonos más y más en la selva. Era un cuadro surrealista. La luz de la luna se abría paso entre los árboles e iluminaba a los soldados que, como sombras sin rostro, se movían