De repente, los golpes cesaron, y cuando empezaba a calmarme escuché voces. Fue entonces cuando los vi, esta vez, delante de mi propia entrada. Eran unos treinta o cuarenta. “Llegó el momento. Ya no puedo hacer nada”, me dije.
Una insólita tranquilidad me invadió. Súbitamente dejé de temblar, como si una mano misteriosa me hubiera tocado, librándome de todo temor. Repentinamente supe cómo comportarme: “Estaré tranquila y trataré de descubrir sus propósitos”, pensé.
Estoy convencida de que el Señor permitió que estuviera despierta y pudiese prepararme para la llegada de los guerrilleros. El miedo que les tenía era tan grande que si me hubiesne encontrado durmiendo, el shock hubiera sido muy difícil de soportar. “Si alguna vez sucediera, ciertamente no lo podría sobrevivir. De solo pensarlo ya me siento descompuesta”, me decía.
–Enfermera, levántese. Enfermera, levántese –repetían mientras golpeaban.
–Ya estoy levantada –respondí–. ¿Quiénes son ustedes?
–Enfermera, enfermera. ¡Levántese!
Sus fuertes golpes les impedían escucharme.
–Aquí estoy, ¿qué quieren? –insistí.
Uno de ellos me oyó y se acercó a la ventana: “Somos mensajeros de la UNITA y venimos a buscarla. Tenemos un mensaje muy importante para usted. ¡Abra la puerta!”
La palabra UNITA era muy temida.
–¿Un mensaje para mí?
El que hablaba tenía en su mano una hoja con la foto de Jonás Savimbi, sobre la cual se podía leer en grandes letras negras la palabra “UNITA”.
–Nuestro presidente quiere hablar con usted y nos mandó a buscarla.
–¿Quién es su presidente? –pregunté, tratando febrilmente de ganar tiempo.
–El general Savimbi. ¿Acaso no lo conoce? Él quiere hablar con usted. ¡Abra la puerta! Nosotros la ayudaremos a preparar sus cosas. Llevaremos todo lo que sea necesario para el viaje. Dentro de dos semanas nos encontremos con él y después ustedes podrán volver a sus hogares.
–Pero yo no quiero ir con ustedes. La Misión y los pacientes me necesitan.
–¡No! Usted debe venir con nosotros. Tenemos un trabajo mucho mejor para usted.
–Pero yo no quiero ir a trabajar con ustedes. Yo quiero quedarme aquí, en este hospital. ¿Qué harán conmigo si voy?
–No le haremos daño. El presidente quiere hablar con usted. Él tiene autos y un avión que pueden llevarla a su casa.
–Pero yo no quiero ir a mi casa –recalqué–. La Misión me necesita.
Para mi sorpresa, los soldados no parecían irritarse ante mis interminables preguntas y respuestas negativas. Entretanto, con desesperación, me planteaba si debía abrirles o no. Si me veía forzada a partir con ellos, ¿cuál sería mi suerte? Sus figuras eran extrañas. Algunos portaban largas pelucas rojizas. Otros tenían los cabellos trenzados como solo es común en las mujeres africanas.
–¿Por qué tengo que ir con ustedes? –pregunté.
–Somos embajadores de la UNITA. Es importante que abra. ¡Vamos!
Mientras me gritaban, llamó mi atención ver la gran linterna roja que el doctor Sabaté utilizaba cuando el viejo generador fallaba. Inmediatamente, noté que otro tenía atado alrededor de su cabeza la cortina del cuarto del bebé de los Sabaté: ¡habían entrado en la casa de Ferrán y su familia! En un último esfuerzo por encontrar una salida, mascullé: “No puedo abandonar la Misión sin que el médico lo sepa”.
–¿El médico? –preguntó irónicamente uno que aparentaba ser el jefe del grupo–. Hace un buen rato que está en camino; y sus amigos, los brasileños, también.
–¿Y el niño?, –grité desesperada.
–Al niño lo transportan nuestros hombres. No se preocupe, enfermera. Nosotros nos ocupamos de cada detalle.
En ese momento comprendí, con gran dolor, que todo estaba perdido. No quedaba más alternativa que ir con ellos. Mis amigos podrían necesitarme.
Impacientes, volvieron a decirme que abriera y golpearon la puerta con un fusil.
–¿Qué van a hacer conmigo? –pregunté con angustia.
–No tenga miedo… ¡Abra ahora! –gritaron, reforzando su orden con un fuerte golpe a la puerta.
Me asomé una vez más por la ventana. Sin posibilidad de defenderme, les dije que era hija de Dios y que, si me hacían daño, tendrían que responder ante él.
–Ya lo sabemos –respondió riendo el jefe de aquel grupo, a quien llamaban Henda–. Quédese tranquila, no le haremos daño.
En mi interior pensé que, al reír de esa manera, aquellos hombres no parecían tan malos.
Mientras tanto, la hora avanzaba. Llevábamos varios minutos discutiendo. Eran las dos de la madrugada. Crucé el cuarto en dirección a la puerta y abrí. Inmediatamente, la casa se llenó de soldados. Sentí miedo, pero traté de ocultarlo. El jefe se adelantó con un volante de la UNITA que tenía impresa la foto de Savimbi.
–Somos de la UNITA, usted debe saber que...
–Si, lo sé –interrumpí –no hace falta que lo explique.
Sorprendidos por mi aparente tranquilidad, me miraron un tanto desconcertados. Aquella respuesta rompió su protocolo habitual: por lo general, los rehenes de la UNITA reaccionaban con pánico y lágrimas. Los que podían, intentaban huir. Por unos instantes, los guerrilleros parecieron no saber cómo comportarse. Aquello me llenó de gratitud a Dios por haberme dado tal dominio propio.
Poco a poco comencé a observarlos de cerca. El jefe del grupo parecía amigable y simpático, pero una mordaz frialdad se reflejaba en su rostro. Tiempo después comprobaría que estos combatientes podían ser simples y amables, pero al mismo tiempo muy duros y sin compasión cuando tenían que defender su causa.
La voz de Henda me trajo a la realidad. “Usted tiene que hacer su valija y nosotros la vamos a ayudar. Entonces vendrá con nosotros para ver a nuestro Presidente, quien tiene un mensaje para usted. Ahora, ¡vístase!”, ordenó mientras abría mi placar.
“Ya estoy lista”, les respondí, puesto que me había puesto el jean sobre el pijama.
Los soldados tomaron mis valijas, las pusieron sobre la cama y vaciaron el ropero. ¿Para qué desvalijaban mi cuarto, si se suponía que realizaríamos un viaje corto? Todavía no lograba admitir lo que estaba pasando; no podía vislumbrar la posibilidad de estar abandonado el Bongo para siempre.
–Oigan, tantas cosas... no son necesarias.
–Sí lo son. Tranquila, con la UNITA nada se pierde; las recibirá cuando lleguemos.
Me volví para ver que un soldado trataba de alcanzar una cajita donde yo guardaba mis útiles de escritorio, le ordené que la dejara donde estaba y él la volvió a colocar en su lugar. Me irritaba ante cada intento de guardar mis cosas y, corriéndolos desde atrás, les decía que no iba a necesitar aquello que querían empacar. En mi mente suponía que cualquiera que fueran las circunstancias, pronto estaría de regreso.
–Vístase. Hace frío afuera –dijo Henda.
Obedecí y me vestí como una autómata. “Póngase