Poco a poco la marcha comenzó a resultarme complicada: los zuecos me apretaban y los pies me dolían. Henda se dio cuenta y me volvió a decir: “¿No le dije que se pusiera un buen calzado? Así no podrá caminar mucho tiempo. En su casa recogimos un buen par de zapatillas suyas, ¿por qué no se las pone?”. Y mandó a uno de sus subordinados que buscara la valija. Después de ponerme el “buen calzado”, la marcha me resultó más fácil.
Henda no se apartaba ni por un instante de mi lado. Mientras caminábamos, traté de saber un poco sobre su vida, de dónde venía y por qué estaba allí. De pronto, un grupo de guerrilleros que portaba grandes bultos blancos sobre sus cabezas apareció delante de nosotros. Me acerqué y toqué uno de aquellos rollos, que imaginé que serían las sábanas del hospital, pero eran rollos de papel de la imprenta de la Misión.
–¿Entraron a la tipográfica y se llevaron todo?
–Sí –respondieron orgullosos–. Lo hacemos para colaborar con la revolución.
Mis pensamientos volvieron a la triste escena de unos pocos meses antes, en la que seis jóvenes habían pagado con sus vidas por traer ese precioso papel. Era doloroso pensar que los frutos de semejante sacrificio estaban siendo robados para ser usados con fines bélicos.
Les pregunté si ellos habían colocado las minas productoras de tal desgracia.
–Sí –respondió Henda–, pero no las ponemos para los civiles. La gente debe ser cuidadosa; ellos saben que no deben viajar por las rutas. Después de todo, estamos en guerra.
Su respuesta me incitó a relatarle sobre la enorme cantidad de víctimas inocentes que tratábamos en el hospital y cómo la mayoría moría a consecuencia de las heridas. Le hablé de nuestros seis obreros muertos, de sus viudas e hijos...
–Ya le dije, nosotros no podemos hacer nada. Usted ve todo lo que esta guerra origina –se limitó a responder.
“Porque ustedes la generan”, pensé.
Luego pasó un buen tiempo contándome sobre las incuestionables victorias de la UNITA.
Después de algunos minutos en silencio, le pregunté cuánto quedaba de camino para el campamento.
–Ya no está muy lejos, está cerca... –me aseguró.
–¿Cuánto tiempo deberemos caminar aún? –insistí.
–No mucho, realmente no mucho. Muy pronto llegaremos adonde están los camiones que los transportarán el resto del camino.
Seguimos conversando. Yo tenía el firme objetivo de saber qué se proponían con nosotros. Estaba demasiado preocupada para sentir cansancio. Me pareció que no tenían la intención de hacernos daño, pero quería averiguarlo para estar segura. Me propuse ser con ellos tan amable como fuese posible, pensando que así ellos también lo serían con nosotros.
Después de cierto tiempo, llegamos a un lugar donde un numeroso grupo de la UNITA nos estaba esperando. Me sorprendió ver muchas mujeres. Más tarde supe que realizaban trabajos como cargadoras y cocineras, pero también habían sido entrenadas militarmente (de todas formas, solo en ocasiones especiales participaban abiertamente en combate). Estas mujeres transportaban grandes tejidos sobre sus cabezas con elementos que, evidentemente, habían sido robados de la Casa del Pueblo. Con rollos, paquetes, cajas y atados, parecían hormigas gigantes caminando en una desigual y extraña columna.
Un gran soldado cubierto de municiones descendió, y cuando estuvo frente a mí me dijo:
–Allí adelante va el médico, y quiere saber cómo está la menina.
–Yo estoy bien. Por favor, regrese y haga saber al médico que estoy bien. Y... ¡dígale también que no se desanime!
Fue tranquilizador saber que pronto vería a mis amigos. Imaginaba que estarían preocupados por mí, sabiendo que yo estaba sola en medio de esos hombres.
Reiniciamos la marcha y después de una hora llegamos a un claro en el bosque, donde me encontré con las familias Oliveira y Sabaté. Nos abrazamos, llenos de alivio de volver a vernos.
