Mis Biblias –una en español, una en portugués y otra en francés– aún permanecían en la mesa de luz. Henda me preguntó si deseaba llevarlas. Asentí y las metió en una valija. Señaló el reloj y también lo puso adentro. Nunca más habría de verlos.
Los soldados siguieron desvalijando todo. Vaciaron las gavetas. Lo que ya no entraba en los bolsos, lo tiraban sobre la cama. Armaban con mis mantas grandes bultos y partían. Más tarde constaté que hasta habían empaquetado mi bolsa de agua caliente... ¡llena de agua! Hasta el canasto con la ropa sucia sirvió como elemento de empaque. Los que estaban en la cocina habían hecho desaparecer los alimentos preparados para Rosmarie y su bebé. Con resignación, les alcancé un paquete de fideos, el saco de cinco kilos de arroz, los porotos y algunos comestibles que quedaban en el armario. Empaqueté el pan fresco que guardaba, con la vana ilusión de que eso sería para nosotros. Finalmente, cualquier elemento transportable que existía en la casa había sido embalado y llevado.
Mientras los secuestradores sacaban lo último, vi en el pasillo a Alexander Justino, quien me observaba espantado. Aquel hombre grande y fuerte estaba allí parado, impotente. “¡Hermana Victoria!”, exclamó. Su angustia se reflejaba en su rostro. Nos miramos en silencio; ambos estábamos pensando en la misma cosa.
Durante los últimos meses, las capturas por parte de los guerrilleros estaban al orden del día. Y cuando esas cosas sucedían, un escalofrío me recorría el cuerpo. “Si alguna vez aparecieran en mi casa, creo que me muero del susto”, acostumbraba a decir. Él me respondía: “Con tantos muchachos en el predio –en alusión al internado de varones que estaba cerca de mi casa–, no tienes nada que temer” Ahora, rodeados de guerrilleros, pude leer en sus ojos la pregunta de cómo me sentía, pero nada pude responder.
Me resultaba imposible imaginar que lo que estaba sucediendo significaba un adiós a la Misión... para siempre. “Esto no puede ser verdad, ¡esto no puede ser verdad!”, me repetía.
Durante años me había preparado para el servicio; desde pequeña mi único deseo y gran sueño había sido ser enfermera misionera. Había tanta miseria y necesidad por doquier... ¿cómo podían llevarme?
1 Los versículos bíblicos empleados en este libro corresponden a la versión Reina–Valera 1960.
Capítulo 2
Caminos hacia Angola
Nací en la Argentina; en el interior de la selvática provincia de Misiones, en la frontera con Brasil. Soy la séptima hija en una familia con nueve niños, cuya infancia no fue para nada sencilla. Mi madre conoció el evangelio de la salvación en Cristo Jesús cuando yo tenía cuatro años. Pero mi padre no quería saber de nada que tuviese que ver con religión. Hijo de padres creyentes, él se había apartado de Dios en su juventud hasta volverse totalmente ateo y violento. Cuando cumplí cuatro años y el menor de mis hermanos acababa de nacer, nuestra madre tuvo que tomar una decisión drástica: lo abandonó por nuestra seguridad.
A los pocos meses de vida, él bebe murió víctima de una enfermedad cardíaca congénita. Por aquel entonces vivíamos solos con nuestra madre, quien trabajaba duramente para sustentar a sus pequeños hijos. El día que ella volvió del hospital caminando ocho kilómetros con su bebé muerto en los brazos todos los demás estábamos en cama, víctimas de una gran epidemia de gripe que segó la vida de muchos niños. Todos enfermamos, pero valientemente mi madre luchó por nuestras vidas y no perdió a ninguno más de sus hijos. Más tarde conoció a una familia de miembros de la Iglesia Adventista de Aristóbulo del Valle, quienes nos ayudaron y con amor desinteresado se ocuparon de nosotros. Su testimonio fue un ejemplo que derivó en el bautismo de Rosita Duarte, nuestra madre. A su vez, mis hermanos y yo comenzamos a asistir a la escuela de la Iglesia Adventista del lugar.
De vez en cuando mi padre nos visitaba, y notábamos cómo iba empeorando su salud; mi mamá nos enseñó a orar por él. La diaria intercesión por mi padre se transformó casi en un ritual de nuestra familia en los años que siguieron.
