Pocos días después regresé a Suiza, donde Stöger me recibió con una nueva sorpresa: “No necesitas ir a Chad, Victoria. Te enviaremos a Camerún”. Nos reímos juntos del vaivén en el que me habían metido, pero acepté una vez más.
Viajé a Bruselas para estudiar francés. Sin embargo, apenas diez días después de haber comenzado el curso recibí la noticia de que, inesperadamente, había sido aprobado mi pedido de visa para Angola. Y, nuevamente, el doctor me preguntó si estaba dispuesta a trabajar en aquel país. ¡No podía creer lo que estaba oyendo! Me puse a temblar de emoción. ¡Por supuesto que sí! Me había preparado durante un año entero para ello. Incluso mi equipaje todavía tenía la dirección de la Misión.
Me quedé un par de semanas en Bruselas para concluir el curso de francés. Luego retorné a Suiza, con el objetivo de finalizar los preparativos, ahora definitivos, de mi viaje rumbo a África.
El 11 de febrero de 1981 subí al avión que me llevaría a Lisboa, Portugal, donde debía recoger mi visa. Allí tuve que esperar una semana hasta el próximo vuelo rumbo a Luanda, la capital de Angola. Durante aquellos días, leí un artículo sobre la situación que se vivía en el país africano. Un mapa ilustraba el límite teórico que existía entre el territorio dominado por cada uno de los partidos antagónicos, la UNITA y el MPLA. La línea divisoria entre ambos bandos atravesaba Huambo, la provincia donde estaba ubicada la Misión. Sentí miedo, pero mi entusiasmo era tan grande que pronto olvidé mi preocupación.
El avión llegó a la medianoche –con siete horas de retraso– a Luanda, donde debían esperarme el doctor Sabaté, su esposa y el pastor Vasco Cubenda. Fue toda una aventura encontrarnos en el pequeño y sombrío aeropuerto.
Por todas partes se veía el resultado de cinco años de guerra: soldados durmiendo en el suelo, estirados en los bancos o patrullando de aquí para allá.
Finalmente, eran cerca de las 4 de la madrugada cuando pude acostarme en el cuarto de un hermoso hotel a orillas del mar. El día siguiente permanecimos en Luanda, esperando al doctor Stöger, quien llegaría 24 horas más tarde que yo, para visitar Angola. Juntos volamos a la ciudad de Huambo (la capital de la provincia del mismo nombre) y, después de ser presentada a las autoridades, continuamos hacia el Bongo.
La provincia de Huambo está ubicada en el centro oeste de Angola. Es una región serrana con un clima muy agradable. Todo el camino fue una delicia para mis ojos. Montañas y sierras desfilaban delante de nosotros. En la cima de algunos montes aparecían enormes rocas de formas extrañas, que se elevaban como vigías gigantes en medio de la siempre verde y extraordinaria naturaleza bañada de sol.
Una ruta asfaltada ondulaba entre pequeñas aldeas. Luego de unos setenta kilómetros, doblamos para tomar una ruta secundaria. Señalando el valle, Sabaté nos indicó: “Allí está nuestra Misión”.
La entrada de la Misión Adventista del Bongo.
Un hermoso paisaje se extendía delante de nosotros. De alguna manera, los bosques y las montañas me recordaron a Suiza. Una de las montañas, incluso, tenía una forma parecida al Matherhorn –el monte Cervino–, solo que esta que ahora veía era más pequeña y cubierta de verde.
Habíamos comenzado a hablar sobre los problemas políticos que se vivían. Poco a poco fui comprendiendo que me encontraba en un lugar muy peligroso.
Al llegar a la última sierra previa al hospital, noté lo que parecía ser un reducto militar y una gran cantidad de camiones dispuestos en hilera, al borde de la calzada. El doctor Sabaté nos explicó que estaban establecidos allí porque, a unos pocos kilómetros al otro lado del valle, comenzaban las bases de los enemigos del Gobierno. Es decir que, tal como había leído, nuestra Misión se encontraba exactamente en el medio de las dos fuerzas enemigas.