–No te desanimes –le dije a Ferrán, una frase que repetía frecuentemente durante nuestro trabajo en el Bongo y con la que a veces lo irritaba.
–No me desanimo –respondió Ferrán con voz cansada–. De todas maneras, ya todo está perdido.
En su rostro se reflejaban, claramente, angustia y tristeza. Al mirarlo sentí ganas de llorar.
–¿Sabías que pillaron también nuestra farmacia? Se lo pregunté a uno de ellos porque entre los bultos que llevaban las cargadoras había reconocido los medicamentos de nuestra reserva.
–Sí, lo sé. De todas maneras, ya está todo perdido –dijo otra vez Sabaté.
En ese momento noté que Rosmarie vestía su camisón largo y apenas una manta liviana sobre los hombros. En su rostro se reflejaban desesperación, desánimo y mucho miedo. A su lado estaba Ronaldo con el pequeño en brazos. Le pregunté si podía ayudarlo a llevar al niño.
–No, gracias. Pero, por favor, ayude a mi esposa. Tiene mucha dificultad para caminar.
Rosmarie calzaba botas de goma. Me contó que, al despertar, su cuarto estaba repleto de soldados. Debido al shock del momento no atinó más que a ponerse pantuflas y salir de la casa. Después los guerrilleros le dieron botas como las que llevaba puestas, que le dificultaban terriblemente la marcha. Le ofrecí mi brazo y seguimos andando juntas.
Eran más o menos las 5 de la madrugada y ya se distinguía perfectamente lo que los soldados transportaban: máquinas de escribir, cajas con medicamentos; hasta la balanza del consultorio de Ferrán. La escena nos causaba dolor. Todas esas cosas habían costado mucho dinero y esfuerzo para conseguirlas, y ahora estaban allí, siendo llevadas por gente que nada sabía de su valor.
Escuché cómo Ronaldo trataba de conversar con uno de los guerrilleros. Imaginando el miedo que sentía, me acerqué y le dije suavemente que se quedara tranquilo, que ellos no tenían intenciones de hacernos daño. De hecho, los combatientes se dirigían a él con amabilidad.
De pronto, Henda se dirigió a Ronaldo y dijo: “Ahora me quedo con mi amigo el brasileño”. Y le preguntó si podía llevar al niño. Pero tanto el pequeño André como su padre se negaron. El guarda de nuestro grupo permaneció junto a ellos, preguntando sobre Brasil y sobre cómo es la vida en el país.
El sol comenzaba a asomarse sobre las montañas. A nuestra izquierda nacía una sabana, en la que bellos bananeros salvajes se mecían con la brisa matinal. Bajé la cabeza para no ver la hermosura del paisaje, que contrastaba cruelmente con nuestra suerte incierta. Henda explicó que allí su gente cultivaba maíz para su consumo. Ronaldo trataba de mantener la conversación sobre diferentes asuntos, con el mismo propósito que teníamos todos: saber cuáles eran sus intenciones para con nosotros.
Noté que Ronaldo ya casi no podía soportar el peso de su hijo. Sin muchas preguntas, tomé al pequeño y lo puse sobre mis hombros. De inmediato, comenzó a gritar y a moverse con desesperación. Avancé decidida y velozmente hacia el frente. Los guerrilleros se sorprendieron de que pudiera caminar tan rápido; cualidad que adopté en la infancia, en Misiones, donde frecuentemente me tocaba caminar muchos kilómetros para ir a la escuela. Pronto me di cuenta de que para mí era mejor caminar rápidamente hacia el frente y luego sentarme y descansar un poco mientras esperaba a los otros.
Devolví a André a su padre y nos turnamos para llevarlo el resto del camino. De pronto, llegamos a una encrucijada. “¡Por aquí!”, nos indicaron los soldados. Pero después de andar por poco tiempo se dieron cuenta de que estaban equivocados y tuvimos que desandar el camino. Después de ascender una cuesta muy empinada, vimos un conjunto de chozas muy provisorias; la sola idea de dormir allí asustaba. Fue un alivio presenciar que la larga columna en la que marchábamos pasaba de largo.
Hacía mucho frío y soplaba un viento helado. En Angola era invierno, y si bien