Los recuerdos de aquellos tiempos despiertan en mi interior una sensación de tristeza. Muy pronto tuvimos que salir a ganarnos el pan por nuestra propia cuenta, para ayudar un poco a nuestra atribulada madre. La primera en partir fue mi hermana mayor; una familia la llevó para que cuidase de sus niños pequeños durante las vacaciones de verano. A ella le siguió mi hermano y, a los siete años, me tocó a mí separarme de los míos, también para cuidar niños durante la temporada estival y obtener así el necesario sustento. ¡Cuán difícil era para mí estar lejos de mi madre! ¡Sufría muchísimo por la nostalgia! ¡Una nube de tristeza cubría cada día de separación! Cuando comenzaba el año escolar, todos volvíamos a nuestro hogar para ir a la escuela.
Cuando cumplí doce años, nos enteramos de la muerte de nuestro padre. La noticia fue muy dolorosa. Lloré mucho, y en silencio me preguntaba por qué Dios no había respondido a nuestras oraciones. Por primera vez comenzó en mí la lucha contra la duda.
En esa época, mi hermana ingresó a una institución cristiana, el Colegio Adventista Juan Bautista Alberdi, una escuela con internado en Misiones, y trabajó para pagar sus estudios secundarios. Quise inscribirme para seguir sus pasos, pero no fui admitida porque era muy pequeña. Delgada y de aspecto débil debido a frecuentes enfermedades infantiles, no parecía ser capaz de soportar el trabajo del internado. No obstante, estaba dispuesta a hacer cualquier sacrificio para alcanzar mi sueño: graduarme como maestra o enfermera para trabajar en zonas de riesgo.
Para facilitar las cosas, mamá se mudó cerca de la escuela. Mi hermano mayor consiguió trabajo como albañil en el mismo colegio y yo trabajaba por las tardes en casa de un profesor. Tuvimos que trabajar duramente para poder costear nuestros estudios, pero mi madre se había puesto la elevada meta de que todos termináramos una carrera, con el fin tener un mejor futuro que el que ella tuvo.
Dios nos bendijo: a fines de 1971, después de muchas pruebas y milagros, pude recibir mi diploma secundario.
Para entonces, las historias de misioneros habían causado una fuerte impresión en mi mente. Desde niña soñaba con ser una misionera. Leía entusiasmada los informes de médicos, maestros y enfermeras en el Amazonas y en distintas partes del mundo. Me apasionaba imaginarme entre ellos. Por eso, luego de concluir mis estudios secundarios, me inscribí en la Escuela de Enfermería del Sanatorio Adventista del Plata, en Entre Ríos. A más de 800 kilómetros de mi provincia natal.
No tenía dinero para pagar mis estudios y tampoco contaba con los útiles necesarios. Pero existía la posibilidad de conseguir una beca, si uno era realmente pobre y si aprobaba los exámenes de ingreso con buenas calificaciones. Fue entonces cuando comencé a transitar lo que habría de ser una verdadera aventura de fe. Mi querida profesora y consejera, Violeta Tabuenca de Positino, hizo los contactos necesarios con el sanatorio y me inscribió como postulante a la beca. Ella me proveyó del dinero para el pasaje, tres pares de sabanas nuevas y los zapatos blancos de enfermera. Nunca olvidaré su mano ayudadora que me dio el empujón inicial en esta aventura.
El extenso viaje que me llevó hacia mi nuevo hogar en aquellos viejos trenes merecería un capítulo aparte. Pero nos limitaremos a decir que llegué sola al apeadero de Puiggari, a eso de las diez de la noche de un martes. Cincuenta pesos y una vieja valija constituían todo mi capital para los próximos tres años. Solo podía confiar en Dios para costear mis estudios. Y el Señor no me abandonó.
Después de dos semanas de cursillo preparatorio, debíamos rendir exámenes de Matemáticas, Biología, Física y Química. A medida que estudiaba, oraba para que Dios me ayudara, pues Matemáticas y Química jamás fueron mis fuertes. Mis notas fueron buenas y logré obtener la beca completa. Agradecí muchísimo a Dios esa posibilidad, ya que una media beca no me hubiera alcanzado: no tenía forma alguna de pagar el resto.
No puedo dejar de agradecer aquí a mis queridos profesores, varios de los cuales habían sido mis profesores del