Sabaté me aseguró que hasta entonces no habían tenido problemas, que ambos grupos respetaban a la Misión. Esto me tranquilizó un poco, pero luego él continuó comentando sobre la historia de una enfermera evangélica que había sido capturada y obligada a marchar durante cuatro meses hasta la frontera sudafricana, donde había sido puesta en libertad. Al escucharlo, sentí cómo el miedo comenzaba a cerrar mi garganta: “Si secuestraron a una enfermera evangélica, ¿porque no harían lo mismo con nosotros?”, me pregunté.
Al llegar, el cálido recibimiento por parte de los habitantes de la Misión me ayudó a disipar mis temores. El director angoleño de la estación misionera se presentó inmediatamente y, después de saludarme, me dijo que los demás habitantes de la Misión querían darme la bienvenida. Rápidamente, me cambié de ropa, y antes de que atinara a ponerme los zapatos ya estaban todos delante de la ventana cantando con fuerza. Emocionada, les agradecí de corazón tan simpático gesto. Ellos, por su parte, expresaron su admiración por el coraje que había demostrado al venir a su país para ayudarlos, y prometieron su apoyo ante cualquier necesidad.
El sábado fui presentada nuevamente, esta vez ante la iglesia local. Sabaté leyó Isaías 52:7: “¡Cuán hermosos son sobre los montes los pies del que trae alegres nuevas, del que anuncia la paz, del que trae nuevas del bien, del que publica salvación [...]!” Y, parafraseando el texto, agregó: “Cuan hermosas son las manos que traen buenas nuevas”.
Yo leí, entonces, el Salmo 90:17: “Sea la luz de Jehová nuestro Dios sobre nosotros, Y la obra de nuestras manos confirma sobre nosotros; sí, la obra de nuestras manos confirma”.
Tales palabras se constituyeron en mi oración diaria a partir de aquel día, pues había mucho que hacer y pocas manos para ayudar.
El domingo hice mi primera visita al hospital. Los enfermeros nativos me esperaban en la puerta: al entrar, comenzaron a entonar con sus encantadoras voces, en portugués, el hermoso himno “Dios cuidará de ti”; un himno que pronto cobraría una importancia singular en mi vida, pues las primeras nubes de peligro amenazante comenzaban a cubrir el horizonte de nuestra estación misionera.
El hospital que por entonces había en la Misión.
Capítulo 3
Vida diaria en el Bongo
El trabajo diario y la vida en la Misión estaban condicionados por la presencia de militares. Los soldados habían ocupado casas en nuestra propiedad y no podíamos hacer nada para impedirlo. A lo largo del día nos cruzábamos constantemente con ellos, pues andaban de aquí para allá, con sus armas colgando del hombro
La promesa del cuidado de Dios, que los enfermeros supieron transmitir en sus cantos el primer domingo que viví en Angola, me ayudaba a batallar contra la sensación de miedo que sentía; un miedo impreciso pero constante. Interiormente trataba de aférrame firmemente de esa promesa de que Dios cuidaría de mí cualquiera que fueran las circunstancias. En realidad, todos los que vivíamos en la Misión poníamos nuestra confianza en el poder de Dios para protegernos, porque nadie podía dudar sobre la seriedad de la situación en la que nos tocaba estar.
El trabajo era intenso. ¡Había tanta miseria y sufrimiento! A las enfermedades tropicales y otras se sumaban los heridos de guerra.
La sala de parto del hospital de la Misión.
Los guerrilleros enterraban minas antipersona que se activaban y explotaban con la presión de 15 kilos. Y era frecuente que civiles, al retornar de sus trabajos o al caminar en las afueras de las aldeas, las pisaran y perdieran la vida o quedaran horriblemente mutilados. Muchos de los que alcanzaban a llegar al hospital morían porque no teníamos cómo hacerles transfusiones de sangre. Era frecuente que también trajeran